Miércoles, 8 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Adrián Paenza
¿Se anima a tomar una decisión? Es decir, yo le voy a proponer una situación (ficticia, claro está) en la que alguien tiene que decidir qué hacer, y se supone que usted será el encargado de opinar qué camino conviene tomar.
De hecho, hay dos escuelas públicas en una misma ciudad. Todos los niños de la zona se distribuyen entre las dos. La comunidad, representada por los padres de los alumnos, quiere premiar a los maestros por su esfuerzo y si bien quiere estimular a los dos grupos de docentes que están en cada escuela, también quiere destacar a aquellos que considera que hicieron mejor su tarea.
Son muchos los parámetros que tendrán en cuenta, pero lo que más les importa a los padres es limitar lo más posible el nivel de deserción.
Y, justamente, quieren tomar una decisión educada, basada en la mayor cantidad de datos que puedan conseguir y no dejarse llevar por el impulso emocional.
Acá es donde interviene usted. Haga de cuenta que la/lo citan como consultor(a), y le piden que dé su opinión para saber a cuál de los dos grupos docentes es justo premiar.
La situación es la siguiente. Las dos escuelas (llamémoslas A y B) estuvieron abiertas durante muchos años. Veinte, para ser más precisos. En el camino tuvieron a su cargo muchísimos niños.
A continuación, los datos. Le pido que no abandone ahora que aparecen algunos números. No se asuste. Son sólo eso, números. Créame que vale la pena pensar un rato el problema. Todo lo que reflejan es la cantidad total de alumnos, de abandonos y porcentajes que representan. Y si no tiene con qué escribir o en dónde, abajo hay un par de tablas que resumen todo.
A la escuela A concurrieron en total 10.500 niños. De ese total, 315 abandonaron antes de graduarse. Es decir, el 3 por ciento de los alumnos.
Por su parte, a la escuela B, que es un poco más chica en tamaño, asistieron 4000 niños, de los cuales abandonaron 80. Es decir, el 2 por ciento.
Con esta información, parece que está todo claro (¿no?). El reconocimiento mayor lo tendría la escuela B porque si bien allí hubo menos alumnos, la tasa de deserción fue mucho más baja: el 2 por ciento contra el 3 por ciento de la escuela A.
Cuando ya estaba todo preparado para comunicar la decisión, apareció una nueva información que no había sido considerada y que quiero poner a disposición suya, para saber si lo que usted estaba pensando hasta acá sigue en pie.
Los nuevos datos dicen lo siguiente:
En la escuela A, los 10.500 alumnos se dividieron entre 3000 varones y 7500 mujeres.
De los 3000 varones, solamente 30 no terminaron el colegio. O sea, el 1 por ciento.
De las 7500 mujeres, 285 no se graduaron (el 3,8 por ciento).
Y en la escuela B, los 4000 alumnos se dividieron entre 3000 varones y 1000 mujeres.
De los varones, solamente 80 no terminaron sus estudios (el 1,33 por ciento) y las mujeres que abandonaron fueron también 80, o sea, el 4 por ciento.
Para resumir, vea las dos tablas que figuran acá abajo.
Con los datos iniciales, uno tiene un cuadro como el que sigue:
¿Y ahora? Aunque parezca una “sopa de números y porcentajes”, le sugiero que revise las dos tablas con cuidado y repiense lo que había concluido antes.
Antes de contar con estos datos, parecía obvio que la escuela B merecía el reconocimiento teniendo en cuenta que tenía un 2 por ciento de deserción y la escuela A, un 3 por ciento.
Sin embargo, después de ver los últimos números, si uno compara en forma separada las deserciones por sexo, los varones de la escuela A abandonaron menos (1 por ciento vs. 1,33 por ciento) que la escuela B, y lo mismo sucedió con las mujeres (3,8 por ciento vs. 4 por ciento).
Y la matemática muestra cómo a pesar de que en cada categoría a la escuela A le va mejor que a la B, en los totales es al revés.
Casos como éste, que la matemática exhibe con simpleza y contundencia, invitan a pensar que no siempre es sencillo tomar decisiones basadas en pocos datos, y que en casos sensibles pueden devenir en verdaderas injusticias. Muchas veces, también las estadísticas pueden ser manipuladas si no son examinadas con cuidado.
Para terminar, si dependiera de mí, o si yo fuera el consultado por los padres, me declararía “incompetente”. O mejor aún: preferiría premiar a los dos grupos, aunque más o no sea por una (aceptada) deformación profesional y por el respeto que me merecen aquellos que diariamente se dedican a la tarea más extraordinaria que tiene una sociedad: educar.
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