Domingo, 5 de julio de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › EL FERIADO NACIONAL EN NUEVA YORK, SIN PANICO POR LA GRIPE A
La Gran Manzana es el lugar con más muertos por la pandemia en EE.UU., pero parece acostumbrada a manejar los problemas. Y la crisis mostró que el sistema de salud sigue funcionando bien, pese a los muchos desguaces sufridos.
Por Ernesto Semán
Desde Nueva York
Al mediodía de ayer, la totalidad de Prospect Park en Brooklyn estaba cubierta de parrillas portátiles y de miles de personas desplegando todo tipo de comidas y banderas, como cada 4 de julio, Día de la Independencia de los Estados Unidos. Allí no había barbijos a la vista, ni en los ferries que acarreaban turistas hacia la Estatua de la Libertad, que ayer abrió su cúpula por primera vez desde el 11 de septiembre del 2001, ni en la cancha de los Mets en Queens el domingo pasado, donde 60 mil personas vieron el clásico de béisbol de la ciudad entre los locales y los Yankees. Para una ciudad constituida sobre la paranoia, la reacción no pudo haber sido más calma.
En verdad, los barbijos y el alcohol se acabaron en Brooklyn para principios de mayo, cuando la ciudad llevaba reportados dos muertos por la gripe A y dos escuelas en Queens habían cerrado sus puertas, luego de que un grupo de estudiantes regresara de México con síntomas de la enfermedad. En la farmacia de la esquina de Court y Wyckoff, el dueño había pegado junto al cartel de “No hay más barbijos”, una copia de la página oficial del gobierno de la ciudad en internet con las principales recomendaciones para prevenir el contagio. Evitar los viajes a México figuraba entre las primeras. El 15 de mayo, el New York Post informaba que el 80 por ciento de las reservas para las playas de México había sido cancelado. Un día después, el alcalde Michael Bloomberg brindaba una pedagógica e infinita conferencia de prensa llamando a la calma, pero anunciando un decálogo de medidas que dibujaban una ciudad en cuarentena. El 20, el Daily News titulaba “El pánico en la ciudad se acelera”: el secretario de Educación anunciaba el cierre de nuevas escuelas.
La escalada de atención pública llegó hasta estos días sin los síntomas habituales de la paranoia. La ciudad, bajo muchos parámetros, se ve como en cualquier otro día, aun cuando hasta el viernes había registrado 44 muertos y 2499 casos de gripe A, la mayor parte en las zonas más pobres de la ciudad. Se trata de los números más grandes de todo Estados Unidos (a nivel nacional, los muertos son 170, los infectados 33.902). Sin que este sea necesariamente un síntoma de salud mental, los habitantes de Nueva York parecen acostumbrados a administrar una variedad de amenazas y alarmas, y políticas públicas para prevenirlas, que generan tanta seguridad y acostumbramiento como disciplina. Los medios explicaron a fines de junio que el código 6 de la Organización Mundial de la Salud sobre la gripe A es similar al nivel de alarma roja del departamento de Homeland Security para las amenazas terroristas. Aun por didáctica, la analogía no deja de provocar un cierto malestar.
De ahí que, en breve, el todopoderoso Centro para la Prevención y Control de Enfermedades (CDC) avanzará con una campaña de vacunación universal y obligatoria para consolidar la declinación de la actividad del virus antes de que llegue el invierno (el hecho de que el virus haya llegado a Nueva York en la fase más baja del año de gripe fue sin duda una gran ayuda para que la propagación de la gripe A no haya sido mayor). La autoridad del CDC para tomar estas medidas deriva de una ley aprobada tras los atentados terroristas del 11 de septiembre, que lo autoriza a ordenar la producción y compra de medicamentos en tiempo record sin los controles presupuestarios del Congreso ni sanitarios de la Food and Drug Administration (FDA). El Congreso aprobó a fines de abril una partida de mil millones de dólares para que un grupo de laboratorios produzca la vacuna, casi al mismo tiempo que el departamento de Homeland Security reafirmaba que “una crisis de salud pública es considerada una amenaza a la seguridad nacional”, y el Post comenzar a llamarla the Mexican fever, en un país en donde habitualmente el fantasma de un México invasor y penetrante es parte del imaginario colectivo. Aun ante tanto despliegue, resulta difícil encontrar datos consistentes de una paranoia generalizada y de una reacción racista sostenida.
En todo caso, y aun antes de que esta parte de la parafernalia se pusiera en marcha, la política preventiva disparada frente a la gripe A evidenció el enorme despliegue que en verdad tiene el Estado, aun en un área como la salud, donde su descuartizamiento ha sido un tanto cruento.
En Nueva York al menos, la Corporación de Hospitales Públicos y el sistema de escuelas públicas y privadas fueron razonablemente eficientes en establecer un mecanismo de circulación de datos que le permitió al gobierno mantener las clases en marcha y cerrar escuelas de forma selectiva a medida que se detectaran casos de gripe A. Claro que eso también depende del ojo con que se lo mire, la paciencia que se tenga y la disposición a confiar en una autoridad tan sospechable como cualquier otra. Como con cualquier epidemia, la chance de pensar que las muertes se podrían haber evitado es por completo opinable. Y para una ciudad de ocho millones de habitantes, la cifra oficial de 44 muertos no deja de ser alta, y en algún otro lugar los mismos números hubieran despertado una reacción mucho más airada. Aquí y ahora, son pocas las voces que se oyen cuestionando la política preventiva oficial; si no es porque no las haya, al menos porque el alcalde de la ciudad es también el hombre más rico de la ciudad, el mayor donante privado de fondos a las organizaciones no gubernamentales de la ciudad y el que por lejos tiene más influencia en los medios de comunicación. A veces, la disposición a confiar en las indicaciones generales y el buen tino de las autoridades parece a toda prueba. Apenas una exhibición obscena del maltrato, la falta de juicio y las flaquezas estructurales como la que se desplegó durante el huracán Katrina logró despertar una reacción casi unánime de repudio frente a las políticas del gobierno de Bush. El gobierno federal reconoce la muerte de 1224 personas como víctimas directas del huracán, pero aún, cuatro años después, no hay ni siquiera una versión remota de las miles de víctimas fatales que se produjeron en las semanas posteriores a la tormenta.
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