Martes, 19 de agosto de 2008 | Hoy
Por Adrián Paenza
Miedo. Eso es lo que tiene un alumno cuando empieza una clase de matemática. Tiene miedo porque de antemano la sociedad lo prepara para que no entienda. Le advierte de todas las maneras posibles que es un tema difícil. Peor aún: lo condiciona de tal forma que lo induce a creer que él no será capaz de hacer nada con la matemática, porque no pudieron sus padres, no pudieron sus hermanos, no pudieron sus familiares, no pudieron sus amigos, no pudieron sus abuelos... en definitiva: no pudo nadie.
Dígame si esas condiciones (ciertamente exageradas adrede), no predisponen a una persona a tener miedo... Así, sólo los valientes resistirán.
Pero no sólo le tienen miedo a la matemática los alumnos. También los padres, familiares y amigos. Y por último, también los docentes. Quizá no lo exhiban o puedan encubrirlo, porque en definitiva el docente tiene el control. El docente tiene el poder.
El docente decide qué se estudia, desde dónde y hasta dónde. Decide cuáles son los problemas que prepara y enseña. Y decide cuáles son los problemas que los alumnos tienen que resolver, en la clase, en el pizarrón, en la casa y en una prueba. El docente tiene, en algún sentido, la sartén por el mango.
Pero, aun así, creo que también tiene miedo. Quizá no tanto frente a los alumnos porque, en todo caso, siempre tiene la posibilidad de decidir qué contesta y qué no. Pero el docente, internamente, sabe que lo que no necesariamente podría contestar es:
a) para qué enseña lo que enseña,
b) por qué enseña lo que enseña y no otra cosa,
c) qué tipo de problemas resuelve.
Un docente, en general, tiene la tentación de contar una teoría. La teoría aparenta ser muy buena porque parece (dije parece) que trae respuestas. Pero el problema que tienen estas teorías es que suelen resolver problemas que los alumnos no tienen. Peor aún: suelen dar respuestas a preguntas que los alumnos no se hicieron, ni le hicieron a nadie. Y mucho, mucho peor aún: estas mismas teorías suelen dar respuestas a preguntas que ni siquiera los docentes se hicieron fuera de la clase.
Ahora, una pausa. Yo sé que es exagerado lo que escribí. Yo sé que no se ajusta a la realidad en forma impecable, pero... ¿se animaría usted a decir que estoy totalmente alejado de lo que sucede en la vida cotidiana?
En primer término, más allá de consideraciones mías, subjetivas y tendenciosas, basta con hacer un relevamiento en la sociedad para descubrir que el miedo a la matemática es masivo, extendido y universal. Es independiente de la condición social, de la escuela, colegio, raza, poder adquisitivo, credo o lugar geográfico.
En pocas palabras: ¡la matemática parece inabordable! Es una suerte de peste que está ahí, que es tangible, que obliga a estudiar que los ángulos opuestos por el vértice son iguales, y que el cuadrado de la hipotenusa (no en todos los casos, pero en todo triángulo rectángulo) es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. O ilustra sobre los distintos casos de factoreo y el “trinomio cubo perfecto”. Pero lo que esa matemática no dice es ¡para qué sirve saber cada una de esas verdades!
No lo quiero poner sólo en términos prácticos o mercenarios. No es que tenga que servir para algo en particular. En todo caso, la música y/o el arte tampoco se practican con un propósito utilitario. Pero la matemática, tal como se enseña, no lo dice explícitamente. Se presenta como que es imprescindible saberla si uno quiere que le vaya bien en la vida. Pero lo curioso es que uno casi nunca encuentra a una persona que muestra cuánto ha mejorado su calidad de vida porque la matemática... esa matemática, se lo permitió.
La matemática es una cosa viva y no muerta. No existe un libro en donde estén todas las respuestas. Se produce matemática todos los días, a todas las horas. Se publican alrededor de 200.000 (sí, doscientos mil) teoremas por año. Ciertamente, no todos son útiles ni mucho menos. Pero significa que hay 200.000 problemas que se resuelven anualmente. Y surgen muchísimos más.
¿Dónde se enseña a dudar? ¿Dónde se muestra el placer de no entender y tener que pensar? ¿Por qué aparecemos los docentes como sabiéndolo todo? ¿Cuándo nos exhibimos falibles e ignorantes, pero pensantes? ¿Cuándo nos mostramos humanos?
La enseñanza de la matemática, así como está estructurada y enseñada, atrasa. Sirvió (supongo) hace algunos siglos, pero no ahora. Los problemas que hoy estudia la matemática tienen que ver con problemas de la vida cotidiana, y también con temas más abstractos. Hay problemas en donde se aplica y se piensa la matemática para resolver situaciones diarias. Pero también hay matemática pura, que agrega más matemática a lo que ya se conoce. En todo caso, forma parte de la “construcción colectiva del conocimiento”. Es posible que parte de la matemática que se produce hoy no resuelva situaciones del presente, pero podría resolver las del futuro. Hay muchos ejemplos en ese sentido.
Pero en cualquier caso, el placer pasa por pensar, por dudar, por “entretener” en la cabeza un problema que no sale... y aprender a coexistir con algo no resuelto. ¿Por qué es tan grave si hay algo que a uno no le sale? ¿Por qué generar competencias inútiles? ¿Por qué importa quién llega primero a la solución? El segundo, el tercero, el quinto o el vigésimocuarto, ¿no son alumnos también? ¿Por qué alentar ese tipo de situación?
Mi experiencia como docente me permite decir que nuestra responsabilidad es la de transmitir ideas en forma clara y gradual. Uno necesita encontrar complicidades en los alumnos, mostrar que ellos importan, que ellos nos importan. Que en todo caso, sin ellos, sin alumnos, no hay docentes.
Estimularlos a preguntar... todo el tiempo. No todos tenemos los mismos tiempos para entender. Ni siquiera hay garantías de que lo que entendimos hoy, lo entendamos mañana. Nuestra tarea, la de los docentes, es prioritariamente la de generar preguntas, o sea, motivar a los alumnos a que ellos se hagan preguntas. Nuestro desempeño no será satisfactorio si sólo colaboramos en mostrar respuestas.
Busquemos quebrar las competencias estériles. Nadie es mejor persona porque entienda algo, ni porque lo haya entendido más rápido. Ni peor, si no lo entiende. Estimulemos el esfuerzo que cada uno pone para comprender.
Dos cosas más: la teoría tiene que estar al servicio de la práctica. Primero están los problemas y, mucho después, la teoría que (en todo caso) supone que ayuda a resolverlos. La idea es aprender a pensar, a plantear y plantearse problemas.
No podemos cooperar a que los estudiantes se sometan a la autoridad académica supuesta del docente. Si el alumno no entiende, el docente debe motivarlo a preguntar, a porfiar, a discutir... hasta que o bien entienda, o bien nos haga advertir ¡que quienes no entendemos somos nosotros!
* Este texto es parte de una charla dictada a docentes de matemática en el marco de la Feria del Libro 2008.
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