Jueves, 2 de noviembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Sandra Russo
Explicar qué es el Protocolo de la Cedaw es más bien complicado, como son complicadas las instancias de veredictos supranacionales y las cumbres o encuentros en los que se dirimen cuestiones de género. En ellos, aunque la Iglesia Católica no participa, hace lobby para que los países aliados del Vaticano negocien por ella lo aceptable y lo no aceptable. Antes de cada cumbre o foro importante, se desarrollan discusiones a puertas cerradas para discutir el documento emergente, y en ellas salen a relucir lo que se conoce como “los corchetes del Vaticano”.
Los países aliados encorchetan los conceptos que consideran peligrosos, y los corchetes indican que en esos tramos no hay consenso. Esos tramos siempre tienen que ver, naturalmente, con los derechos sexuales y la despenalización del aborto.
Si la Iglesia estuvo tan interesada y empeñada en que la Argentina no adhiriera al Protocolo de la Cedaw es porque cree que allí hay una puerta para que la vida privada de las mujeres retome su autonomía y no sea tan fácilmente intervenida por el dogma. Para la Iglesia es mucho más relajado imponer su dogma si lo que ese dogma estigmatiza es ilegal. Si fuera por la Iglesia, hay que recordarlo, no habría divorcio.
En materia de derechos sexuales, el Vaticano sabe perfectamente que su feligresía vive su vida más de acuerdo con su época que con su fe. La lucha no es contra los sujetos, varones y mujeres, que tal vez profesen la fe católica pero de una manera laxa, sino contra los Estados que legitimen diversas formas de vivir. Porque en el fondo se trata de eso. En las cumbres se discuten consensos, con esos consensos se aplican políticas de Estado, y ese movimiento institucional hace que se habiliten y prosperen conductas y hábitos, proyectos vitales, subjetividades que estaban aplastadas bajo mandatos muy antiguos.
Retomo: en materia de derechos sexuales, está claro que para la Iglesia no deberían existir. La noción de derecho es laica y se aplica a ciudadanos y ciudadanas de cualquier credo. Los derechos sexuales son el botín que la Iglesia se niega a soltar, porque su poder más sutil y feroz es el que acostumbra a inocular en la intimidad de cada persona, en su piel más privada.
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