Viernes, 3 de diciembre de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Washington Uranga
Ninguna explicación puede servir para justificar los atropellos que se siguen cometiendo (hoy en Formosa y siempre allí y en tantos otros lugares del país) contra los pueblos originarios, la violación de sus derechos (los ancestrales y los reconocidos por las leyes argentinas), las injusticias y la muerte. Más allá de las declaraciones, Argentina carece de una política de Estado destinada a garantizar de forma concreta y fehaciente la vida, primero; la calidad de vida, después; la cultura y la dignidad, al mismo tiempo, y los derechos humanos, de manera esencial, de las comunidades originarias.
Lo ocurrido en Formosa –con su saldo de muerte– no es más que la punta del iceberg de una realidad tan injusta como escandalosa, que no sólo atañe a la comunidad qom y a la provincia norteña, sino que se repite con otros pueblos y en distintas provincias. Es cierto que será difícil igualar el nivel de abusos del gobernador Gildo Insfrán. También su cuota de cinismo para declarar pretendiendo deslindar responsabilidades en hechos en los que está clara y directamente implicado.
Pero es también cínico y hasta perverso querer circunscribir a la provincia de Formosa las violaciones de las que son víctimas los pueblos originarios. Ocurre de manera similar en otras partes del país. Porque los derechos indígenas (que son ancestrales y también son “humanos”) se cruzan con intereses económicos, vinculados a la tenencia y la explotación de la tierra, al desmonte para el cultivo irracional, a la minería que arrasa y genera nuevos desiertos.
Los derechos de los pueblos originarios no son reconocidos porque colisionan con una alianza casi indestructible entre poder político e intereses económicos. Y en esa situación naufragan hasta ciertos discursos progresistas y reivindicatorios en tantos otros terrenos. Los organismos nacionales encargados de preservar y fomentar los derechos indígenas no salen de las declamaciones y siguen entreverados en trabas jurídicas, administrativas y burocráticas que parecen más orientadas a reforzar las situaciones de hecho e impedir los cambios, que a garantizar la vida –y la calidad de vida– de las comunidades aborígenes. Todo esto porque no hay una política de Estado, porque no hay efectiva decisión política para concretar lo que en Justicia les pertenece a los pueblos originarios. No basta con los reconocimientos simbólicos, con la integración a los desfiles del Bicentenario. Porque, como bien señala un eslogan de algunas comunidades, se trata, entre otras cosas, de “el Bicentenario y algo más... 13 mil años A. de C.”
En este tema, el gobierno nacional tiene responsabilidades específicas que no puede eludir, endosando culpas a los mandatarios provinciales. Porque quien se ufana de haber convertido la defensa de los derechos humanos en política de Estado no puede hacer “excepciones” en el caso indígena sin correr el grave riesgo de tirar por la borda todo lo hecho y la credibilidad ganada. Tampoco puede hacerse la distraída el resto de la dirigencia política y en particular la oposición. Todos los argentinos y las argentinas tenemos más que una deuda, una responsabilidad con la vida de los pueblos originarios de nuestra tierra. Renunciar a ello es hipocresía, cuando no traición a cuanto se dice. Porque los derechos de los pueblos indígenas también son derechos humanos. Por si alguien no tomó nota.
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