Domingo, 7 de junio de 2015 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Martín Granovsky
El gran fenómeno de #NiUnaMenos quebró un estereotipo: que en la Argentina la mayoría de los homicidas matan para robar. No dijeron eso los cientos de miles de personas que marcharon en todo el país, mujeres y hombres, y los millones de personas que participaron mediante las redes sociales. Protestaron contra la percepción ya generalizada de que las mujeres son blanco de violencia en tanto mujeres propietarias de sí mismas y no en tanto mujeres vulneradas en su derecho de propiedad sobre cosas. En todo caso lo vulnerado, y no sólo con el extremo de la muerte, es el propio cuerpo.
Pensar que el mayor móvil del asesinato es el robo forma parte de un estereotipo irreal, porque así lo dicen las cifras. La última investigación de la Corte Suprema de Justicia (números publicados en 2013 sobre pesquisas de 2012) revela que en la ciudad de Buenos Aires el 14 por ciento de los homicidios se produjo en ocasión de robo, contra el 9,49 por ciento en medio de un conflicto intrafamiliar o un 38,61 por ciento por riña o venganza. El link es http://bit.ly/1KTSkbt y abunda en datos significativos. El asesinato de mujeres por su condición de tales podría figurar –es sólo una hipótesis, porque la sociología y los crimonólogos deberían discutir más el tema– en las dos últimas categorías, que engloban a crímenes entre conocidos, ya sean familiares, parejas o bandas que disputan un territorio. En el conurbano el homicidio por robo trepa al 19 por ciento, contra un 13 por ciento por conflicto intrafamiliar y un 41 por ciento debido a riñas o venganzas.
Sería tonto pensar que aquel estereotipo sobre el robo como móvil supremo del asesinato ya pasó. Está latente y volverá en cualquier momento, ante el primer caso resonante capaz de mover las emociones por encima de la media.
Pero también sería necio ignorar una evidencia de las grandes manifestaciones físicas y virtuales del 3 de junio en comparación con cualquier otra marcha relacionada con la vida y la muerte. La evidencia es que el número de participantes y el nivel de compromiso parecieron superiores a las marchas que desató en 2004, hace ya 11 años, el furor punitivo tras el asesinato de Axel Blumberg.
Como sucedió con otras manifestaciones –las cacerolas del 2001, por ejemplo– los motivos del 3J fueron transversales a los partidos e incluso peculiares según cada quien. El #NiUnaMenos pudo ser un grito contra los homicidios, una reafirmación del derecho a decidir qué sí y qué no, un aviso de que el cuerpo femenino es tan soberano que sólo su dueña debe tomar la decisión de parir o abortar y hasta un reclamo de cuidado estatal o masculino contra la violencia. Sí, todo era posible. Hasta la señora de unos 50 años que decía frente al Congreso: “Reclamo a la Presidenta y a los hombres que nos protejan”.
A diferencia del 2001 las manifestaciones no se produjeron en medio de una crisis política. Tampoco en medio de una presidencia débil –nadie le hubiera reclamado nada a Fernando de la Rúa– ni de un vacío político. Dirigentes y dirigentas participaron incluso con banderas sin que nadie considerase antinatural una pancarta entre tanta gente.
La participación de agrupaciones oficialistas podría verse como una picardía. ¿Por qué privarse de un baño de multitudes?
También podría ser criticada con esta línea de razonamiento: el Estado tiene que resolver y gestionar, no protestar.
Sin embargo, otros enfoques son posibles.
Uno: el oficialismo es suficientemente diverso como para albergar distintas visiones culturales y distintos proyectos tanto sobre el aborto como sobre la pena, sobre los movimientos feministas y sobre la gestión misma.
Segundo enfoque: al Gobierno le va mejor cuando acepta la interpelación social y, sin obsesionarse por cooptarla o por doblar la apuesta, como sucedió en Gualeguaychú con la rebeldía antipasteras, dialoga con ella. El costo político de la crítica es menor al que se paga por la indiferencia o la confrontación cuando del otro lado, además, un movimiento no confronta directamente contra el Gobierno. Aunque pueda pelear de modo indirecto. O aunque una parte de ese movimiento responsabilice por los crímenes o por la falta de política contra las muertes por aborto al Poder Ejecutivo. Parte de los y las manifestantes del 3J pudo haber estado presente en el 18F, antes, en esa marcha encabezada por los fiscales que no habían trabajado de tales en homenaje a otro que tampoco se esforzó demasiado. Pero la marcha del 3J no fue la del 18F ni por tono ni por heterogeneidad ni por objetivos.
Como todo fenómeno social, la gran movilización por #NiUnaMenos destilará en caminos diferentes.
Por lo pronto, permitirá pensar qué puede hacer el Estado desde sus tres poderes y la sociedad entera para evitar no sólo la peor consecuencia del ataque a una mujer –su muerte–, sino los infinitos matices de degradación que no llegan al asesinato. Desde ese punto de vista las marchas fueron un triunfo de los movimientos feministas y permiten comprobar algo que la investigación académica viene sosteniendo: que ya no puede hablarse de feminismo, sino de feminismos. En un encuentro de la Universidad de San Martín recogido por un documental de Clacso TV (el link es http://bit.ly/1KMydcb) la argentina Mónica Tarducci recomendó “vigilar para que todas las instituciones sean más igualitarias, y eso es un control muy importante que tenemos que ejercer las feministas, porque así como nos falta una ley de aborto nos falta también que se cumplan leyes que son muy buenas como la de violencia, y además los médicos por ejemplo siguen maltratando a las mujeres en los partos con una actitud machista”. Tarducci, que enarboló la consigna “¡Laicismo ya!”, cargó las tintas contra la Iglesia Católica y contra “el miedo que le tienen los políticos a la Iglesia Católica”.
La colombiana Diana Gómez Correal dijo que empezó a militar en el feminismo a partir de las mujeres que eran víctimas o familiares de víctimas de la masacre. “El hecho de ser mujer en Colombia, en un país que ha estado cruzado por la violencia estructural permanente, ha hecho que las mujeres vivan esa violencia de una manera específica”, dijo. “La más conocida, como en otros contextos de guerra, es la violencia sexual, una violencia sexual exacerbada que han practicado los distintos actores armados: el cuerpo de la mujer como un botín de guerra.”
La boliviana Katia Uriona pidió edificar las relaciones de poder “como la única forma de construir sociedades en igualdad y democracias donde hombres y mujeres no estemos mediados por relaciones de opresión, de subordinación y de pobreza, que son rasgos estructurales de la mayoría de las mujeres”.
Alicia Esquivel, afrodescendiente uruguaya, opinó que sus compañeras feministas deberían comprender más a fondo por qué deben articular las reivindicaciones antirracistas con las antisexistas.
La argentina Ana Laura Rodríguez Gustá dijo que efectivamente existen “los feminismos afro, los feminismos indígenas, los feminismos de mujeres de clase media o los feminismos vinculados con las reivindicaciones de la disidencia sexual”. Pero afirmó que “lo central tiene que ver con lograr una redistribución mucho más horizontal de las relaciones de poder”. Según ella en eso consiste el feminismo en general. Y agregó: “Los feminismos pueden dialogar con otras agendas transformadoras como por ejemplo la agenda de la izquierda que muchas veces, cuando sólo insiste en la clase, olvida que en realidad las relaciones de género hacen a la reproducción jerárquica de las clases y son constitutivas de esas reproducciones jerárquicas”.
Si esa forma de pensamiento fuera asumida por una mayoría, de ahora en adelante deberían ir apareciendo también, con la misma intensidad que el 3J, otras temáticas y otras víctimas. Por caso, la creciente ola latinoamericana de asesinatos de jóvenes, pobres y no blancos. O la todavía muy poco visible masividad del maltrato casero a chicos y chicas, chiquitos y adolescentes, a veces también letal. Son temas y víctimas que no llegan a ser parte de la agenda pública. En parte porque no hay un sujeto que enarbole sus reivindicaciones. En buena medida porque todavía no encarnó como un gran problema social la trama que describieron con precisión un sociólogo y una maestra, Javier Auyero y María Fernanda Berti, en su libro La violencia en los márgenes. Auyero y Berti narraron el carácter “aprendido” que puede tener la violencia, “carácter central a la hora de entender su normalización”. Analizaron la presencia intermitente y selectiva del Estado en la zona bajo investigación, Ingeniero Budge. Contaron cómo los más desprotegidos a veces pueden terminar participando involuntariamente de formas de control. “Cuando reconstruimos la historia de una pelea doméstica y descubrimos que ésta se generó a partir de una disputa por drogas, o cuando inspeccionamos un caso de violencia colectiva y vislumbramos que fue una respuesta a un intento de violación, las ‘anécdotas’ nos alertan sobre la posible existencia de formas encadenadas de violencia”, escribieron también.
La enorme diversidad del #NiUnaMenos reflejó algunos eslabones de esa cadena violenta. Es una gran victoria y, a la vez, puede convertirse en la base para un desafío que sin duda excede al 3J: hay mucho que hacer para identificar el encadenamiento. Y más que hacer, aún, para desarmarlo.
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