Jueves, 21 de febrero de 2008 | Hoy
Por Gustav Janouch
Ya no me acuerdo de las veces que estuve con Franz Kafka en la oficina. Sin embargo, hay algo que sí recuerdo muy bien: su postura cuando, media hora o una hora antes de terminar su jornada de trabajo, yo abría la puerta de su despacho en el segundo piso del edificio del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo.
Lo hallaba sentado tras el escritorio, la cabeza echada hacia atrás, las piernas extendidas y las manos inertes sobre el tablero. El cuadro de Filia El lector de Dostoievski puede dar cierta idea de la postura que adoptaba. Hay una gran semejanza entre el cuadro de Filia y la pose de Franz Kafka, pero es una semejanza puramente externa. Tras el parecido formal se oculta una gran diferencia interior.
El lector que muestra el cuadro de Filia está sobrecogido por algo, mientras que la pose de Kafka expresaba una entrega deliberada y, por tanto, victoriosa. Sus finos labios lucían una leve sonrisa, que era más el conmovedor reflejo lejano de una alegría distante y extraña que una expresión de bienestar. Kafka siempre miraba a las personas un poco desde abajo. Su postura era muy extraña, como si quisiera pedir disculpas por su estatura. Todo su cuerpo parecía querer decir: “Por favor, pero si soy completamente irrelevante... Me dará usted una gran alegría si no se fija en mí”.
Hablaba con una voz de barítono vibrante y velada, admirablemente melodiosa, aunque nunca abandonara una modesta escala intermedia en cuanto a volumen y tono. Su voz, sus gestos, su mirada, todo en él irradiaba una calma surgida de la bondad y de la comprensión.
Hablaba checo y alemán, aunque más este último. Aun así, su alemán tenía un acento duro, parecido al que caracteriza el alemán de los checos, aunque esto no es más que una aproximación lejana, imprecisa. En realidad no era así en absoluto.
El acento checo en el que estoy pensando es estridente. Hace que el alemán suene como desmenuzado. En cambio, el habla de Kafka nunca daba esta impresión. Sonaba tan articulada por ser el producto de su tensión interior: cada palabra era una piedra. La dureza de su habla la provocaba su afán de comedimiento y exactitud, es decir, la motivaban cualidades personales activas y no características colectivas de índole pasiva.
Su modo de hablar se parecía a sus manos.
Tenía manos grandes y fuertes, de palmas anchas, dedos finos y delicados con uñas planas en forma de pala y articulaciones y nudillos prominentes, pero muy frágiles.
Cuando recuerdo la voz, la sonrisa y las manos de Kafka siempre pienso en una observación de mi padre.
Decía: “Fuerza combinada con una temerosa delicadeza; una fuerza para la que precisamente lo pequeño es lo más difícil”.
El despacho en el que Franz Kafka ejercía su cargo era una habitación de tamaño medio que resultaba opresiva a pesar de tener un techo bastante alto y cuya apariencia sugería la digna elegancia propia de la oficina del jefe de un bufete de abogados de cierto renombre. El mobiliario también respondía a esta imagen. Había dos puertas laqueadas en negro, de doble batiente. Una de ellas conducía al despacho de Kafka desde el oscuro pasillo sobrecargado de enormes archivadores y que siempre olía a humo de cigarrillos consumidos y a polvo. La segunda puerta, situada en medio de la pared de la derecha, conducía a los demás despachos oficiales que se alineaban a lo largo de la fachada principal del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo. Por lo que yo recuerdo, esta puerta no llegó a abrirse casi nunca. Normalmente, tanto los visitantes como los demás funcionarios empleaban sólo la puerta del pasillo. Cuando llamaban, Franz Kafka respondía con un breve y quedo “¡por favor!”, mientras que sus colegas de oficina solían espetar un “¡entre!” malhumorado y autoritario.
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