SOCIEDAD › UNA FAMILIA QUE SE MUDO A EL TURBIO
Historia de pobladores
Mariano Marolt, 35 años, y Gabrielle Pitte, 33, un apellido de origen francés, componen un matrimonio con tres hijos rubios y bellos como ellos mismos. Los mayores tienen nombres mapuches: Auka Huala (Pato Rebelde) y Lahuan (alerce). Los Marolt llegaron a El Turbio hace seis años, luego de dejar su confortable vivienda en San Carlos de Bariloche. “Nuestro sueño era vivir en un lugar como éste. Un lugar donde es imposible llegar en auto”, define Gabrielle. “Nuestra forma de vida, en la teoría, mientras estábamos en Bariloche, era vivir así. Desde que estamos acá, no hacemos más que confirmarlo: es nuestro lugar”, confirma Mariano. Para venirse, los dos tuvieron que enfrentar el “no” y muchos “¿por qué tan lejos?” de los que se quedaron en la ciudad turística más popular de Río Negro. “Al principio no nos entendían, pero ahora nos apoyan”, afirma Gabrielle, que con un gesto parece relativizar sus dichos.
Los Marolt viven a “dos horas de caballo” de la escuela 186. Para completar el cuadro que llevó a sus padres a decirles que hacían “una locura”, la pareja y sus tres hijos viven en una casa que levantaron en un pedazo de terreno que “les prestó” Jorge Aguila, que según su documento tiene 65 años, pero le quitaron diez, porque lo anotaron una década después del año de su nacimiento. Aguila es conocido como Coco o Coquito y es un personaje singular. Su cabeza, llena de cabellos casi rojos y unas cejas impresionantes por lo tupidas, está a poco más de un metro del piso. Sobre su historia se tejen mil leyendas y no es para menos. Su sonrisa permanente, su voz que parece venir del bosque y su altura, claro, lo convierten en un personaje salido de los libros de cuentos infantiles.
En un lugar donde sobra lugar, los Marolt tienen una inesperada disputa territorial. El hijo de un viejo poblador de El Turbio que se había ido a la ciudad volvió y ocupó unos terrenos situados “a veinte metros” del sitio donde los oriundos de Bariloche levantaron su rancho. “Yo quiero que se corran, que se vayan más lejos, al final estamos como amontonados”, dicen los Marolt a dúo, como si la cercanía los asfixiara. Y lo peor es que en esta zona del mundo es impensable organizar una reunión de consorcio.