Sábado, 12 de abril de 2008 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Emilio García Méndez *
Para la libertad, ya se sabe, últimamente no soplan buenos vientos. El impulso y el valor otorgado a la libertad durante la bipolaridad de la Guerra Fría, paradójicamente desapareció con los muros que la simbolizaban. Se arrojó al niño con el agua sucia como suele decirse. En la Argentina, país de colmos, un rabino mediático propuso sustituir la palabra libertad de las estrofas del Himno Nacional, por la palabra seguridad. También los exabruptos señalan tendencias.
Pero la relativización del valor objetivo de la libertad arrastra consigo, como difícilmente podría ser de otra manera, a la relativización de la libertad subjetiva. En una sociedad marcada por el riesgo, algunos piensan que entre la protección de sus sectores vulnerables y el libre albedrío de éstos debería existir alguna forma de mediación. En otras palabras, muchos sostienen que no todo adulto, aun en pleno goce y ejercicio de todas sus facultades mentales y ejerciendo su consentimiento libre, debería tener siempre la posibilidad de decidir.
La trata de seres humanos dentro y muy en especial fuera de las fronteras nacionales puede ser entendida como la cara obscena de la globalización. El Protocolo de Palermo, el acuerdo internacional más relevante en la materia, impone a los países que lo han suscripto la obligación de adaptar a sus principios la legislación nacional. En cumplimiento de este compromiso, el Senado argentino aprobó hace más de un año y por absoluta unanimidad una norma que, con algunos aspectos criticables pero que no hacen a su esencia, satisface plenamente los estándares internacionales que propone el Protocolo de Palermo. La trata, tal como lo establece el acuerdo internacional mencionado, puede realizarse con tres fines diversos: reducción de una persona a servidumbre o esclavitud, extracción ilícita de órganos o explotación sexual. En los dos primeros casos, el consentimiento de la víctima resulta absolutamente irrelevante, ya que se trata de hechos severamente sancionados por cualquier código penal. En el tercer supuesto, en cambio, la situación es bien diversa, ya que lo que se encuentra más que correctamente penado es la explotación de la prostitución ajena y no su libre ejercicio.
En este último caso, convertir en irrelevante el consentimiento significa lisa y llanamente la negación del libre arbitrio de determinadas personas que realizan determinadas actividades. Una posición tan extrema cuanto equivocada en torno del delicado problema del consentimiento (nos referimos al consentimiento no viciado que expresa la voluntad de un adulto), provocó recientemente un áspero debate en la Cámara de Diputados, que finalmente convirtió esta semana en ley al mencionado proyecto. El objeto principal del contencioso se centró en torno del problema del consentimiento. Con la mayor buena fe (presunción que no siempre estos grupos suelen otorgar a quienes no piensan como ellos), sectores organizados de la sociedad civil argumentan que en situaciones de una u otra forma vinculadas con el ejercicio de la prostitución, anular la relevancia del consentimiento podría contribuir decisivamente al aumento de la eficacia represiva. Eficacia, cuyos puntos débiles se encuentran mucho más que en las normas, en el accionar de las fuerzas de seguridad incluidos sus responsables políticos territoriales.
La tentación de incapacitar para proteger nada tiene de nuevo. Aunque le suene a edad del bronce a las mujeres jóvenes de hoy, no han pasado muchos años desde que la mujer, casada y mayor de edad, necesitaba la autorización del marido para trabajar. ¿La razón? La “protección” de la mujer. Las peores atrocidades, primero los hombres contra las mujeres y luego hombres y mujeres contra los niños, las han cometido mucho más en nombre del amor y la protección que en nombre de la represión. Los niños han pagado y todavía siguen pagando, muy especialmente en la Argentina, con su libertad personal la obsesión protectora que legitimada en el amor, un raro amor, le deparan algunos adultos. En el amor no hay límites, en la justicia sí.
¿Quién sabe si algunos dejando de ser tan buenos, no podrían ser un poco mejores?
* Diputado nacional (ARI Autónomo).
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