Domingo, 12 de agosto de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › QUIENES SON Y QUE DICEN LOS QUE SE ADHIEREN AL PLAN DE DESARME
Casi todos son mayores, la mayoría, mujeres. Llegan desde temprano al Renar para entregar el o las armas que tenían en su casa. Muchos las compraron imbuidos en el discurso de la inseguridad. Otros las heredaron de algún familiar. Hay quienes llevan de a decenas. Y hubo casos de armas de guerra. Aquí, la crónica de un día en la fila de quienes se convencieron de que tener un arma es tener un problema.
Por Carlos Rodríguez
La mujer, de unos 60 años, tiene un rostro apacible y modales delicados. No bien se sienta frente al empleado del Registro Nacional de Armas (Renar), le advierte sin denotar sobresalto alguno: “Tené cuidado, querido, porque está cargada. Tiene puesto el seguro, pero por las dudas...”. El arma, entregada en forma voluntaria, es una pistola calibre 40, de apariencia temible, sobre todo para neófitos y pacifistas. “Traje dos escopetas y una carabina. Las compré hace años, en los setenta, cuando me mudé a la provincia de Tucumán. Allá las usaba para cazar. Para cazar animales, no personas, aunque eran años de mucha bala.” Antonio es un hombre de unos 60 años, pelado y con boina vasca de color negro. Conversa con Juan Carlos, un poco más joven, que lleva en una caja “dos revólveres calibre 22 que eran de mi viejo y un pistolón con dos gatillos que es una reliquia. Era de mi bisabuelo. Mi mujer no quiere saber nada con las armas y por eso vine, aprovechando que es anónimo, porque no teníamos los papeles de ninguna de ellas. Igual, ninguna funciona. No sirven ni para tirárselas por la cabeza a los ladrones”.
Página/12, de incógnito, sumando dos ridículos “matagatos” calibre 22 a la campaña oficial de entrega voluntaria de armas de fuego y municiones, estuvo más de tres horas en la cola de la sede central del Renar, en Bartolomé Mitre 1465, escuchando historias de gente armada hasta los dientes que ahora quiere cambiar de vida y sacarse “un peso de encima”. Eso lo dice Matilde, 48 años, que heredó una pistola calibre 9 milímetros de su esposo, que falleció hace dos años. “Ahora vivo en el centro, cerca de Congreso, pero antes estábamos en la zona de Ezeiza y mi marido tenía miedo por los robos. Nunca usamos la pistola, por suerte, pero tengo hijos adolescentes y ahora que estoy sola, me da mucho miedo de que caiga en manos de ellos.” Matilde comparte el asiento con Susana, que tiene una historia similar. “El que la tenía en casa era mi padre, que ahora está muy viejito y ya ni se acuerda de nada. Con mi mamá se la escondimos y ahora la vendemos. Somos de Morón y hay muchos robos, pero el arma es un dolor de cabeza. Yo no podría ni agarrarla.”
Cerca de ellas hay cinco hombres que están en otra historia: hablan de cacerías y de armas como expertos y todo parece confirmar que lo son. El grupo es ruidoso, alegre, y todos relatan supuestas hazañas en safaris realizados en Merlo, San Luis, y hasta en el Amazonas. El jolgorio contrasta con el silencio que envuelve a un señor voluminoso, de pelo corto y gesto duro, que está sentado cerca de ellos, en uno de los largos bancos de madera de la sala de espera, en la planta baja. Lleva un bulto importante, armas largas, tres o cuatro, envueltas con bolsas de residuos para consorcios y sujetas por una gruesa cuerda de plástico. Las armas están como amordazadas. Eso no ocurre con la lengua de una mujer –una Heidi en edad adulta– que está sentada a su lado y que repetidas veces lo mira sonriente, sin recibir nada a cambio. Ella, por fin, se decide a desnudar lo que la intriga: “¡Qué grande el paquete de armas que trajo usted!”, exclama. “Son armas”, responde el grandote y vuelve a meterse en su cono de silencio. Su cara es un Magnum 357 a punto de disparar. La Heidi cuarentona cierra la boca con doble candado.
–O nos atendés con esmero y cortesía o tomamos el edificio a punta de escopeta.
Un señor bajito, de barriga prominente y pelo cano, amenaza en broma al empleado del Renar que reparte números para los que vienen en plan de rendición incondicional. De 600 personas por día en todo el país, en los primeros días de la campaña que el viernes cumplió un mes, se pasó a 1200 por jornada en las últimas dos semanas. En Necochea, en cuatro días, se reunieron 460 armas, mientras que en el mismo lapso, en Olavarría, una unidad móvil colectó 643, lo que hace pensar que en las zonas rurales la campaña va a ser un boom. O un bang.
–Me la cuida un rato. Mientras espero el turno voy a actualizar la tenencia de otras dos armas.
Un hombre vestido de negro, con anteojos oscuros, deja una pistola 45 en la mesa de entradas. La saca del bolso, desnuda, negra, y algunos la miran como si fuera un Stradivarius. La va a devolver porque “ya está viejita y es hora de renovarla”, le explica al empleado. Igual le quedan reservas de fuego, en la casa, por las dudas. “Siempre tuve armas y voy a seguir teniéndolas”, es el comentario, seco, sin abundar en la explicación, que brinda el hombre de negro, un poco más tarde, a un compañero de espera.
Cerca de 160 personas, por día, se presentan en la sede del Renar. El miércoles pasado se llegó al pico: fueron 185. Van entrando en tandas de a veinte. La atención al público es de 8 a 16, pero los números para el día se dejan de repartir a las 12. “Hay que poner un límite porque viene mucha gente”, explica el que distribuye los turnos. “Y traen de todo, desde pistolas calibre 22 hasta cañones”, exagera.
Los tenedores legales de armas son hombres, en su inmensa mayoría (ver aparte), pero la estadística indica que las mujeres lideran las cifras a la hora de la devolución. “Sí, casi todas son mujeres, aunque hoy tenemos a muchos hombres”, confirmó a este diario el empleado del Renar. Muchos llevan armas modestas o moderadas, calibres 22, 32 o 38. Otros llegan con armas de guerra y algunas veces, en cantidad. El pico lo marcó una mujer, viuda de un coleccionista, que apareció con una enorme caja donde había 30 armas de las que se quería deshacer. Ante esa situación, el Renar resolvió “para agilizar la atención al público” que por persona y por día, se pueden recibir, como máximo, diez armas. “Si tienen más, tendrán que venir otro día. No hay límite para la cantidad, pero no se puede superar el límite de diez armas por cada vez”, explica una fuente del organismo.
Desde que empezó la campaña, el 10 de julio, los números han ido siempre en alza. “En los últimos tres días vinieron alrededor de 180 personas cada día y el total de armas entregadas, cada vez, fue de alrededor de 500, sólo en la sede central del Renar.” Voceros del Ministerio del Interior comentaron que “es probable que algunas armerías hayan aprovechado la oportunidad para deshacerse de armas que ya no estaban a la venta porque estaban desactualizadas o porque no funcionaban”. Muchos de los que hacían la cola, el miércoles pasado, comentaban entre ellos que traían armas por las cuales las armerías no tenían ningún interés.
“Traje dos escopetas y tres carabinas que no funcionan bien. Antes pasé por varias armerías, pero me pedían mucho dinero por el arreglo y poca plata para comprarlas. Acá me pareció más seguro y mejor, porque tampoco quiero regalarle un arma buena, fiel, a un armero que me tira dos pesos y después la va a vender una fortuna. Prefiero que la destruyan”, comentaba Juan Manuel, que ya no quiere ser un hombre de armas llevar. “En estos tiempos, es un peligro andar armado”, comenta.
Algunos de los “especialistas” venden sus armas antiguas para reunir dinero y renovar su stock. “Ayer pregunté por una Taurus 9 milímetros. Una belleza, pero el precio no baja de los 600 o 700 dólares”, dice un hombre rubio que llega acompañado por un amigo. Los dos llevan armas largas y cortas para entregar en forma voluntaria. El acompañante también demuestra saber del tema: “A mí me ofrecieron una Buckmark, para tiro deportivo, a 400 dólares. En Miranda (una armería famosa) está a 700 dólares. Si junto la plata, me la compro, es una ganga”. De todos modos, la inmensa mayoría de los que adhirieron al plan oficial, impulsado por un colectivo de organizaciones no gubernamentales, quiere sacarse las armas de encima.
“El plan es importante, aunque haya gente que esté dispuesta a seguir teniendo armas en su casa. Es importante porque ha tenido una gran adhesión y porque puso el tema sobre el tapete”, opina Darío Kosovsky, del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales, que viene bregando para alentar el desarme de la sociedad civil. “Tenemos que conseguir un cambio cultural, para poder pasar del ciudadano sheriff a una ciudadanía más comunitaria, menos individualista, que deje de ver al otro como a un enemigo. Para lograrlo, será necesaria una política de control integral de las armas y que el actual programa sea descentralizado.” En la actualidad, el Renar cuenta con doce bocas de recepción, en todo el país. Kosovsky sostiene que “hay que invitar a los municipios para que adhieran. Ahora contamos con un puesto móvil que se va moviendo según los requerimientos municipales. En Olavarría fue un éxito y ahora lo van a llevar a Tres Arroyos, pero es necesario que los intendentes lo pidan porque la descentralización de la campaña es fundamental”.
En la sede del Renar, después de la larga espera, el cronista de Página/12 se rindió y les dijo adiós a las armas. A cambio recibió dos cheques de 100 pesos cada uno, por un revólver con sistema de disparo de acción doble, marca Italo G.R.A., y otro igual, marca Pasper. Eso, más 1,80 por 36 municiones calibre 22. Armas paupérrimas frente a las 9 milímetros, carabinas o escopetas reunidas en las mesas de recepción del tercer piso. En la retirada, por escalera, una pareja bajaba discutiendo casi a los gritos por vaya a saberse qué problema conyugal. Por suerte, ya habían entregado las armas.
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