Una planta criada en la intimidad de un hogar, al amparo de una mirada generalmente dedicada con exclusividad a registrar sus vueltas, necesidades y logros, definitivamente no demanda lo mismo que una de sus hermanas de invernáculo. Si en un pasado no tan remoto hablar de orquídeas de invernadero era mentar un mundo de lujos e intensas frivolidades de alto vuelo, posiblemente fuera por esto: la orquídea, así como se las puede arreglar para sobrevivir a su aire (literalmente hablando, como en el caso de las epífitas, que viven sin tierra, apenas aferradas a un tronco y rescatando la humedad del ambiente), puede requerir una mirada cercana constante.

Los nombres suenan a ciencia antigua antes que a pétalos de colores irreales, pero no por eso dejan de resultar mágicos: odontioda, lycaste, laelia, miltonia, dendrobium, coleogyne, phalaenopsis, epidendrum, cattleya, cymbidium... De todas, las niñas mimadas de los Ogata son las cymbidum, pero eso no quiere decir que desprecien otras variedades, como las cattleyas y las phalaenopsis. Sólo se trata de ventajas y comparaciones: sus favoritas duran más cuando se trata de flores cortadas, pero también resultan más resistentes a la hora de evaluar las plantas.

En los invernaderos la convivencia parece pacífica y de resultados felices. Las orquídeas se riegan, por así decirlo, de manera personalizada: planta por planta. Insumirá tiempo, pero resulta favorable a su crecimiento por algo más que la adecuación de agua a sus necesidades, y es que quien riega también puede observar día a día sus avances, sus necesidades puntuales, y eventualmente la presencia de alguna patología vegetal. Las plantas están en macetas, las macetas están sobre mesas que además las separan del piso; sólo así se favorece el drenaje de agua y se facilita el movimiento del aire a su alrededor y en la zona de sus raíces.