Martes, 9 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Poca cosa más revitalizadora que la noticia de una muerte. No, a ver, me explico, seré más claro: no es que a uno le dé energías la noticia de que alguien ha fallecido pero sí, en ocasiones, una desaparición en el presente invoca a tantas reapariciones del pasado.
Me pasa a mí hoy, pasando las páginas del diario y, así, como quien no quiere la cosa, llego hasta la página de las necrológicas, y ahí está: alguien ha muerto y, de golpe, yo me siento tan vivo.
Yo vuelvo a ser un niño con toda la vida por delante.
DOS Yo vuelvo a ser ese niño que, cuando fuera grande, quería ser ese hombre que murió el jueves pasado. Me refiero aquí al gran Forrest J. Ackerman, nacido en la demoníaca Los Angeles en 1916, amo y señor de Ackermansión: una casa de dieciocho recámaras donde acumulaba y exponía todos sus grandes tesoros (300.000 piezas entre libros, fotos, maquetas, objetos, etc.) que incluían desde la capa que Bela Lugosi llevó en Drácula hasta un busto con el maquillaje original (¡de color verde!) que había cubierto el rostro de Boris Karloff en Frankenstein pasando por una réplica del robot María de Metrópolis. Entonces –tendría unos cinco años– yo quería ser varias cosas: monstruo, escritor de novelas de terror, conductor de un programa como el de Rod “Twilight Zone” Serling y tener mi propio museo rebosante de parafernalia terrorífica. Y Ackerman, de algún modo, era todas esas cosas al mismo tiempo: había escrito relatos de miedo (bajo seudónimos tan infantiles y entonces para mí perfectos como Dr. Acula y Hubert G. Wells), había inventado a la curvilínea Vampirella, había sido el agente literario de los grandes escritores de sci-fi (suyos fueron los 90 dólares que le permitieron a un adolescente llamado Ray Bradbury lanzar el fanzine Futuria en 1939), y en 1959 había creado (y durante un buen tiempo escrito con múltiples seudónimos) esa revista por la que yo desfallecía cada vez que llegaba, importada, a los kioscos de la avenida Santa Fe: Famous Monsters of Filmland. Algo así como la Biblia para adolescentes de entonces llamados Steven Spielberg, Peter Jackson, George Lucas, Tim Burton o Stephen King, quien se refirió a Ackerman con un “Forry fue el primero, el mejor y siempre será el mejor” y a su publicación –en su ensayo Danse Macabre– como “jovialmente macabra”. Perfecta definición. Porque el gran atractivo de Famous Monsters of Filmland en particular (un repaso entre obsesivo y desprejuiciado al celuloide fantástico) y de Ackerman en general era la gracia con la que te hacían sentir parte del mundo de las criaturas nocturnas. Ese hombre y esa revista eran la prueba y el apoyo que muchos necesitábamos para dormir tranquilos (y disfrutar de nuestras pesadillas) sin sentir culpa alguna por depreciar a esos brutos aldeanos que perseguían a Frankie o por pensar que Abraham Van Helsing era un tipo molesto que no dejaba vivir tranquilo al Conde.
TRES Y, ah, esas últimas páginas publicitarias de Famous Monsters of Filmland. Esas publicidades tan detalladas de juguetes impensables para las vidrieras de Argentina. Los modelos para armar marca Aurora: la Momia y el Hombre Lobo y la Criatura de la Laguna Negra con rostros y manos y garras fosforescentes que “¡brillan en las tinieblas!” Yo quería todo eso que era imposible tener pero, al menos, ahí estaban todos esos avisos. Y leerlos una y otra vez era, de algún modo, como estar un poco más cerca de ese infernal paraíso. Como vivir cerca de la Ackermansión donde “Forry” abría las puertas, todos los sábados por la mañana, para que los fans del mundo entero recorrieran sus pasillos en visitas guiadas personalmente sin que le importaran las protestas de su esposa porque “los tesoros están para compartirlos”. Algún día llegaré allí, me decía. Y mientras tanto decoraba mi propio arbolito de Navidad con murciélagos y serpientes y cucarachas de goma (yo era algo así como un pariente lejano de la Familia Addams) y releía una y otra vez mis ejemplares de Famous Monsters of Filmland (recuerdo que casi sufro un desmayo el día en que Francisco “Paco” Porrúa me regaló su colección) y, sí, esperaba el momento de partir hacia todo ese Más Allá. Al final, partimos todos (no a California) porque, bueno, otro tipo de monstruos (monstruos sin ningún encanto) habían conquistado la Argentina. Y atrás quedaron las revistas que ya nunca más volví a ver. Desaparecieron. No importaba demasiado: me las sabía de memoria. La memoria nunca desaparece. Y en 1997 viajé por primera vez a Los Angeles, por un par de días, para entrevistar a ese vampiro insaciable llamado Madonna. Pregunté la dirección de la Ackermansión. Pagué un taxi hasta Los Feliz, “en las colinas de Horrorwood, Karloffonia”. Llegué allí. Llamé a la puerta y no contestó nadie. No era sábado. Aun así, me puse de rodillas y besé ese suelo que pisaba con la emocionada felicidad de, por fin, haber llegado a casa.
CUATRO Forrest J. Ackerman tuvo cameos en más de veinte films (muchos de ellos dirigidos por esos niños adultos a los que él había enseñado a temblar de placer) y aparece en el video de “thriller” de ese engendro mutante llamado Michael Jackson. Entro a la Wikipedia y me entero de que escribió una columna durante cuatro años para la revista argentina La Cosa. Que era un defensor del esperanto. Que inventó el término sci-fi. Que recibió el premio Hugo al Fan Célebre Número 1. Y, sí, tal vez ese fue su gran encanto y mérito: enseñar a idolatrar y adorar a varias generaciones de freaks. “Fue nuestro Flautista de Hamelín”, dijo alguien a la hora de las elegías. Y sus últimos tiempos no habían sido felices. Problemas legales lo llevaron a un juicio que lo obligó a vender buena parte de su colección para pagar los costos. Y la Ackermansión se redujo –como en esas películas radiactivas de los años ’50– a la mini Ackermansión.
El pasado jueves –su salud era muy mala; hubieron varios reportes falsos de su muerte que habrá disfrutado sintiéndose zombie– Forrest J. Ackerman murió de un ataque cardíaco.
Lo mejor que puedo desearle –desde aquí, agradecido– es que no descanse en paz.
Y que vuelva de la tumba para seguir mordiendo y contagiando y brillando en las tinieblas.
Qué monstruo.
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