SOCIEDAD › EL INTENDENTE DE SANTA FE IMPIDIO LA EVACUACION A HORAS DE LA INUNDACION
“Quédense tranquilos que no pasa nada”
Vecinos del barrio Chalet, uno de los más golpeados por el agua, contaron a Página/12 que el intendente Marcelo Alvarez estuvo allí para recomendar a la gente que se quedara en sus casas. Ahora juntan firmas para pedir su renuncia. Crónica de la bronca contra los políticos.
Por Carlos Rodríguez
El techo de su casa, en el barrio Chalet, parece la punta del muelle. Desde arriba, sentado en una silla, Carlos Sosa Rey se asoma tirando el cuerpo hacia adelante. Es un oso que ronda entre la pirueta o el zarpazo mortal. “Esto se lo debemos a los putos votos, señor. Si el domingo 27 no hubieran estado las elecciones, tal vez se ocupaban de la inundación y a lo mejor hasta de nosotros.” Como en el fondo es un oso de buena madera, Sosa Rey duda todavía: “Ojalá que me equivoque, pero si no había elección nos hubieran avisado por lo menos”. Gabriela Guinter, en cambio, no vacila a la hora de buscar responsables. “Nos quisieron ahogar como ratas y la culpa es del intendente (Marcelo) Alvarez. El vino y me dijo personalmente que en el barrio Chalet no se inundaba nadie. A las pocas horas a mi casa la tapó el río. Si no sabía de lo que estaba hablando, mejor se hubiera callado la boca.” La cabeza de Alvarez tiene muchos pretendientes y los vecinos están reuniendo firmas para forzar su “inmediata renuncia”.
En otro plano, el intendente ya fue señalado como uno de los responsables del desastre por el ecologista Jorge Cappato, de la Federación Argentina Amigos de la Tierra, entidad que está reuniendo documentación para aportar a las causas abiertas en la Capital Federal y en Santa Fe para establecer posibles responsabilidades penales por “incumplimiento de los deberes de funcionario público” e incluso por “homicidio culposo”. Aunque el gobernador Carlos Reutemann y los miembros de su gabinete también son cuestionados, la figura de Alvarez es la que encabeza el boca de urna de los votos bronca.
Gabriela Guinter, 32 años, y Delia Taborda, 39, dos afectadas de Chalet, aseguran que Alvarez recorrió el barrio, cuando ya se estaba viniendo el agua, y les aconsejó a todos que se quedaran porque “no iba a pasar nada”. Eso mismo había dicho por radio LT-10 (ver aparte) y podría ser uno de los elementos por aportar a la investigación judicial. Guinter y Taborda fueron las primeras en denunciar al intendente. “El me dijo a mí, personalmente, que no había ningún problema, que el barrio no se podía inundar y que me quedara tranquila. En pocas horas el techo de mi casa quedó tapado por 30 centímetros de agua. ¿Quién me paga todo? Yo quiero que me lo pague Alvarez.”
El barrio Chalet recibe a los que vienen de Santo Tomé y cruzan el puente carretero hacia Santa Fe. Está a la izquierda del que llega y a la derecha, el estadio de Colón. La avenida Juan José Paso es la que separa Chalet de Centenario. En medio de la ruta de doble mano hay un edificio circular cuya identificación hoy es un absurdo: “Información Turística”. A diferencia de Centenario, el barrio Chalet sigue bajo casi dos metros de agua, retenida por el terraplén de la avenida Paso.
“Nadie nos dijo que dejáramos la casa; todo lo contrario, Alvarez nos dijo que no pasaba nada. Si será hijo de perra, señor. El lunes (28 de abril) a las once de la noche nos llamaron unos amigos para contarnos que se estaba inundando todo. Fuimos hasta el puente para averiguar qué estaba pasando y lo vimos a Alvarez, que nos dijo que estaba todo bien y hasta nos retó para que no anduviéramos alarmando por ahí.” Gabriela Guinter respira hondo antes de seguir: “Es el principal responsable de todo. Nosotros vimos morir a nuestros vecinos. De eso es responsable, no sólo de que las casas se hayan inundado”.
El martes a la mañana, el agua comenzó a entrar al barrio Chalet y horas después ya pasaba los dos metros en algunas zonas. “Nosotros tuvimos que salir en la madrugada del miércoles (30 de abril). Me estaba comunicando con el celular de mi hermana y me avisaron que en muchos lados el agua estaba reventando las paredes. Usted no sabe lo que es vivir eso. Ahora tenemos miedo, soñamos con la inundación. Mi papá cierra los ojos y escucha otra vez que se viene el torrente.” Daniela Taborda es una de las que empezó con la idea de juntar firmas para “echar al intendente”. Las dos vecinas coinciden en que “alguien tiene que pagar por lo que pasó, no puede ser que nos hayan arruinado la vida así y que todo quede en decir: ‘lo siento mucho’”. Daniela recuerda que “los propios policías, cuando vinieron para el barrio, gritaban como locos y nos pedían por favor que nos fuéramos. ¿Por qué Alvarez no nos avisó antes? ¿Por qué nadie hizo nada?”.
Sobre Paso, frente al supermercado Maxiconsumo, que está en la entrada al barrio Chalet, se apilan residuos, ositos de peluche y una multitud de enormes bolsas llenas de chizitos y confites, como si una fiesta infantil hubiera sido interrumpida por una manada de elefantes. Un perro blanco come un poco de los chizitos amarillos, otro poco de los confites multicolores y también de unos bocaditos de coco color marrón. El olor de la comida es insoportable, pero el perrito blanco come y mueve su brevísima cola, también marrón. No se sabe si la tuvo siempre de ese color o si es el efecto maligno de los bocaditos.
Para subir a la lancha que se interna por los ríos que hoy son las calles del barrio, primero hay que esquivar muebles rescatados del naufragio. “Es culpa de Reutemann”, gritan a coro los ocupantes de un bote precario que pasa a puro remo. Carlos Sosa Rey está en el techo de su casa con Ricardo Narváez y Raúl Castro, un primo que se vino desde Quilmes, en Buenos Aires, sólo “para hacerle la pata”. Con barba de varios días y el alma en bancarrota, Sosa Rey sonríe para la bienvenida: “Vio lo que nos hicieron los políticos. Si será gente jodida”.
Habla con el modo campechano de los habitantes del Litoral argentino, más marcado que el del gaucho bonaerense. “De acá no me voy, qué me voy a ir. Acá nací y acá me quedo, porque ahora encima dicen que tienen que dinamitar el barrio, que esto no sirve más. Los que no sirven son ellos.” El pecho de Sosa Rey se encoje, pero él no afloja una lágrima. Sobre los tiros que se escuchan de noche, dice: “Nosotros nos escondemos en el techo, que es de loza, porque ni arma tenemos”. Igual ofrece un mate al cronista, que hace equilibrio sobre un portón de hierro que oficia de improvisada escalera. “Estamos bien –concluye–, nos armamos una letrina, una ducha, todo lo que se puede hacer en una isla.”
Los Dávalos, en cambio, tienen una escalera metálica que lleva a la planta alta de la casa, el último refugio. Julio Dávalos tuvo que sacar de noche, en una lancha, a su hijo Mario Ezequiel, de cinco días de vida, y a su mujer María de los Angeles. “La lancha de la Prefectura se sacudía por la correntada y salió pegando contra los postes del alumbrado público. Decí que habían cortado la luz, porque andábamos enredados en los cables, sobre más de dos metros de agua.”
Rubén Dávalos es el padre de Julio. Tiene 62 años, es paraguayo, y desde hace 40 años vive en Chalet, pero todavía mantiene intacto el acento natal. “Yo vivía con mi mujer (Rosa Galeano) en la planta baja, que quedó bajo el agua. Nosotros perdimos todo y ahora vivimos en un garaje que nos prestaron. Hoy estamos de visita en lo que fue nuestra propia casa.” Lo único que rescata don Rubén es “a la gente del pueblo”. “Han venido de todos lados, en lancha, y nos trajeron comida, ropa, lámparas para la noche porque seguimos sin luz. No hay plata para esa gente. Del gobierno mejor no hablemos.”
A pesar del bajón, Rubén y su mujer, Rosa, quieren convencer a Julio para que vaya a votar el domingo del ballottage. “Hay que ir, señor, porque de lo contrario va a ganar (Carlos) Menem y él es el culpable de todo. De todo.” Cuando se está haciendo de noche, todos quieren escapar de Chalet. “Encima nos llaman chorros, cuando somos gente de trabajo. Mire las casas (de material, muchas a medio hacer), acá vive gente trabajadora.” La partida es triste. Un hombre mayor, en calzoncillos, lava con una mano el único pantalón que le quedó, en un fuentón, y con la otrasaluda. Un joven grita: “Soy Rubén Palacios, digan que estoy bien”. Al techo de su casa no se puede subir porque es como un ascensor con un cartel que advierte: máximo una persona.