SOCIEDAD › LA VIDA COTIDIANA DE LA ANTARTIDA

El monopolio del blanco

El viento que impide caminar. La cocina como secreto para evitar bajones anímicos. La escuela, las tareas, las diversiones.

Desde la Base Marambio

Su silbido se escucha desde todas partes. La intensidad de su sonido sube y baja en una sucesión constante aunque sin sentido. Paredes y vidrios tiemblan ante su fuerza y, cada tanto, el ruido de algo que se golpea o se rompe acompaña el final de uno de sus picos. El viento, de él se trata, hace aún más frío al frío de la Antártida, y por eso es una de las características que mejor la describen. No sólo por lo curioso que tiene como fenómeno climático, sino porque buena parte de la vida diaria en las bases del continente blanco pende del hilo de sus caprichos: si sopla a una velocidad mayor a los 80 kilómetros por hora, quedan suspendidos todos los trabajos y las actividades que se realizan al aire libre, se restringe al mínimo la salida de las edificaciones, se suspenden las clases en la escuela, y se pierde la señal de televisión.

Entonces, lo cotidiano queda limitado a lo que pueda ocurrir bajo techo. Pero para ésa, como para muchas otras situaciones que en cualquier otra parte serían extrañas y aquí son frecuentes, existen planes, previsiones. Marcelo Jacob es el maestro de los últimos tres años de la escuela primaria de la Base Esperanza y en medio de un recreo cuenta que “cuando el viento alcanza esas velocidades, ya está estipulado que los chicos no tienen que venir a clases”. No obstante, las ráfagas no son el camino al ocio para los estudiantes antárticos. “Esos días, nosotros les pasamos por teléfono las tareas a los alumnos, y las controlamos cuando el clima mejora y pueden volver a cursar”, completa Jacob, mientras su esposa y también maestra, Carina Franco, le da la merienda a la reducida población del establecimiento, que no llega a la decena.

Aunque en Esperanza la distancia que separa la escuela de los hogares de los chicos no supera en ningún caso los cien metros, la técnica se realiza por vía telefónica para que nadie deba enfrentarse cara a cara a ese aire a gran velocidad. De todas formas, más de una vez el clima cambiante del continente blanco les jugó una mala pasada a docentes y aprendices, y el temporal comenzó con ellos ya en clase. “Varias veces la nieve arrastrada tapó la puerta principal, y tuvimos que salir por la sustituta que tienen todas las construcciones aquí. En esos casos se llama a los padres para que nos ayuden a llevar a todos hasta sus viviendas sanos y salvos”, relata Franco. Muchos aspectos de la vida deben estar estipulados de antemano.

Sin embargo, pese a los mecanismos previstos para paliar sus efectos, el viento provoca algunos que son inevitables, como la inactividad y el incremento en la sensación de aislamiento, que muchas veces se traducen en una baja en el ánimo de la dotación. Allí es donde aparece, aunque suene sorprendente, la importancia de la comida. Todos coinciden en que, tal como si se tratara de un batallón en campaña, la calidad de la cocina puede hacer la diferencia entre una población alegre y una deprimida. En un contexto de convivencia inevitable de personas en espacios limitados, esa distinción puede ser crucial a la hora de lograr los objetivos de cada campaña.

“Acá se le da una importancia muy grande a la cocina, por eso con cada recambio de dotación se trae mucha y muy variada mercadería. Aunque suene extraño, que la comida sea buena es uno de los pilares de la convivencia en la Antártida”, señala Pablo Cañete, jefe de Logística de Esperanza. Y coinciden en el apoyo a esa afirmación los cocineros de esa base, Damián Baretta y Facundo Benítez: “Por eso nosotros, si bien hay un cronograma estipulado de platos, tratamos de introducirle siempre detalles nuevos, para que la gente se encuentre con una sorpresa y no sienta que come todas las semanas lo mismo”.

En Marambio, la otra base grande de la Antártida Argentina, el chef Ernesto Zamora, conocido entre los pobladores como Tito, agrega que “desde la cocina hay que mantener alta la moral de la gente, siempre a través de la buena cara y la buena comida”. Según su opinión, el desafío adicional de cocinar aquí es que “se debe intentar conformar a todos, entonces no es tanto cuestión de lucimiento personal sino de pensar en lo que va a adecuarse al gusto de todos, o por lo menos de la gran mayoría”.

Las bases Esperanza y Marambio están ubicadas en la península antártica argentina, a una distancia de algo más de 100 kilómetros, y son las dos más importantes del ámbito nacional. Ambas aparecen, de un naranja radiante, en medio del monopolio del blanco. Desafían el reinado absoluto de ese color, que todos los inviernos derrota hasta a la resistencia de los azules del mar y los tapa con una manta de hielo. Mientras Esperanza está a cargo del Ejército, la Fuerza Aérea tiene bajo su órbita a Marambio. Aunque con varios matices, lo extremo del gélido continente hace que las vivencias cotidianas en una y otra sean bastante similares. En ambas se impone un clima muy lejano a lo benévolo.

En líneas generales, la organización del trabajo es la misma; cada integrante de la dotación tiene un puesto acorde con su especialidad: desde informática hasta medicina, pasando por mecánica de motores. Pero además están las tareas generales, compartidas por todos, que básicamente son: la limpieza de la base, el lavado de la ropa, y el control de los generadores de energía. Para ellas, existe un organigrama en el que se designa quién tiene que hacer cada tarea según el día. Así, no es nada extraño encontrarse a una de las autoridades de base sirviéndole la mesa a cualquiera de sus subordinados. Algo impensable en cualquier otro espacio de las Fuerzas Armadas.

“El trabajo acá es otro de los elementos fundamentales para evitar los bajones en la gente. Con él, todos mantenemos ocupadas nuestras mentes, y de esa forma el tiempo pasa más rápido. Así, hay menos espacio para estar pensando en cuánto extrañamos a la familia y los amigos. Además, cuando cada uno puede realizar su labor, hay menos conflictos”, explica Abel Colman, jefe de la Base Marambio.

No hay mayores dificultades para encontrar ocupación, ya que la Antártida es un lugar muy hermoso pero también pésimo anfitrión. En realidad, el humano es el que invade un hábitat que no le es propio, y por lo tanto la vida aquí conlleva todas las dificultades que eso representa. Tal vez el más notorio de los ejemplos de esa situación sea el del agua: durante el otoño y el invierno, naturalmente todo lo que sea líquido y esté a la intemperie, se transforma en sólido, se congela. “Durante el verano podemos consumir el agua de una especie de laguna que se forma por deshielo a pocos metros de la base, pero cuando las temperaturas empiezan a bajar, eso queda totalmente congelado”, explica el capitán Leonel Ameli, mientras señala un espacio semicircular con mucho más aspecto de pista de patinaje que de espejo de agua.

Como consecuencia de esa situación, las bases deben fabricar su propia agua. ¿Cómo? Juntando nieve del exterior y derritiéndola en inmensos tambores expuestos a altas temperaturas. Luego de ese primer paso, el líquido resultante pasa por varios filtros que lo limpian del barro con el que llega la nieve, y las cañerías lo distribuyen a toda la instalación.

Pero esa agua todavía no es apta para el consumo. Por eso una parte de lo producido se redirecciona hacia una planta potabilizadora ubicada cerca de la cocina, de donde sale el agua que sí puede tomar la población. El proceso se realiza varias veces por semana, y requiere un gran esfuerzo, reflejado en los carteles que en baños y cocina ruegan a los usuarios no “derrochar” el agua, ya que “hay camaradas que se encargan de hacerla”.

Como en cualquier sociedad –y éstas, aunque en escala mínima, lo son– no todo son obligaciones. Ante la dificultad de las actividades al aire libre, las bases están equipadas para que la diversión se pueda desarrollar, en los momentos de ocio, bajo techo. Eso incluye pool, metegol y mesa de ping pong para los que disfrutan de las actividades en conjunto, las más alentadas en el ambiente antártico. También computadoras con Internet, ideal tanto para los menos sociales como para las comunicaciones “con el continente”, como se refieren los antárticos a las llamadas telefónicas y el chat hacia el resto de la Argentina.

Así, todas las noches, después de la cena, no son pocos los que se juntan alrededor de los juegos, para arriesgar el honor en desafíos o bien ir entrenando para los eventos mayores: los torneos. Aproximadamente una vez por mes, se realizan en las bases certámenes de cada especialidad. De esa forma, cada fin de semana, el casino –lugar donde se ubican las “canchas”, que nada tiene que ver con ruletas ni Black Jack– toma un ambiente particular. Más deportivo cuando se trata de la competencia de tenis de mesa, más de bar cuando los partidos por los porotos son de pool o truco.

Existe una tradición muy respetada: la cena conjunta todos los sábados a la noche, para alentar la socialización y la distensión. Ese día y a esa hora, todos dejan de lado sus quehaceres y se juntan en el comedor, para disfrutar de los manjares que salen de la cocina. “A la noche de los sábados no falta nadie. Es el momento de la charla tranquila, de contarse las novedades de la semana y divertirse un rato”, señala Sergio Pietrafesa, jefe de la Base Esperanza, mientras a sus espaldas, un joven integrante de la dotación mide su próximo tiro con el taco de pool.

Informe: Eugenio Martínez Ruhl.

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