Domingo, 8 de enero de 2012 | Hoy
Por Carlos Gamerro
- Escribí la primera mitad de “El cuarto levantamiento” al calor de los hechos, el 3 de diciembre de 1990, así, de un tirón, sin saber muy bien adónde iba… No, miento; como es su costumbre, el lenguaje le hace decir a uno cosas que no quería en verdad decir. Los hechos no tuvieron ningún calor, ni color, y fue eso mismo lo que me motivó a escribir. El cuarto alzamiento carapintada, a diferencia del primero, sacó a muy pocos de sus casas. Hartos y descreídos, la mayoría lo miramos por televisión, haciendo zapping a canales que mostraran telenovelas o programas de cocina, y cuando todo hubo terminado pasamos a las películas (los curiosos podrán comprobar que efectivamente esa noche dieron Splash en uno de los canales de aire). Asistimos al espectáculo (no era mucho más que eso) esperando que el nuevo presidente lo reprimiera o pactara o hiciera lo que se le viniera en gana, qué más daba. A esa altura estaba claro que no iban a “volver los milicos”: lo demás era yapa. Si el primer levantamiento, con toda la gente en la calle, había terminado en agachada y bajada de calzones; éste, con todo el mundo en sus casas, sería quizá, por una de esas paradojas, reprimido con relativo éxito, y así fue: el presidente Menem nos estaba dando una lección inaugural sobre la relación entre movilización popular y democracia, la que caracterizaría nuestros años noventa. Lejos, muy lejos, estaban las épicas jornadas de las Pascuas de 1987, cuando habíamos salido masivamente a la calle a defender la recientemente recuperada (por aquellos tiempos todavía nos atrevíamos a decir “reconquistada”) democracia: fervor traicionado por las Felices Pascuas del presidente Alfonsín y su ley de obediencia debida, el legado más abyecto que su democracia nos legó. La traición fue mayúscula porque había mucho que traicionar (y el entonces presidente no se privó de nada); a la altura del cuarto levantamiento ya casi no quedaba nada, y por desazón, disgusto y cansancio nos dimos por traicionados desde el vamos. De la movilización a la anomia en cuatro pasos: los noventa argentinos estaban oficialmente inaugurados, y lo que de rabia quedase se quedaba bien guardado en casa.
La noche del cuarto levantamiento, la mayoría siguió con sus vidas como si nada; yo escribí medio cuento, dando cuenta de las vivencias del día, debidamente distorsionadas (no me acuerdo cuándo escribí la segunda mitad, pero recuerdo que el proceso fue el mismo que el de la primera: un línea tras otra, sin saber muy bien adónde iba). A la distancia, una de las mayores satisfacciones que me produce su reelectura es de índole puramente privada: la de reencontrarme en sus páginas con quien fuera en vida mi amiga, la excelente escritora Andrea Rabih, a quien el cuento está dedicado.
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