Viernes, 10 de marzo de 2006 | Hoy
Los cursos de quechua, guaraní y mapuche comenzarán a fines de marzo en el Centro Universitario de Idiomas de la UBA. Los docentes son miembros de las comunidades. Las clases están destinadas a la comunidad en general y a los descendientes de aborígenes que quieran recuperar su idioma.
“Una cultura sin voz, sin lengua, es una cultura destinada a desaparecer”, dice Carmelo Sardinas Ullpu, dejando ver los motivos que lo mueven a evitar que se extingan las voces en quechua. Es que será, junto a otros dos profesores, uno de los encargados de enseñar las lenguas de los pueblos originarios, por primera vez en el marco del Centro Universitario de Idiomas (CUI) de la UBA. La tarea se propone remontar una historia de siglos cargada de prohibiciones y represión, para recuperar una versión anterior, una cultura ancestral que aún es parte de la vida de millones de personas de América latina.
La lucha por la recuperación es compleja y debe enfrentarse a cuestiones tan fundamentales como las divergencias en torno del mismo nombre de la lengua. Carmelo señala que él enseña runasimi, “el mal llamado quechua”. El error surgió en el siglo XVII, con el primer diccionario de ese idioma elaborado por un español que “no sabía pronunciar bien”. Para quienes conocen las palabras originarias, la diferencia es notable: mientras que runasimi significa voz de la gente, quechua sirve para hablar de un valle templado.
Sin embargo, la visión occidental prevalece sobre la del pueblo en el que surgió la lengua. “En el último Congreso Internacional de Runasimi encontramos a un hombre de 89 años que, a pesar de pertenecer a una familia de 160 personas, es el único de ese grupo familiar que conserva la lengua”, se lamenta.
El runasimi es hablado en América del Sur “por unos 18 millones de personas”, indica Carmelo. “Se habla desde el sur de Colombia y de Ecuador, pasando por parte de la Amazonia, todo Perú y Bolivia, el norte de Chile y las regiones del Noroeste y Cuyo en la Argentina”, enumera. Los datos certeros resultan escurridizos, pero en todo el país se estiman en más de medio millón los hablantes. Las cuentas incluyen a quienes hablan una variedad que se concentra en Santiago del Estero y a quienes trajeron la variante cuzqueña desde Bolivia.
El Programa de Lenguas Originarias, desarrollado en la Facultad de Agronomía de la UBA, también incluye el guaraní y el mapugudum o idioma mapuche. “El proyecto coincide con un momento en América latina en el que hay un rescate importante de las culturas de los pueblos originarios. Y nosotros buscamos que los cursos se transformen en un lugar de encuentro para trabajar con los representantes de las comunidades indígenas”, explica Roberto Villarruel, director del CUI. Incluso, la idea de los organizadores es en el futuro ampliar la oferta de lenguas, agregando toba, wichí y aymara.
“El guaraní es una lengua en constante crecimiento, cada vez tiene más hablantes”, se alegra Ignacio Báez Benítez, que escribe poesía en ese idioma porque “tiene una gran espiritualidad”. Cuenta que Báez es el apellido de su madre, lo lleva porque luego de la guerra de la Triple Alianza, en 1870, la población masculina de Paraguay quedó diezmada, causando que muchas familias quedaran encabezadas por mujeres que les daban el apellido a sus hijos. “El 7 de marzo de 1870, por una orden de Sarmiento se prohibió el guaraní no sólo en Paraguay, sino también en los lugares de la Argentina donde se hablaba. Recién en 1992, 122 años después, se volvió a reconocer como lengua oficial en una Asamblea Constituyente”, comenta. Por eso, para algunos ancianos de la comunidad el guaraní debía ser “un secreto”. En cambio, “ahora uno escucha radios de La Matanza y hay correntinos y paraguayos disputándose los espacios para hablar guaraní”, describe.
Un idioma implica toda una cosmovisión, una forma particular de percibir la realidad. De allí que para enseñar las lenguas originarias se vuelve necesario transmitir la cultura del pueblo que las generó. “En las clases se va haciendo un recorrido por nuestra cultura y por nuestra historia. Y ahí los alumnos se encuentran con conflictos entre las enseñanzas occidentales y sus raíces. Es que nuestra mente es como la tierra que se cultiva: el que siembra primero obtiene los mejores frutos. Pero luego de las primeras clases los estudiantes hacen el click”, relata.
Los cursos comenzarán en la última semana de marzo. “Esperamos atraer a la comunidad en general, a docentes y a integrantes de los pueblos originarios que quieran recuperar su lengua”, señala Fernando Vilella, decano de Agronomía.
“Queremos construir desde el respeto entre las culturas. Sabemos que somos diferentes, ni mejores ni peores. Y tenemos mucho que aprender unos de otros –sostiene Carmelo–. No hay que buscar culpables por la historia pasada, sino que tenemos que construir juntos.”
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