SOCIEDAD

Los presos de un penal tucumano que donan su comida a los chicos

Primero empezaron cediendo sus raciones de pan cada viernes para un comedor de un barrio con muchas carencias. Ahora iniciaron una huelga de hambre para pedir conmutación de penas y exigen que toda la comida se le entregue al comedor.

 Por Alejandra Dandan

Carlos Velázquez es uno de los 700 presos de la Unidad Penitenciaria de Villa Urquiza, una cárcel de 17 hectáreas ubicada en los alrededores de la capital tucumana. Desde hace un año, sus hijos y dos sobrinos almuerzan y meriendan en uno de los comedores de su barrio, donde existen en este momento 26 chicos con desnutrición de grado uno y dos. Las condiciones del comedor, pero sobre todo el contexto de emergencia social de la provincia y los dramáticos casos de hambre conocidos en los últimos meses, generaron un cambio profundo entre Velázquez y sus compañeros de prisión. Todos los viernes desde hace un mes ceden sus raciones de pan para aquel comedor. Pero no están conformes con eso. Ayer comenzaron una huelga de hambre. Le reclaman al Ejecutivo provincial una conmutación de penas. Esta vez lo que no comen no lo tiran, decidieron donarle la comida al comedor.
La historia de este comedor tucumano, la relación con los presos y con otros sectores de la sociedad comenzó hace un año cuando Laura Igarzábal volvía una tarde del colegio de sus hijos. “Cuando regresaba por la calle –dice Laura ahora– veía cómo los niños más chicos del barrio arañaban las bolsas de basura buscando comida.” Todavía no se conocían las secuelas que produciría la crisis en su provincia, no había datos sobre las características que tomaba el hambre pero en ese barrio aparecían los primeros síntomas.
El barrio Juan Pablo II es uno de los asentamientos más críticos del cordón periférico de la capital tucumana. El 98 por ciento de sus pobladores o está desocupado o se mantiene con los programas asistenciales otorgados por el gobierno. De acuerdo con los datos recogidos por el comedor a lo largo de este primer año de funcionamiento, un 65 por ciento de los chicos del barrio padece algún grado de desnutrición. En ese contexto, Laura decidió trasformar su casa, el único lugar que tenía a mano, en una sala donde ahora comen todos los días unas cien personas. “Y eso es cuando abren los otros comedores –dice–, porque si no acá rebasamos.”
Hacia diciembre del año pasado Laura y quienes la ayudaban con este proyecto ya habían golpeado todas las puertas del ámbito provincial para conseguir algún tipo de ayuda. Lo hicieron en el Ministerio de Acción Social, en la Legislatura y ante el Concejo Deliberante. La ayuda finalmente llegó, pero no la consiguieron en ninguno de estos ámbitos oficiales sino de parte de los más pobres entre los pobres: los cartoneros. A fin de año, cuando conocieron las actividades de tipo solidario que llevaban adelante los cartoneros de José León Suárez les escribieron una carta. “La mandamos a través de una conocida y enseguida nos llamaron para averiguar todo –explica Laura–: querían saber si el comedor de verdad existía, que cuántos chicos teníamos, que quiénes éramos.” Aquello terminó alentando una campaña de búsqueda de alimentos promovida en Buenos Aires por los cartoneros del Tren Blanco y las asambleas barriales de Colegiales y Palermo Viejo.
En un mes, los cartoneros reunieron algo más de 1000 kilos de alimentos para ese comedor y aquella idea contagió rápidamente a varios sectores, entre ellos también a los presos. Ahora eran 122 presos del pabellón 2 de Villa Urquiza los que llamaban al comedor para ofrecerles su ración de pan.
Ese fue el contexto donde apareció este insólito plan de huelga. Los presos decidieron comenzar una huelga de hambre por tiempo indefinido, dejaron las tareas de limpieza que tienen asignadas, abandonaron la fabrica de ladrillos del lugar pero no se alejaron de la cocina: en plena huelga de hambre los equipos siguen haciendo 500 raciones de comida. No la comen, no la tiran. “Ayer nos dieron guisado, era una olla y media más 122 raciones de pan, a la tarde –explica Laura– fuimos por la merienda.”
Ramón Roberto Vallejos es el director general de los Institutos Penales de la provincia y desde ayer el hombre que está coordinado esta suerte de redistribución de alimentos. “Mire –explica–: antes estas cosas iban a parar a los chanchos, pero ahora con esta situación de hambre decidimos entregárselas a los comedores de la zona.” Para Vallejos, los autores de la idea no son los presos sino los funcionarios del Servicio Penitenciario. “Yo mismo hablé con la gente del ministerio –dice– para poder hacer algo con la comida.” De una u otra forma, desde ayer el frente del penal se convirtió en una pasarela. El Servicio Penitenciario convocó a “todos los interesados” a inscribirse para recibir las raciones que por el momento no comen los presos.
Los reclamos no parecen ser de resolución fácil. Entre otros puntos, exigen al Ejecutivo tucumano una ampliación de los beneficios de reducción de penas, además de visitadores sociales dentro de las cárceles y una reformulación del sistema jurídico.

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Los chicos del comedor en el barrio Juan Pablo, uno de los asentamientos más críticos.
 
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