Jueves, 2 de noviembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › NIELSEN SE ENTERO EN EL COLON
Por Mario Wainfeld
“Fue un final shakespeareano”, se pone literario un allegado a Jorge Telerman. Lo que quiere contar es que Guillermo Nielsen supo que le pidieron la renuncia en pleno teatro Colón, en la jornada previa a su cierre transitorio, mientras escuchaba a la Negra Sosa. Nielsen es un melómano de ley pero anoche estaba en las localidades reservadas a Jefatura de Gobierno, a metros de Telerman. La novedad llegó por boca de terceros, por vía telefónica, mientras ambos funcionarios compartían el recital.
El día había sido pródigo en versiones sobre la salida del ministro pero éste había dejado claro que se negaba a renunciar y nadie le había dicho que debía irse. “No hubo tiempo, fue un día de locos y lo del Colón acortó la jornada”, corroboran al ladito del jefe de Gobierno.
“Se había subido demasiado al caballo”, propone, hablando del fondo y no de las formas, otro integrante del gobierno porteño, incursionando en el imaginario gauchesco. Nielsen, coinciden todos, se empacó en la defensa de su proyecto de presupuesto. Su intransigencia chocaba con el estilo expresivamente dialoguista con la oposición que eligió Telerman.
El “regreso” de un estado al endeudamiento como modo de financiación es uno de los issues más controvertidos. Es una paradoja sólo aparente que quien lo defendiera con uñas y dientes haya sido uno de los principales negociadores de la deuda externa argentina en el siglo XXI. El importe comprometido (un poco más de 600 millones de pesos) no sonaría exorbitante en países normales, pero sensibiliza demasiado la epidermis de los ciudadanos de a pie, que (curtidos por la experiencia) identifican deuda con bola de nieve y ésta con catástrofe.
El equilibrio técnico de Nielsen, concuerdan el gobierno de la ciudad y su oposición, era una provocación al sentido común ciudadano.
Nielsen, aseguran quienes lo conocen bien, es así, desafiante y enfático a la hora de mostrar autonomía. Quizás la doble jefatura que tuvo en la gestión nacional (Roberto Lavagna-Néstor Kirchner) le marcó algunos límites que él consideró estirables en su paso por Buenos Aires. Pero aún con esa dupla poco permisiva, Nielsen se permitió dar cuenta de sus aficiones políticas y sus gustos. En su despacho siempre estaba a la vista una foto suya junto a Raúl Alfonsín.
Tampoco se hizo cargo de reproches (a veces sonoros) de varios funcionarios top a su atildamiento en el vestir o a su placer por los deportes de invierno. Y hasta se dio el lujo de correr varias cuadras por Washington DC para abrazar a Alfonso Prat Gay cuando éste, a pocos días de ser defenestrado del Banco Central, recibía un premio internacional. La capital del imperio estaba vallada, había una cumbre, muchos funcionarios oficiales andaban por allá y Prat Gay era (fue por un tiempito) una suerte de mancha venenosa en la Casa Rosada y zonas de influencia.
Personal, decontracté, digno competidor de Telerman en afrancesamiento, Nielsen posiblemente entendió que su patrimonio político está ligado a su coherencia técnica y no quiso dar el brazo a torcer. Pero le quedaba poca plata en el banco, por valerse de una imagen mercantil en una noche shakespeariana. Su patrimonio simbólico medido por Telerman menguó pari pasu el pasaje enérgico de Lavagna al antikirchnerismo. Terminaron de drenarlo el diseño del presupuesto, la resurrección del endeudamiento en la ciudad del “que se vayan todos” y la poca paciencia con los legisladores. Algo de eso quiso decirle Telerman antes de que brotaran los vítores a la Negra pero tal parece que se lo dijo (o se lo dirá) después.
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