Domingo, 14 de febrero de 2016 | Hoy
Por Mariana Enriquez
El cuento por su autor
Me costó mucho escribir mujeres. Se podría pensar que el punto de vista femenino es el que con mayor facilidad se le presenta a una narradora mujer pero en mi caso no fue así, y no lo fue durante muchos años. No me gustaban las mujeres que escribía: eran maquetadas y, si no, hablaban como yo. No eran ensayos de primera persona y narrativa de la intimidad; lo que a mí me pasaba era un confesionario berreta, sentimental y sin la distancia necesaria para que esas mujeres fueran diferentes de mí y en consecuencia pudiesen ser algo más que un desborde o un cacareo. Las mujeres llegaron con los cuentos: en una forma breve podía controlar esa voz, domarla, hacerla callar si hacía falta. “El aljibe”, que publiqué en 2005 o 2006 –no recuerdo las fechas de casi nada– fue mi primer cuento y el primer texto propio protagonizado por mujeres. Por mujeres jóvenes, por chicas. Desde entonces, cada vez me resulta más sencillo encontrar la voz de los personajes femeninos. Pero hay una voz en particular, y un punto de vista, un tipo de mujer joven, que me fascina especialmente: la adolescente enloquecida. Creo que hay años, que varían según las chicas, donde sin duda las adolescentes están al borde la locura: es la fan que grita y llora y se lastima, es la chica anoréxica que le reza a Ana y Mia, es la que se toma un litro de gin antes de salir a bailar, es la que se pone en peligro deliberadamente, por gozo, por abandono. Hay algo de contagio en esa locura y esa situación de enjambre también me fascina: una especie de delirio a la Salem, chicas brujas de la mano girando en una rueda de conjuros y sangre y total ausencia de compasión. “Ese verano a oscuras” es un cuento sobre adolescentes enloquecidas y sobre mi propia adolescencia, que transcurrió en una época que cada vez revisito con más frecuencia: la de los últimos años del gobierno de Alfonsín. Ser adolescente en 1988 o 1989 era haberse perdido la primavera, la esperanza, la épica y habitar una ciudad de razzias, cortes de luz, hiperinflación, padres depresivos, una desdicha plana que estaba en total contradicción con la locura de la que hablaba antes, esa necesidad de gritar y sugestionarse y llorar y hablar hasta quedarse ronca. Pasé esos años en La Plata, una ciudad sugestiva que, además, cada determinada cantidad de años es escenario de algún crimen espantoso que parece surgido de alguna fuerza maligna que vive entre los bulevares y la catedral inconclusa. Este cuento toma estos elementos para hablar de aquellos calores sin luz y sin futuro; también es un ensayo para relatos posteriores que también tienen chicas contagiadas y pegoteadas en aquellos breves años tan irreales como palpables, años llenos de una intensidad que resultaba insoportable.
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