Domingo, 15 de febrero de 2009 | Hoy
Catherine Mohr se presentó haciendo una brevísima historia de la cirugía. Mostró calaveras de humanos que vivieron entre 5 mil y 10 mil años atrás, con trepanaciones que sugieren que “algún tipo de operaciones” se hacían en aquella época. Pero en general los cirujanos eran percibidos como “carniceros”. Era obvio que tenían que hacer las operaciones con consentimiento mutuo del paciente. Y hacerlas lo más brevemente posible. Es más, al cirujano se le pedía un poco de misericordia. Por ejemplo, sacar una piedra en la vesícula llevaba aproximadamente dos minutos, porque sin anestesia el procedimiento era penoso, dolorosísimo.
La aparición de la anestesia modificó una gran parte, y para ponerlo en una palabra, trajo alivio. Los médicos tenían más tiempo para explorar y practicar, porque los pacientes no sentían nada. Fue una revolución en la historia de la cirugía. De todas formas, la frustración se generaba porque muchísimos pacientes no sentían nada durante las operaciones, pero se morían por las infecciones posteriores. Allí fue donde los médicos entendieron que era tan importante lavarse las manos “antes” como “después” de la operación.
Luego, la próxima etapa. Las operaciones no eran más dolorosas, los pacientes no se morían por las infecciones posteriores, pero la calidad de vida se modificaba sustancialmente. Y allí llegó la ambición. Por eso, aparecieron nuevas metodologías, como la laparoscopía, que permite hacer menos incisiones, de menor tamaño y la invasión al cuerpo es cada vez menor. Con todo, la técnica que se necesita para operar en esas condiciones requirió que los cirujanos tuvieran que re-entrenarse, o entrenarse para usar nueva aparatología. Pero las operaciones con laparoscopía tienen una desventaja particular: el médico pierde su visión tridimensional. Ve de acuerdo con lo que mira en un monitor en dos dimensiones. Amén de que manejar esa tecnología implica algo así como mover la parte de atrás de un acoplado, en donde el mundo se invierte. Y encima, uno sabe que está operando a un paciente, en donde el margen de error es ínfimo.
Y entonces, llega el mundo de la robótica más sofisticada. Aumenta la destreza del cirujano y empiezan la innovación.
Mohr mostró una máquina para operar, la Da Vinci, que todavía no está aprobada para ser utilizada en operaciones reales, pero de acuerdo con lo que dijo en su exposición sólo faltan detalles. Mostró videos increíbles. Con sólo una incisión en el cuerpo del paciente, se introduce un pequeñísimo tubo. Este tubo, al llegar al centro de operaciones (imagínelo como un tubo con pasta dentífrica), expele un grupo de instrumentos que se despliega como si fuera una cortaplumas multiuso. Aparecen cámaras, luces, bisturíes, tijeritas, que le permiten al cirujano, a través de estos robots, llegar a lugares en donde los ojos y las manos no pueden acceder. Ahora parece todo más simple. Y los marcadores que tiñen los tejidos permiten entender dónde “cortar”, ver los bordes de la zona afectada, y en definitiva lograr un resultado eficiente y preciso.
La cirugía moderna apunta hacia allá. Y el futuro llegará inexorablemente con la proliferación de estos aparatos, que –dicho sea de paso– permiten operar a distancia, de manera tal que con los instrumentos en una parte del mundo y cirujanos en otra, la operación puede realizarse como si estuvieran todos en el mismo lugar. La idea es dejar todo lo más INTACTO posible.
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