Jueves, 21 de febrero de 2008 | Hoy
PSICOLOGíA › CAUSAS Y SOLUCIONES DE LOS “PROBLEMAS DE SEGURIDAD”
“Se puede buscar en el inconsciente todo tipo de secretitos sucios, pero muchas veces están a flor de piel”, observa Eduardo “Tato” Pavlovsky, y examina las causas y respuestas al delito a partir de los sucios, evidentes secretos de la sociedad.
Por Eduardo Pavlovsky
El flamante ministro de seguridad provincial, Carlos Stornelli, prometió en sus primeras declaraciones “más poder de fuego” para la Bonaerense como forma de solucionar los problemas de seguridad. También se refirió a las muertes ocasionadas por “delincuentes incorregibles”. Su prolífico programa se acerca a las ideas de ese pobre individuo iluminado que es Juan Carlos Blumberg, quien afirmaba que el Manhatan Institute era el lugar apropiado para poder solucionar los problemas de inseguridad social. De esa institución surgió William Bratton, que fue jefe de la policía de Nueva York y el verdadero arquitecto de las medidas ultrarrepresivas que puso en marcha el alcalde Rudolph Giuliani, ambos fueron los padres de la la “tolerancia cero”. Estuvo dos veces en Buenos Aires –para vender los servicios de su empresa privada de asesoramiento–. Manifestó que la desocupación no está relacionada con el delito, y terminó su conferencia afirmando que la causa del delito “es el mal comportamiento de los individuos y no la consecuencia de condiciones sociales”.
En cambio, Adam Crawford, en su libro Prevención del crimen y seguridad de la comunidad. Políticas, policías y prácticas, afirmaba que sería más exacto describir las formas de actividad policial realizadas en nombre de la “tolerancia cero” como estrategias de “intolerancia selectiva”.
Yo creo que ciertas afirmaciones de algunos funcionarios revelan la profunda ignorancia sobre ciertos temas, las complejidades que esos temas abarcan. Son problemas de alto nivel de complejidad. El 47 por ciento de la población afirma que la inseguridad es el principal problema por el que atraviesa la ciudadanía. Para el 15 por ciento, la pobreza se sitúa en cuarto lugar, como un tema de menor importancia. La distribución desigual de la riqueza nunca fue tan grande; la brecha entre los más ricos y los más pobres se ha tornado más amplia que nunca.
Pero es cierto que todas las clases sociales se sienten afectadas por una gran inseguridad. Desde los barrios privilegiados de los countries, pasando por los departamentos de la clase media, hasta la violencia en las villas, donde el pobre le roba o mata al indigente. O, en otros términos, el pobre le roba al miserable. Todos tenemos miedo, los ricos, la clase media y los pobres e indigentes.
Pareciera simple pensar que la inseguridad se ha vuelto tan trascendente. La inseguridad afecta todo lo que es nuestro, nuestra casa, nuestros hijos, nuestra mujer, nuestro marido. Es difícil zafarse de este miedo infernal que nos involucra a todos y que es primordialmente miedo al ataque a nuestro cuerpo y sus prolongaciones: familia y bienes. Todo lo mío. Todo lo que es mío. Allí no se diferencian las clases. Libido narcisista.
Pueden robarme o matarme en mi casa, en mi country, pero también pueden saquearme mi departamento en Caballito, que tanto me costó comprar. O un hijo muerto. O un hijo secuestrado. Una señora que vive en una villa decía que no podía comprar alimentos en ciertos almacenes porque después no podría llegar a su casa, porque había gente que la podría atacar o matar para sacarle esos alimentos que eran más caros y mejores.
Agreguemos a esto toda la violencia del narcotráfico.
El problema de la pobreza es diferente. No se sufre del mismo modo. Es posible que con la pobreza exista menos empatía. Ver un niño sacando alimentos de la basura es generalmente algo que ocurre fuera de mí. Lo observo, puedo sentir pena, pero no me afecta como la inseguridad. No es peligroso. El problema ocurre fuera de mi cuerpo. Si existe una protesta por la pobreza infantil, se verá un grupo de piqueteros. “Pero el fenómeno es la inseguridad. Eso sí me afecta.” Eso sí me produce temor. Eso sí no me deja vivir. Un niño pobre no me afecta. Es un problema de otro, que me apena. Libido objetal. Me acostumbro. No es prioridad. A pesar de que podría pensar que esa pobreza y desigualdad social podrían ser vectores de la misma inseguridad que temo.
Poder de fuego
Leonardo Iurcovich –secretario de Comisión de la Economía del Centro Argentino de Ingenieros– advierte que “la sociedad no puede desentenderse del fenómeno de la pobreza. Es una responsabilidad colectiva”, y agrega estos datos: “El 49,5 por ciento de la población de menos de 14 años es pobre, el 20 por ciento es indigente”.
Los pobres no pueden garantizar aspectos esenciales para la vida y la dignidad humana: alimentación, salud, vestido, vivienda. Uno de cada cinco niños tiene problemas de desnutrición en el Gran Buenos Aires. Dice Iurcovich: “En nuestro país no faltan alimentos ni platos, ni maestros ni médicos. Lo que falta es voluntad política, imaginación institucional, comprensión cultural, fundamentalmente ganas de construir una sociedad que asegure a cada niño argentino las oportunidades vitales para que se desarrolle con salud y pueda crecer con dignidad; no con subsidios”.
Entonces, menos “poder de fuego” y más alimentación para los niños. En nuestro país existen tres generaciones de desempleados y gravísimas lesiones neurológicas en los niños subalimentados. Esto es irreparable, observó el médico especialista en nutrición infantil Alejandro O’Donnell.
Existen grandes cantidades de muertes en la infancia que podrían ser reparables de existir una medicación adecuada. Acá podemos seguros afirmar que los únicos privilegiados no son los niños.
En el país hay casi 400.000 jóvenes de entre 18 y 24 años que no estudian ni tampoco trabajan. 600.000 jóvenes aún no consiguieron trabajo, sin descuidar a los otros, los que completan el millón, “para que no queden expuestos en la calle a los inescrupulosos que sólo tienen para ofrecerles el cóctel del delito, explotación y hasta muerte, hay doce veces más de pobres que aguardan la oportunidad de una vida nueva. Esta es una causa grande” (José María Pasquini Durán). Creo que debe ser causa prioritaria en el país como problemática de existencia y justicia social.
En ese sentido y todavía, los piqueteros son la expresión diaria y visible de los “nuevos petisos sociales”: de los niños muertos de hambre por día, de los enfermos sin tratamiento posible, de las bocas desdentadas, de las caras famélicas de los menores buscando alimentos en la basura, de la falta de higiene, de los daños neurológicos irreparables de un sector de la población que ya no podrá “pensar” más por no recibir la alimentación adecuada en sus primeros años, de la promiscuidad y el hacinamiento, de los niños con panza por raquitismo, del marasmo, de los 1400 niños que entran por día en nuestro país en la más absoluta indigencia. Grito ensordecedor de los desdentados. Todo eso expresan los desocupados. La Argentina “deforme”, la Argentina monstruosa: la Argentina de la desigualdad social más importante en Latinoamérica.
Vemos sólo lo manifiesto en la protesta y las molestias causadas, pero tenemos que “reprimir” al otro país monstruoso: nuestra propia monstruosidad; reprimir, en el sentido freudiano.
Hambre tiene hambre
El hambre no tiene tácticas moderadas.
El hambre tiene hambre.
Lo que se “reprime” es la inhumanidad del hambre.
La exclusión social es la gran fábrica de producción delincuencial, dice Pierre Bourdieu en La miseria del mundo. Agrega además las tácticas policiales contra la exclusión social, “denuncia de las violencias urbanas”, rastrillaje sistemático de los barrios considerados sensibles, represión acrecentada de los jóvenes y hostigamiento de los sin techo. Toque de queda y tolerancia cero, aumento continuo de la población carcelaria, vigilancia punitiva de los sectores que reciben ayuda estatal. En todas partes, tanto en los países desarrollados como en los que aspiran a serlo, se hace sentir la tentación de apoyarse en las instituciones policiales y penitenciarias para dominar los desórdenes engendrados por la desocupación masiva. Imposición del trabajo asalariado precario y achicamiento de la protección social. El sentido común punitivo elaborado en Estados Unidos por una red de think tanks neoconservadores se internalizó, con el auspicio de la ideología económica liberal de la que es la traducción en materia de justicia. Estados Unidos optó claramente por la criminalización de la miseria como complemento de la generalización de la desigualdad social y salarial.
Louis Wacquant –del equipo de Bourdieu– describe el fenómeno de los barrios del cinturón negro de Chicago. La miseria aplastante de este enclave vaciado de toda actividad económica, y del que el Estado –con excepción de sus componentes represivos– virtualmente se ha retirado, es una de las causas fundantes del deterioro social.
Política urbana de abandono concertado por parte del Estado norteamericano en forma paulatina desde 1960.
Según Wacquant, este capitalismo de saqueo, del que el tráfico de drogas constituye la punta de lanza, es una de las principales causas de la pandemia de violencia que afecta al ghetto. De este marasmo social surge el “hustler profesional”, término intraducible, al que podríamos aproximarnos con nociones como “rebusque”, “astucia”, “chanchullo”, “timo”, “ratería” “robo de arrebato”, con todo tipo de implicación en la droga.
Uno tiene que vivir y hacer vivir a los suyos, debido a la insuficiencia crónica de las entradas obtenidas con el trabajo o la nula ayuda social. Entonces, todas las familias deben tener un hustler para la sobrevivencia. La inteligencia callejera del hustler es el único bien otorgado a todos. Es la única creación de la comunidad sumergida. El hustler es el efecto de llevar al extremo una lógica de exclusión socioeconómica que afecta a todos.
El hustler, según Waquant, expresa una táctica económica de autopreservación frente a un orden de dominación tan brutal y tan despiadado. Se ha vuelto obvio y necesario en la comunidad del cinturón negro que agrupa a 70.000 personas hacinadas promiscuamente.
Al ser la exclusión social parte del orden de las cosas, se produce un fenómeno de privación de la conciencia de la exclusión. Entre nosotros, este fenómeno se explica con un sentimiento de resignación. La exclusión entre los excluidos también se ha vuelto natural y obvia. La subhumanidad los ha alcanzado. El subdesarrollo de los recursos humanos se ha interiorizado como normal.
El bombardeo mediático se refiere siempre al problema de la inseguridad. Allí se juntan todos, para hacer patria. Pero en Chicago los hustler fueron generados por la falta de empleo –y de ayuda estatal– desde 1960.
El capitalismo produce, según Jaime Petras, corrupción, miseria y tremenda desigualdad social.
En Mitos y realidades sobre la criminalidad en América latina, Bernardo Kliksberg identifica la desocupación juvenil como la principal causa de la crisis de seguridad. Uno de cada cuatro jóvenes latinoamericanos no estudia ni trabaja y sólo el 40 por ciento terminó la escuela secundaria.
En una visión de conjunto, las causas de la epidemia de criminalidad no son misteriosas. La región ha visto en las últimas décadas la agudización de los problemas sociales y de las desigualdades. Ello ha multiplicado los factores de riesgo de la delincuencia. La imposibilidad de ingresar en la vida laboral, la baja educación y las familias desarticuladas crean un inmenso grupo de jóvenes expuestos.
Mareros
Cuando uno sugiere que el subdesarrollo incide en el crecimiento de la delincuencia, la derecha suele responder de dos modos: 1) “No vamos a repartir la pobreza” (Carlos Menem); 2) “No todos los pobres son delincuentes”. No, pero están dadas las condiciones para que puedan serlo, bajo las tremendas desigualdades sociales que habitan hoy el país.
Sólo hace 20 o 25 años hemos comprobado que pertenecemos al continente latinoamericano. Buenos Aires era una típica ciudad europea, con los típicos problemas europeos. Hoy ya somos latinoamericanos, con las profundas desigualdades sociales que en todo el continente conducen a la violencia cotidiana.
Pero aun así, y cuando la inseguridad se ha tornado “el problema más importante”, la situación argentina no es tan tremenda. ¿Lo sabemos?
La tasa de homicidios, 6,8 por cada 100.000 habitantes, es casi cuatro veces inferior al promedio regional: cinco veces menor que la de Brasil y Venezuela, 12 veces menor que la colombiana y levemente superior a Chile y Uruguay.
Los países más inseguros de la región son los centroamericanos –Honduras, Guatemala y El Salvador–, golpeados por la combinación explosiva de pobreza extrema y desigualdad social. Ultimamente se han sumado los Maras, un fenómeno centroamericano cuyo inicio se vincula con los pandilleros de origen centroamericano nacidos en California y luego deportados por Estados Unidos. Ante la crisis, los gobiernos recurrieron a una secuencia de respuestas represivas in crescendo. Las leyes se han puesto en línea con los reclamos populares de mano dura, con penas que harían las delicias del señor Blumberg. En los tres países la edad de imputabilidad bajó a 12 años. En Honduras, en 2004, el Código Penal fue reformado para incluir penas de hasta 10 años de prisión por el solo hecho de llevar un tatuaje identificable con una pandilla. En El Salvador se permite encarcelar por marero a todo el que se reúna habitualmente, haga señas o tenga símbolos mareros. Pero en todos los casos la inseguridad sigue creciendo; en 2006, la tasa de homicidios en Centroamérica duplicó la de América latina: 43,4 contra 25 por cada 100.000 habitantes.
¿Qué reacción?
Daniel Scioli restituyó la figura del jefe de policía, anunció más agentes en la calle y elogió a la Bonaerense. La experiencia internacional demuestra que el gobernador tiene altas chances de quedar defraudado, tal como lo señaló José Natanson, en Página/12, el pasado 4 de febrero.
Silvina Gvirtz, directora de la Escuela de Educación de la Universidad de San Andrés, se refiere al problema ocasionado por el retiro del Estado en políticas sociales. Dice que la salud de los niños en edad escolar pasó a depender de la capacidad de demanda de las familias. La capacidad de demandar está desigualmente distribuida. Hay familias que carecen de dinero para acercarse a los centros de salud, como también familias que no saben detectar síntomas prevenibles. De modo que los centros de atención primaria y los hospitales no reciben a todos los niños que necesitan cuidado, sino sólo a los que pueden acercarse. Esto es un síntoma de la desigual distribución de la riqueza, que deja marcas desde la infancia.
No son raras, dice la autora, las jurisdicciones en las que los ministerios de Salud y Educación no tienen mínimo contacto. Esto da como resultado que, en los sectores más pobres, haya una niñez con problemas odontológicos, desnutrición, obesidad, falta de vacunación completa. Los chicos necesitan que vuelva el Estado benefactor, para recuperar la universalidad y periodicidad de las libretas sanitarias y odontológicas.
Cuba es un país pobre en general, pero la igualdad de todos los niños en salud y educación –ambas excelentes– transforma la infancia en un lugar de privilegio. Existe una excelente información para poder recurrir adonde los niños necesiten. No hay desigualdades sociales. El pueblo cubano está igualitariamente informado para poder recurrir a los lugares de atención.
Entre nosotros, en los sectores más pobres e indigentes, se carece también del capital simbólico que les permitiría solicitar la ayuda conveniente.
Pero los medios de información masivos dan muy poco espacio a los problemas de la pobreza e indigencia en la niñez. Cubren, en cambio, con primordial atención, las noticias de los accidentes y de los robos. Que mueran de hambre cinco chicos por día en la Argentina es menor noticia que los graves accidentes en nuestras rutas, sufridos por la gente que puede salir a veranear. El accidente es más espectacular, pero es mucho más grave la indigencia en la infancia. Dos de cada cinco menores están bajo el nivel de pobreza.
La mortalidad infantil en el país es del 16 por mil (duplica la de Chile). En Formosa, el 28 por mil; en Corrientes, el 24 por mil. Pero atendamos a cifras de la Capital Federal: en Villa Lugano la mortalidad infantil es del 10 por 1000 bebés, mientras que en Villa Devoto es de cuatro por 1000: la desigualdad social es altísima. El sur de la ciudad está postergado y sus habitantes disfrutan de muchos menos servicios que los del norte. Lo curioso es que esas diferencias se agravaron en los últimos años. Dos tercios de las muertes de los niños menores de un año en Villa Lugano podrían reducirse mediante la promoción social y la atención médica. Se suma a ello la cantidad de personas que viven en hacinamiento –21 por ciento–, en viviendas precarias –12 por ciento– y los estragos que provoca la deserción escolar: 12 por ciento de los mayores de 25 años no terminaron la primaria (datos recogidos en el Anuario Estadístico 2006 y la Encuesta Anual de Hogares, que la Dirección General de Estadística y Censos porteña realiza cada año Claudio Savoia). Estas cifras muestran los peores indicadores de la ciudad. Louis Wacquant diría que son un caldo para la delincuencia, de niños, adolescentes y adultos.
Yo pregunto: los datos de la desigualdad social entre Villa Lugano y Villa Devoto, ¿qué reacción provocan al ser leídos por los protagonistas de cada uno de esos barrios?
Secretitos sucios
Es interesante recordar algunas consideraciones de Wacquant (Las cárceles de la miseria) sobre el espíritu que inspiraba a la Fundación Manhattan, la de la “tolerancia cero”, la institución norteamericana que visitó Blumberg en su momento de apogeo y donde recibió asesoramiento y subsidios para sus viajes. Creo que los políticos que apoyaron el viaje de Blumberg ignoraban el espíritu lombrosiano de esa institución. A veces no son mala gente los políticos; diría que la mayoría son ignorantes y poco preparados.
Veamos algunos párrafos, citados por Wacquant, de las bases de la Fundación: “Tenemos que alzar la voz y corregir una tendencia insidiosa, consistente en atribuir el delito a la sociedad más que al individuo. Creemos, como la mayoría de los norteamericanos, que podremos empezar a construir una sociedad más segura si nos ponemos ante todo de acuerdo en que la sociedad en sí misma no es responsable del crimen: los criminales son responsables del crimen”; “Es importante decir que ya no toleramos las infracciones menores. El principio básico en este caso es decir que sí, es justo ser intolerante con los sin techo”; “Se designa a las personas como ricas si tienen modales convenientes y responsables y como pobres en caso contrario. Ninguna reforma estructural de la sociedad puede modificar esas identidades, porque en la nueva política de hoy en día la cualidad decisiva de una persona es la personalidad y no el ingreso o la clase social”; “La gran fractura de nuestra sociedad no es la que separa a los ricos de los menos ricos, sino a quienes son capaces y quienes no son capaces de ser responsables de sí mismos”; “Los gobernantes se rinden progresivamente a la evidencia. Hay que desarrollar la gestión sobre el terreno, en la proximidad de los problemas, reforzar las brigadas policiales para menores e intensificar la formación de policías, responsabilizar penalmente a los padres y sancionar de manera sistemática, rápida y legible cualquier acto delictivo de un menor”.
A veces se busca en el inconsciente todo tipo de secretitos sucios. Pero muchas veces están a flor de piel. Sólo que hay que informarse.
No es, entonces, dar mayor poder de fuego a la Bonaerense la solución de los problemas de inseguridad.
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