Martes, 19 de agosto de 2008 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Gustavo Maurino *
La Constitución argentina consagra a la –noble– igualdad como un principio fundamental y básico de nuestra sociedad política. Una de sus manifestaciones es la protección que se nos promete contra las normas y prácticas discriminatorias, aquellas que obstaculicen o impidan arbitrariamente el ejercicio pleno de la autonomía personal, y coloquen a personas o grupos en condiciones estructurales de postergación, exclusión y estigmatización social e institucional.
Un Estado comprometido con la igualdad y el respeto a la autonomía personal debe abstenerse de prácticas perfeccionistas, que tengan por intención o resultado imponer a las personas modelos determinados de vida personal.
Cada uno de nosotros debe tener el más absoluto y pleno control sobre las elecciones y decisiones personales fundamentales para su plan de vida, y el Estado no debe interferir en esas decisiones personales; en particular, no debe utilizar la asignación de bienes y cargas sociales –y mucho menos, el reconocimiento de derechos– como herramientas para incentivar, impedir o hacer más costosas ciertas decisiones vitales a los habitantes.
Indiscutiblemente, entre esas decisiones vitales sobre las que el Estado no debe influir se encuentran las relativas a nuestra vida sexual, afectiva o de pareja; ellas integran el núcleo central de nuestra propia identidad personal tanto como nuestras definiciones religiosas, políticas, etcétera.
Desgraciadamente nuestra historia social e institucional está marcada por la postergación y estigmatización hacia las –impropiamente llamadas– minorías sexuales.
La propia Corte Suprema lo ha reconocido en el valioso fallo “Alitt”, dictado en 2006, donde se expresó: “No es posible ignorar los prejuicios existentes respecto de las minorías sexuales, que reconocen antecedentes históricos universales con terribles consecuencias genocidas, basadas en ideologías racistas y falsas afirmaciones a las que no fue ajeno nuestro país, como tampoco actuales persecuciones de similar carácter en buena parte del mundo, y que han dado lugar a un creciente movimiento mundial de reclamo de derechos que hacen a la dignidad de la persona y al respeto elemental a la autonomía de la conciencia”.
Una de las manifestaciones de esos prejuicios discriminatorios ha sido la práctica sistemática del Estado de negar a las parejas del mismo sexo el reconocimiento del derecho a pensión que desde hace décadas se garantiza a las parejas heterosexuales.
La revisión de esta política, con el reconocimiento de derechos fundamentales de seguridad social que implica, merece un decidido aplauso.
Es de esperar, y debemos exigir, que estos valientes gestos institucionales sean los hitos iniciales de un compromiso genuino y consistente hacia a la afirmación del pluralismo, y la remoción de tantos estereotipos estigmatizantes que aún deben ser superados para que podamos enorgullecernos de convivir en una comunidad de iguales.
* Profesor de Derecho. Director de la Clínica Jurídica de la Universidad de Palermo.
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