Domingo, 19 de enero de 2014 | Hoy
VERANO12 › POR LILIANA HEKER
Al principio no se inquietó; estaba habituado a estas intrusiones. No solía hablar mucho de ellas porque –buen traductor de literatura francesa, además de polemista filoso y de celebrante de algunos placeres refinados de la vida– era lo que se considera un hombre cerebral y había comprobado que el común de la gente suele resistirse a aceptar el menor desatino en personas de pensamiento riguroso. Como si la mezcla les provocara repulsión, o miedo. El, en cambio, estaba convencido de que aún en individuos geniales debía verificarse cada tanto una escapadita del raciocinio, una frase disparatada que se cruza, algún estúpido poema escolar, un viejo slogan de publicidad que sin razón aparente se filtra en el fluir de la conciencia y lo lleva a uno a divagar por caminos inusuales. En su caso, este tipo de irrupción podía estar asociado a algún dato de la realidad inmediata –una palabra escuchada, algo recién sucedido–, pero casi siempre venía de la nada. Ocurría, simplemente, y de un modo tan fugaz que no distraía en absoluto sus actividades. Lo que sí de vez en cuando las distraía –pero de manera tan grata que él no tenía nada de qué lamentarse– era cierto trabajo de reconstrucción al que la breve interferencia podía arrastrarlo. Estaba orgulloso de su memoria y estas reconstrucciones le permitían ponerla a prueba. “Y si ellos eran chicatos, quién les podía avisar”, intempestivamente podía emerger en su cabeza y entonces, siempre que no estuviera ocupado en alguna tarea impostergable, se descubría buscando el hilo de ¿la canción?, no, no era una canción, era... salto impremeditado hacia el principio de la estrofa. Ahí estaba: “Los zapatos bien lustrados que la luna hacía brillar, y si ellos eran chicatos, ¿quién les podría avisar?”. Versos. Héctor Gagliardi. Veía ahora, sobre el título en negrita, la ilustración de una ventana, con un par de zapatos apoyados en el alféizar, y atrás, como una sombra ¡claro!, los Reyes Magos, nítido en su cabeza como un fogonazo. ¿Por qué Gagliardi y por qué Los Reyes Magos que él había leído (ahora se acordaba) en uno de los cuatro libritos en rústica que su padre trajo una tarde de lluvia? No podía responder a esa pregunta y tampoco entender la razón por la cual, de pronto, recordaba con tanta claridad la lluvia y a su padre llegando con los libritos y dejándolos en la misma mesa donde él resolvía un problema sobre fardos de alfalfa. Pero no se detenía en estos interrogantes; sabía desde siempre que un recuerdo tironea de otro, que a su vez trae a la rastra a varios más, de tal modo que la red de su historia personal parecía siempre abrirse hacia el infinito. Ese proceso le resultaba tan natural como respirar; lo que por el momento captaba su atención era el verso mismo de los chicatos: haber descubierto su procedencia le permitía seguir el hilo con mayor seguridad (en general, cuantos más datos captaba, mayores eran la fluidez y la velocidad con que descubría los faltantes, casi nunca de manera secuencial, su memoria era más bien azarosa, trabajaba con desechos o con fragmentos, unas veces se valía de la lógica para ir armando el argumento, otras veces se dejaba llevar por la métrica hasta que irrumpía otro verso, tal vez distante y tal vez imperfecto, del que por ahí se desprendía el verso siguiente o uno muy anterior o una estrofa entera, o una estrofa a la que le faltaba una palabra), y seguro que él no iba a abandonar la empresa hasta tener el poema o el canto (a veces era un canto) no necesariamente entero pero sí tan cercano a la integridad como le era posible, aun cuando se habían dado casos en los que llegó a un punto muerto, o a la repetición fastidiosa de unas pocas frases, situación a la que no se resignaba, se hacía el desentendido pero solapadamente desataba las riendas de la memoria hasta que, por ahí, la frase oculta le saltaba, o una estrofa completa y después otra y otra, con algunas palabras de las que él sospechaba que no eran las precisas pero eso importaba poco, ya afloraría en su momento le mot juste, se decía con cierta ironía respecto de sí mismo, ya que era consciente de lo gratuito de tanto afán y de lo impropio de estos juegos en un traductor como él, con reputación de exquisito. A veces la palabra justa se le negaba, entonces colocaba en el hueco otra, aproximada, que no sólo respetaba el significado dentro del contexto sino también la rima y la métrica, y le permitía de ese modo desplegar una nueva parte del poema, o de la canción, o de lo que fuera que lo perseguía en esa circunstancia. Incluso había casos en los que el tema lo acosaba varios días, o aun semanas, hasta que el verso o la estrofa perdida irrumpía de sopetón y él, en mitad de una charla o una lectura, podía terminar lo inconcluso y respirar aliviado. Sólo en ocasiones, en los últimos tiempos, cuando toda esperanza de recuperación parecía perdida y un interés muy particular hacía que no se resignase, él recurría a Internet, pero apenas para rescatar aquella palabra que sistemáticamente se le ocultaba, o (cuando no podía salir de una única frase o estribillo) para pescar un indicio que abriera nuevos caminos en su memoria; una vez encontrado el tema, le daba una lectura rápida y operativa, generalmente parcial, que apuntaba al problema concreto. Nada más que eso, porque lo jugoso, lo infinitamente placentero, era ir siguiendo por las suyas el rastro de la métrica, y del sentido, hasta que la estrofa ausente se abría como una luz y él, gozoso, entonaba el tema entero de viva voz o, si la ocasión no era pertinente, al menos lo cantaba en su cabeza. También estaba el caso de temas tan extraños, o de origen tan incierto, que ni en Internet figuraban y no había persona consultada que los conociese; ahí el desafío era mayor, ya que cada palabra dependía sólo de su capacidad de recordar y él entendía (con orgullo pero también con cierta angustia) que lo que no encontrara en la memoria tal vez quedaría borrado del mundo para siempre.
Así, de esta manera fortuita y sin que se perturbara su vida activa, entre tangos de la Guardia Vieja y romances en ladino pudo reconstruir (con escasos errores y casi sin blancos) el poema de los siete chanchitos desobedientes que estaba en su libro de lectura de primer grado, “La loca del Bequeló” (vals larguísimo y trágico que sólo había escuchado cantar a una tía abuela), la Marcha de San Martín, no el Himno, conocido por todos, la marcha, que arrancaba con la misteriosa estrofa “El ensueño de su voz sincera se esparce henchido de verdad y su espíritu genial se eleva por sendas ebrias de ideal”, instalada de golpe en su cabeza mientras daba una conferencia en el traductorado de francés, con tanto empuje que ya no pudo parar; se vio, apenas terminada la conferencia, escribiendo la letra, dictada por su maestra de tercer grado, en un cuaderno borrador, y de inmediato se le desplegó la música, intacta y pegadiza –recordó, en el momento de subir a un taxi, hasta qué punto la música de esa marcha lo había cautivado en su infancia– y, acarreados por la música, algunos versos sueltos acá y allá –el primero en emerger fue “su verbo vibra sin cesar”, supuso que por el trabajo que le habría costado a los nueve años descifrar su significado– pero, en una reunión de amigos en la que se evocaron canciones absurdas, comprobó que ninguno la conocía así que (esta vez porque estaba intrigado) la buscó en Internet y ni allí estaba: no tuvo otra salida que contar sólo consigo. Con mucha paciencia, pieza por pieza, la fue armando íntegra (tal vez con alguna palabra cambiada, pero qué importancia tenía eso en el conjunto), hasta llegar al glorioso final: “Sus labios siempre han proclamado libertad, libertad, libertad”. Esta restauración le llevó bastante tiempo y lo hizo tan dichoso que todavía años después, de vez en cuando, se descubría cantando la Marcha de San Martín bajo la ducha. Ahí estaba el botín: una vez recompuestos, la canción o el poema ya eran suyos y podía traerlos a la superficie cuando se le antojaba: cantar en la bañadera “Una aventura más” o deslumbrar a alguna amiga literata recitando: “Yo te juré mi amor ante una tumba, ante un mármol santo, ¿sabes tú las cenizas de qué muerta mintiendo has profanado?”.
Con esa misma arbitrariedad emergió el tema de “La Zarzamora”. El iba caminando por Florida e imprevistamente algo en su cabeza canturreó: “En el café de Levante, entre palmas y alegría, cantaba ‘La Zarzamora’”. Como le pasaba en esos casos, se sorprendió un poco: no había tenido la menor noticia o recuerdo de ese canto desde los tiempos en que, muy chico y de refilón, escuchaba por la radio un programa de canciones españolas sintonizado por su abuela. El título lo encontró de inmediato, pero tuvo una primera impresión de que ignoraba todo lo demás. Infirió que, de chico, debió de estar equivocado respecto del significado de la palabra “palmas”: la única acepción que podía conocer en ese tiempo era “coronas de muerto”. Sí, ahora, en la calle Florida, la imagen de la Zarzamora volvía a él tal como confusamente la había compuesto a los siete años: una mujer cantando entre coronas de muerto en un café donde, al parecer, los hombres buscaban hacerse un levante. Dedujo que esa construcción debió de haber formado parte de las innumerables perplejidades que perturbaban su infancia, “jurando a Marte como así defenderte”, ¿qué quería decir eso?, y no era el hecho de jurarle a Marte lo que le resultaba impropio sino la incoherencia que instalaba el “como así”; tardó años en descubrir de dónde provenía el error. Pero, al contrario de lo que le había pasado con esa y con otras frases en un principio inextrincables, nunca se había propuesto desentrañar el enigma de la mujer que, en un café de levantes y en medio de la alegría general, cantaba entre coronas de muerto, por la sencilla razón de que, hasta esa tarde en que caminaba por Florida, nunca había vuelto a pensar en ella.
Como de costumbre, apenas esa primera frase se abrió paso entre los laberintos de su memoria él empezó, involuntariamente al principio, la tarea de rescate. Lo primero que se le instaló fue la música y, arrastrada por la música, una segunda frase que (lo tuvo claro) venía a continuación: “Se lo pusieron de mote porque dicen que tenía los ojos como la mora”. Lo atravesó una ráfaga de entusiasmo, como siempre que conseguía extraer algo que durante décadas había permanecido en la oscuridad. “Mote”, qué increíble. Cómo pudo haberle saltado con tanta naturalidad una palabra que en su vida había usado y de la que a duras penas (suponía) debió comprender su significado cuando era chico. Siempre le resultaba prodigioso este emerger limpio de lo que ni siquiera había sido rozado por la evocación. De los dos versos que venían después sólo recordaba la métrica y la palabra “olé”: Lala lalila lalila y olé, lala lalila lalé, pero lo que venía después se le presentó redondo como una moneda: “Que la llenó de brillantes y olé, de la cabeza a los pies”. Durante varios días se descubrió entonando esa primera estrofa incompleta, o recordándola en medio del trabajo o de una charla. La música la podía tararear entera y, asomando entre la música, fragmentos de frases aisladas. Un día, mientras viajaba en colectivo, irrumpió en su cabeza lo siguiente: “De un querer hizo la prueba, y un laraira conoció, que la trae y que la lleva por las calles del dolor”. Y supo que empezaba a capturar el drama cuando, esa misma noche en el momento de acostarse, se le revelaron, sin agujeros, estos versos que reconoció como el principio del estribillo: “Qué tiene la Zarzamora que a todas horas llora que llora por los rincones, ella que siempre reía y presumía de que rompía los corazones”. Pudo deducir sin esfuerzo que el verso del querer del que hizo prueba era la respuesta a la pregunta del estribillo –¿qué tiene la Zarzamora?–. Y sí: reordenó los datos y encajaban a la perfección; ahora el principio fluía casi sin huecos. Una tarde advirtió que –¿desde cuándo?– en lugar de laraira estaba diciendo “cariño”, así que esa estrofa también la había completado. Fuera de eso, sólo había conseguido una frase de comienzo ignoto –“...y que toos me den de lado, al saber del querer desgraciado que embrujó a la Zarzamora”–, que cada tanto canturreaba. Por un acorde final que un día le resonó en la cabeza, se dio cuenta de que se trataba del final de la canción. Importante. Pero entre ese cariño que la trae y que la lleva por las calles del dolor y este llamado al desprecio colectivo, justo donde debía desplegarse el nudo del conflicto, se abría el abismo. Entendió que había llegado el momento de recurrir a Internet. Buscó, y estaba. En rápida leída conoció el de-sencadenante –la visita nocturna de una mujer–, el secreto: lleva anillo de casado, me vinieron a decir (eso lo cuenta la propia Zarzamora en la parte en que el relato, inesperadamente, vira a la primera persona), y la fatalidad de este amor desgraciado que va a seguir pese al vacío que le harán a la Zarzamora y pese a la desdicha de ella. Respiró tranquilo. Cierto que, con lo larga e intrincada que era la letra, por ahí se le perdía algún verso o confundía una palabra por otra, pero se trataba de fallas intrascendentes. Cuando la canción se le aparecía por cualquiera de sus costados él podía, a partir de ese punto, ponerse a cantarla sin fisuras significativas.
Solía pasarle: quedar envuelto en ciertos temas de tal modo que, durante un tiempo, se descubría canturréandolos, algunas veces en voz alta y otras en silencio. Por eso no habría podido precisar desde cuándo las incursiones de “La Zarzamora” se habían vuelto demasiado frecuentes. Lo cierto es que, en algún momento, tuvo clara noción de esa frecuencia exagerada y de que, además, esto se venía prolongando desde hacía más tiempo que lo razonable. No podía decir que le impidiera llevar adelante sus actividades: seguía traduciendo, reuniéndose con amigos, acostándose con alguna mujer, dando conferencias, sólo que en cualquiera de estos menesteres se le cruzaba “Qué tiene la Zarzamora que a todas horas llora que llora por los rincones”. Empezó a irritarse: ¿no era indigno de él estar cantando todo el tiempo semejante estupidez? Se enojaba consigo mismo pero no lo podía evitar: casi sin intervalos y en las circunstancias más diversas uno de los versos lo invadía. Y era como una puerta abierta hacia el resto de la canción que se expandía mientras él daba una clase magistral sobre Stendhal o cenaba con una mujer de la que empezaba a enamorarse.
Se dijo que no había nada de qué preocuparse; al fin y al cabo, su vida exterior no se veía alterada por estas interferencias. Y su mundo privado, ¿qué?, ¿acaso no seguía leyendo, y reflexionando, y trabajando con pasión en sus traducciones? Cierto, sí, pero ¿qué iba a pasar si un buen día las intromisiones de “La Zarzamora” llegaban a ser tan seguidas como para alterar su... ¡Por favor! (interrumpió con furia el razonamiento): ¡te estás volviendo ridículo! Y sí: era inaceptable que un inconveniente tan trivial lo hiciera perder hasta ese punto la sensatez. Decidió que lo más saludable era sacarse la canción de encima como fuera. Sólo tenía que encontrar el método.
El primero que se le ocurrió fue el de suplantar a gran velocidad el tema de “La Zarzamora” por algún otro. Para eso preparó por anticipado un pequeño repertorio que incluía una chacarera, un corrido mexicano y “Lucy en el cielo con diamantes”. Nomás se asomaba En el café del Levante, entre palmas y ¡zas!, el tema preparado lo reemplazaba. Al cabo de varios días tuvo que reconocer la ineficacia del método: por mucho entusiasmo que pusiera, “La Zarzamora” siempre se las arreglaba para cruzar su corriente de pensamiento y desplazar al tema programado. Descartó la sustitución como método. Aceptó que era el tema en sí mismo lo que debía sacarse de la cabeza, y que eso sólo lo iba a conseguir con un supremo esfuerzo de la voluntad. Y voluntad nunca le había faltado. Puso manos a la obra: apenas una frase de “La Zarzamora” amagaba asomarse él, haciendo un esfuerzo de concentración extrema, empujaba y empujaba hasta quitársela de encima. De inmediato encaraba alguna tarea absorbente a fin de neutralizar cualquier estado de alerta: sabía que, por determinación que uno tenga, el demonio de la perversidad suele jugarle a uno en contra. Por una o dos horas todo iba bien; después, por algún resquicio, el tema volvía. No se desalentó. Estaba convencido de que, igual que las musculares, las habilidades de la mente mejoran con el ejercicio. Día a día, hora tras hora, ponía a prueba su aptitud para despojarse de la canción. Hasta que una tarde, por fin, lo consiguió. Primero fue de un tratante, y olé, y luego fue de un marqués, festivamente canturreó algo dentro de él. Y esta vez sí: el esfuerzo de su voluntad fue tan intenso, tan bien dirigido, que él pudo percibir nítidamente cómo la frase, por fin, era extraída de su cabeza, con un ímpetu tan arrollador que iba arrastrando tras ella a los otros versos de la canción y, enredadas entre esos versos, a todas las canciones que alguna vez había escuchado, a cada libro que un día había leído, a cada noche de amor, cada palabra, cada miedo, el misterio insondable de la luna corriendo entre los árboles, el eco de la voz de su padre, una mujer muy vieja asomada a su cuna, cada uno de los signos que lo habían constituido como especie única en esta tierra y que, enraizados en “La Zarzamora”, se iban desprendiendo de él y se alejaban. Fue una percepción breve y dolorosa. Después, nada.
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