SOCIEDAD › OPINIóN

La bronca y las reglas

 Por Mario Wainfeld

En teoría, todo es sencillo. La responsabilidad penal se mide con parámetros rigurosos. La ley tutela al acusado con el principio in dubio pro reo y con la presunción de inocencia. La sanción exige pruebas certeras y depende en parte del daño causado, en parte de la conducta del acusado. Se pune con más dureza la intención de delinquir (dolo) que la negligencia (“culpa”), así terminen en el mismo resultado. La condena cuando media culpa será menor que cuando hubo dolo. El dolo, por lo general, no se presume.

La responsabilidad política es más bien “objetiva”. Los resultados signan la valoración de los gobernantes, más que sus afanes o aun que sus posibilidades. El enorme historiador Eric Hobsbawm satiriza diciendo que los mandatarios no pueden dejar de hacerse cargo de hechos que no han causado y que a menudo no pueden evitar.

En la verde realidad, las cosas son más intrincadas. La esfera judicial se politiza. Su rigor es asediado por las demandas de la opinión pública, exacerbadas por las simplificaciones de los medios. La movilización de los damnificados condiciona la conciencia y el inconsciente de los magistrados. La “voz de la calle” (y el megáfono periodístico) jaquean la presunción de inocencia, hacen tabla rasa con la proporcionalidad de las penas. El linchamiento acecha. La vindicta pública clama por condenas siderales, no fundadas en un sistema penal equilibrado (que las jerarquiza), sino proporcionales al sufrimiento o a la “bronca” de las víctimas. “Bronca”, en jerga televisiva o radial, es la franquicia que faculta a ciertos ciudadanos para violar la ley (agrediendo a otros, destruyendo objetos aun del patrimonio público, desabasteciendo) cuando interpretan que algún poder estatal no cumplió con sus deberes.

La consigna difundida ayer por la señal de noticias TN, “194 muertos y ningún preso”, expresa la desmesura de la demanda de la “gente” o de quienes los interpretan o exacerban. Omite que hubo condenas altas, soslaya que es correcto limitar la prisión mientras no hay sentencia firme. Propone una ecuación falaz: la cantidad de víctimas presupone la de sanciones (y su talla). Las pruebas, las reglas del debido proceso, la preservación de los derechos de los reos se dejan al costado o son malas palabras. La expresión “garantismo”, que significa apego a la Constitución, ha devenido un insulto en el ágora audiovisual.

Dos blogs jurídicos valorables, Saber derecho y No hubo derecho, anticiparon (previamente al fallo) la perspectiva de esas exhortaciones insaciables. Se aconseja su lectura, en la premura del cierre que dificulta la cita precisa.

Vaya una salvedad. El cronista que ejerció un cuarto de siglo como abogado pero nunca como penalista, no se cree calificado para evaluar un fallo tan complejo como el dictado ayer. Su autolimitación contradice un sentido común extendido; en esta tierra cualquiera se pretende especialista, así sea un lego o forme su criterio en minutos, o cabalgando al galope sobre la “bronca de la gente”. Esta nota, pues, no evalúa la calidad del fallo, ni se pronuncia acerca de si fueron condenados todos los culpables probados. Pero sí señala un dato soslayado en demasiadas crónicas de ayer: por la tragedia de Cromañón hubo condenas enormes, en el área política y en la judicial.

La destitución de Aníbal Ibarra es una sanción fuerte, medida en términos comparativos. Hasta donde llega la información disponible para este escriba, no hay precedentes similares en el mundo, que se conozcan. No sucedió así en casos comparables como el shopping de Asunción de Paraguay, o el boliche de Rohde Island, ni en otras latitudes.

La pena impuesta a varios acusados, con Omar Chabán a la cabeza, fue muy superior a la que les hubiera cabido si hubieran sido homicidas dolosos primerizos... tampoco es irrisoria. Siempre dará esa impresión, si se la coteja con el sufrimiento de los sobrevivientes, pero esa equivalencia trasciende los márgenes del estado de derecho. O, mejor dicho, los vulnera.

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Demasiada muerte joven hubo en la Argentina, una tragedia con 194 víctimas fatales llevaba casi irremisiblemente (determinación política y no jurídica aunque se plasmara en tribunales) a que rodaran “siquiera” algunas cabezas. El clamor público ocupa el ágora, impone sus propios códigos.

Los familiares de las víctimas, evocando ritos de precursores ilustres, tienen voz y eminencia en este país. El fenómeno es, en sustancia, auspicioso. La razonabilidad con que se ejercita varía según los casos. Inigualable fue la ejemplaridad y productividad legal de la militancia de los organismos de derechos humanos o la de los padres del colegio Ecos. En otros casos, la rabia indujo a desbordes, a trances de descontrol. El dolor concede autoridad social, derecho a ser escuchado, a ser contenido y resarcido por el Estado (cuando cuadre), pero no confiere automática razón a los reclamos. Ni valida métodos contrarios a la ley.

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Cromañón, así tenía que ser, cambió la historia política argentina. La magnitud de la pérdida fue un factor; el otro, la movilización de los familiares y amigos de las víctimas fatales.

No fue un fenómeno aislado, se inscribió en un contexto histórico congruente. Durante el mandato de Néstor Kirchner se vivió una conversión de la protesta social: se desclasó. La movilización con impacto en la calle y los medios dejó de ser dominada por los invisibles, los desocupados, los más débiles de la cadena social. Las clases medias y altas capitalizaron la metodología. No se pueden dar datos certeros. Rosendo Fraga hizo algunas mediciones contando las acciones divulgadas en los medios: el resultado corrobora lo que decimos.

Si se mide en términos de poder, de aptitud para determinar respuestas del Gobierno o “hacer agenda”, no quedan dudas. Sectores medios y eventualmente altos capturaron una modalidad exitosa de movilización y fueron los grandes protagonistas de la toma del espacio público hasta hoy. Blumberg, los familiares y víctimas de Cromañón, los vecinalistas de Gualeguaychú, las corporaciones agropecuarias. Las “minorías intensas” con objetivos acotados se hicieron valer replicando los métodos inaugurados por gentes de estratos más bajos. Gozaron de ventajas comparativas: mayor solidaridad de los medios masivos dominantes, más capacidad de convocatoria a gente presentable, buenos oradores, redes sociales. Y también la condición de víctimas que, en el ágora argentina, otorga un piso de legitimidad social muy alto.

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Kirchner asumió de modo parecido la irrupción de Blumberg y la de las víctimas de Cromañón, sucedidas en 2004, cuando estaba en el cenit. Se retrajo un rato, se refugió en la Patagonia. Advirtió un riesgo, el del incontenible clamor de las calles que De la Rúa y Duhalde reprimieron con efusión de sangre, mezcla de barbarie y error que deseaba eludir. Luego se esmeró en contener las protestas, concederle, no topar de frente con los flamantes movimientos sociales, intransigentes y duros para negociar. Sus manejos fueron distintos para distintos interlocutores-antagonistas, pero con todos evitó confrontar. A Blumberg lo recibió con asiduidad, lo distinguió en el trato, diz que le financió la Fundación Axel, transigió en dictar una aberrante legislación penal casi de parado. León Arslanian trinaba ante ese trato eminente, que lo dejaba en el rol del funcionario malo. Kirchner porfiaba que el espíritu fascista que animaba no sería combatido de frente sino con una mezcla de concesiones y distracciones.

El gobierno nacional desplegó su proverbial hiperquinesis con los familiares y sobrevivientes de Cromañón. La ministra Alicia Kirchner los visitó a todos, en sus domicilios. Aníbal Fernández habilitó un encuentro semanal a agenda abierta, receptando sus demandas y tratando de canalizar su dolor y sus broncas. Ibarra no tuvo despliegue semejante y quedó muy distante de esa minoría portadora de dolor. De modo cuestionable, Kirchner mismo se plegó a los familiares cuando criticó a los camaristas Gustavo Bruzzone y María Laura Garrigós de Rébori por otorgar el beneficio de la libertad condicional a Omar Chabán. Se encarnizó con magistrados probos y bien calificados que dictaron una decisión opinable.

A los asambleístas entrerrianos el Gobierno prefirió conducirlos, haciéndose pie de sus reivindicaciones, sumando a una de sus referentes al Gabinete.

Con ninguna de esas minorías exigentes con poder de calle tuvo pleno éxito el kirchnerismo. Pero ninguna lo derrotó.

Otra fue la táctica, otro el resultado con la Mesa de Enlace.

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Ibarra pagó su falta de armado político, su pasividad para ponerle el cuerpo a la situación, su casi nula presencia en la Legislatura, la embestida del macrismo. Pero su defenestración no hubiera podido suceder sin un contexto cultural que la considerase viable o hasta necesaria. Lo arrastró la tremenda queja de los familiares que tuvieron que enterrar a sus hijos, contrariando la lógica de la naturaleza. Se truncó la proyección política del más importante gobernante “transversal” aliado al Gobierno. Fue un golpe letal a la hipótesis misma de la transversalidad.

¿Cuál hubiera sido el devenir de Ibarra si terminaba su mandato, así fuera de modo desabrido? Esa atonía no limitó a Fernando de la Rúa para llegar a la presidencia. Anodino también, sí que de derechas, Mauricio Macri preserva perdido virtualidad de presidenciable. Nadie puede certificar acerca del futuro que no fue, es verosímil suponer que pudo ser otro.

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Un caso con condenas de hasta 20 años y el derrocamiento de un aliado del oficialismo no puede cifrarse en la socorrida y pobre alusión a la impunidad. Cromañón fue en su génesis una metáfora de la Argentina. Algo semejante ocurrió en los abordajes mediáticos inmediatos de la sentencia de ayer: primitivos, iletrados, incitadores a la furia. Capusotto, al fin y al cabo, es un observador costumbrista.

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