Viernes, 12 de junio de 2015 | Hoy
VISTO Y LEIDO
Un malestar frente a cualquier definición que encierre a una obra de arte en su especificidad es el primer rasgo que se respira en las experiencias elegidas por Florencia Garramuño para escribir su libro Mundos en común.
Por Alejandra Varela
Si existiera una voluntad de polemizar desde el comienzo se podría argumentar que todo hecho estético que merece ser pensado ha provocado alguna suerte de fisura en la normatividad de su técnica. Ulises es una implosión en el género de la novela. El teatro de Beckett pone en crisis la acción dramática para exponer a un sujeto cosificado, alejado de todo intento de trasformar la realidad.
Garramuño no niega estos ejemplos sino que encuentra, en una producción estética latinoamericana y contemporánea, una manifestación particular de este fenómeno. Un estado de vulnerabilidad expresado en los soportes y también en las temáticas transitadas que facilitarían un espacio solidario, común entre estados y sentimientos que lxs creadorxs muestran y comparten para mezclarse con su público, en un gesto que parece borrar su autoría, debilitar el lugar de autoridad.
No sólo de la clasificación escapan estos frutos extraños (título de una instalación del artista brasileño Numo Ramos que le sirve a Garramuño para apropiarse de un nombre y definir lo que no puede acotarse a un género o forma); existe una determinación de querer ir contra aquello que hacia el interior de su misma práctica significó una ruptura. Crear dramaturgias que discuten la pertenencia, en la acción de exigir un registro documental que el teatro parece rechazar, como ocurre en Mi vida después de Lola Arias.
Podría pensarse que se trata de investigaciones formales con alguna pretensión de originalidad. Pero Garramuño rechaza esta idea o, al menos, no decide situarse allí para pensar estas prácticas sino que las entiende como un modo de desplazar una noción ontológica del arte para detenerse más en su funcionamiento, en las condiciones de posibilidad donde lxs autorxs se ven invadidxs por una experiencia que no es de su invención. Su arte se encuentra en iluminar esas relaciones, sin apropiarse del sentido.
Allí es donde el documento y la ficción juegan a borrar los límites, propiciando escrituras porosas a diversos registros sin dejarse ganar por ninguno porque es el afuera, en su forma social o sentimental, lo que está ocupando el espacio estético y el autor lo convoca, del mismo modo que Tadeuz Kantor encontró en la imagen de los refugiados polacos que hacían de su cuerpo un embalaje, una categoría plástica para su teatro.
Esa realidad se traduce en la materialidad de una emoción, de un pathos que funciona como eje narrativo sin pertenencia, ya que el sujeto ha quedado demasiado pequeño frente a esa inquietud. En la comprensión que se expande en una sensibilidad compartida, Garramuño parece capturar la particularidad de una época.
Ya no pasa tanto por una racionalidad que analiza los hechos, que ofrece una mirada lúcida, superadora, un lugar de autor excepcional. La clave de la inteligibilidad de este tiempo pasa por pertenecer o no a una afectividad. Lo formal se resquebraja y el arte se ofrece como un recurso performático que permite estar presente de otro modo en el mundo. Allí se encuentra el corte, la ruptura y también el rasgo político. Un arte que se ubica en el mismo plano que el público porque su artífice también es un observador que ha sido atrapado por un acontecimiento y se sostiene en una forma de resistencia suspendida. La voz de una derrota, no sólo ante la transformación de la realidad sino ante la aventura de la invención.
Se trata de exponerse en una actitud de arrojo, como el doblez del riesgo que planteaba el teatro de Artaud, de identificar escenas donde lo humano se manifiesta como un fenómeno etnográfico al que habría que observar como un naturalismo impersonal, con la confianza de que allí brote una narración en rebeldía con todas las escrituras.
Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad del arte, Florencia Garramuño, Fondo de Cultura Económica.
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