Viernes, 6 de febrero de 2015 | Hoy
Por Fernanda García Lao
- Los textos nacen porque son visibles, a veces. La otra opción es escuchar una frase que desea ser escrita. Mi cabeza construye sin permiso. Con “La virgen y el cordero” me pasó que vi tres cosas:
Uno. La cubierta de un barco en el medio del océano y un hombre fumando rápido. Parecía tarde, hacía frío. Entonces escribí. “El viento le atraviesa la nariz como un pasillo que se construye rápido.”
Dos. Una pareja gira en una pista de baile. Son los últimos de una fiesta que ya se terminó. Enseguida supe que aquello sucedía en el mismo barco. “El mar plancha a las personas decentes.” Y que esa mujer estaba con el hombre equivocado. “El imbécil es viejo y pelirrojo, parece un payaso.” Entonces, le di impulso a ella para abandonarlo por un instante. Quería que conociera al fumador. En cuanto la vi a la intemperie, supe que necesitaba un abrigo de otro tiempo. Y que tenía la nuca desnuda. No sabía su nombre. El pelirrojo la llamó y yo lo escuché. “¡Enrica, no es para tanto!”
Con estas pesquisas obtuve personajes, espacio y tiempo. Pero el barco era un objeto en movimiento, inestable. Necesitaba un contrapunto. Forcé la mirada.
Tres. En tierra, frente a una iglesia. Un viejo lleva una cabeza de cordero a modo de sombrero. Lo pensé en Gaiman. Hace tiempo que ese lugar me intriga. Ahora precisaba un apellido galés. Lo llamé Wynns. Porque sonaba a viento y un poco a ganador. Sólo un poco.
La curiosidad era inmensa. Qué relación había entre este señor y los viajeros. El viento unió al señor Wynns con el fumador, a quien resolví bautizar como Arturo. A partir de ahí, mis dedos trazaron los destinos, ataron cabos. Y pusieron a copular a algunos, a padecer a otros. Las historias se hacen a base de lógica y locura. En idénticas proporciones. Esta no es una excepción.
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