EL MUNDO › OPINIóN

Una cacería global

 Por Mario Wainfeld

Julian Assange (corporicemos en él a Wikileaks) demostró la vulnerabilidad de los Estados Unidos, por medios lícitos ligados inseparablemente a la libertad de expresión. La única potencia mundial lo persigue como si fuera Osama Bin Laden, quien también la hizo sentir vulnerable, por medios violentos y repudiables, segando vidas de poblaciones civiles. Hoy día, el gobierno de Estados Unidos consagra a Assange como enemigo público número uno como si fuera Bin Laden, castigando no la ilegalidad de la afrenta sino la afrenta misma.

Las diferencias entre un caso y otro son tan siderales que es casi ocioso señalarlas. La revelación de los cables secretos es un episodio de la historia del periodismo, infinitamente más parecida a las primicias del Washington Post sobre el Watergate que a un atentado terrorista.

La cacería de Assange es, pues, un reto a quienes reivindican la libertad de prensa. La ONG Reporteros sin Fronteras (RSF), que defiende con coherencia esos valores, lo expresa con todas las letras. “Nos sorprendió –dice en un comunicado– encontrar países como Francia y los Estados Unidos llevando sus políticas sobre libertad de expresión en línea con las de China.” RSF explica que la conducta de Wikileaks tiene amparo en la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana. “Es la primera vez que hemos visto un intento de la comunidad internacional para censurar un sitio web dedicado al principio de transparencia”, agrega RSF, que tiene su sede en París. Se formula la aclaración para evitar que se suponga que sus aseveraciones son diatribas de algún populista sudaca.

El imperio de la ley es relativizable por la razón de Estado de un país poderoso, al que adhieren muchos de sus aliados. Es una circunstancia clásica que se entrevera con el advenimiento de nuevas tecnologías que, utilizadas con libertad, pueden potenciar la difusión de la información, el pluralismo de los emisores, una mayor transparencia, un ágora global.

La razón de Estado contiende con esos objetivos.

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Ningún régimen político es perfecto, ni siquiera una añeja democracia. En Estados Unidos siempre existieron normas catonianas, brutales en defensa de lo que sus contingentes autoridades valoraron como seguridad nacional. Pero no es exageración decir que se potenciaron a la enésima potencia después del 11 de septiembre de 2001. Se cancelaron derechos ciudadanos básicos, se facultó a autoridades administrativas a encarcelar, deportar, interrogar sin garantías a cualquier sospechoso.

Si se permite un apunte impresionista, el cronista entrevé que algo del imaginario americano se trastrocó también en este siglo. “El sistema” judicial siempre fue enaltecido, por ejemplo a través de la tele y el cine. Durante décadas, los héroes del “sistema” eran los defensores, los que salvaban a inocentes de ser condenados. Un ideal garantista, de algún modo. Series canónicas de TV, desde Perry Mason a “Los defensores”, pasando por Petrocelli, expresaban esa mirada. Un hombre del común, terco y riguroso (Henry Fonda) convencía a los otros once integrantes de un jurado para dictar un veredicto absolutorio, en la película Doce hombres en pugna. Pretendía ser un arquetipo del héroe civil norteamericano.

Grandes “películas de juicio” en Hollywood se consagraron a los defensores. Luchaban en minoría, contra prejuicios de la opinión pública, grandes corporaciones, estudios gigantescos. Mencionemos, entre decenas, a las protagonizadas por Spencer Tracy (Heredarás el viento), Julia Roberts (Erin Brokovich), John Travolta (Una acción civil), Paul Newman (Será justicia). David contra Goliat, una edificante leyenda, fundacional: el individuo virtuoso haciendo funcionar bien “al sistema”.

Desde hace un buen tiempo las figuras de las series son bien otras. Fiscales, para empezar, obsesionados por condenar y castigar. No son ya individuos esclarecidos y relativamente débiles sino engranajes de un Leviatán vengador. Disponen de un fenomenal aparataje técnico y de poder. Aun así, para cumplir sus mandatos “tienen” que transgredir la ley con frecuencia. Interrogan de modo brutal, incurren en apremios o torturas, allanan sin órdenes judiciales, a veces se “les va la mano” con los sospechosos. Se supone que sean cruzados, funcionan como inquisidores. El espectador que mira Law & Order o las numerosas versiones de C. S. I. sabe de qué hablamos.

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Se acusa a Assange de delitos comunes, graves, cometidos en Suecia. Por eso está detenido en Londres. Nadie puede objetar que se pesquisen esas denuncias ni colocar a ese hombre súbitamente famoso a resguardo de la ley. Pero deben ser muy contados en el mundo quienes crean que está detenido por ese motivo. En Estados Unidos, en un ataque de sinceridad extremo, se celebra su apresamiento.

Sin entrar a dilucidar la validez de los cargos, es evidente que integran una esfera totalmente diferente de Wikileaks. Si Assange fuera extraditado desde Inglaterra, aun si fuera condenado, nada debería restringir la difusión promovida por Wikileaks, menos su propia existencia. El derecho de Occidente es claro: ninguna sanción penal por un delito puede blanquear o santificar los bloqueos, los ciberataques, las prohibiciones para comunicar.

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La historia, supone el cronista, no se repite. Más bien fluye, en complejas dialécticas. Pero hay constantes que sobreviven, entre ellas la tenacidad de los países dominantes en mantener, a como hubiera lugar, su poder. La irrupción de nuevas tecnologías, plenas de virtualidades democráticas y de cambio, eventualmente, topa con ese designio. En ese punto las libertades globales hacen cimbrar a los poderes establecidos que reaccionan a su manera, sin límites ni apego a la ley. Las virtualidades de las nuevas formas de comunicación son inconmensurables, pero plasmarlas no será un juego, sino una nueva etapa de la lucha por la libertad y la igualdad contra la dominación hegemónica.

“Ha sido la política megalómana de los Estados Unidos, a raíz de los atentados del 11 de septiembre, la que ha socavado en gran medida los pilares políticos e ideológicos de su antigua influencia hegemónica, dejando al país sin más instrumentos que una fuerza militar aterradora, para consolidar la herencia del período posterior a la Guerra fría”, sintetizó, notablemente, Eric Hobsbawm. Un poder desnudo, desprovisto de otras fuentes de legitimidad, reacciona a su manera cuando se percibe en riesgo. Esa escena es recurrente en la historia, el contexto es novedoso.

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