Domingo, 5 de junio de 2011 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
A partir de las 19, en el Teatro Coliseo, en un día como cualquier otro, pero que fue el lunes 16 de mayo y que no fue como cualquier otro porque en el teatro mencionado tuvo lugar un concierto estupendo, de esos que uno no olvida, como tantas cosas que olvida por la imposibilidad de recordarlas todas o por el sano deseo de olvidar muchas para vivir más liviano y feliz. Lo que no olvidaremos fue que no bien se largó lo anunciado empezamos a escuchar a un coro juvenil llamado Coro Juvenil del Bicentenario. El Bicentenario ya se festejó, ya pasó y estos chicos siguen cantando muy bien, tal vez porque la temporalidad del arte poco tiene que ver con el calendario. De modo que seguirán cantando mientras se lleven bien, disfruten lo que hacen y lo trasmitan a los felices receptores de su arte. Este Coro Juvenil del Bicentenario alcanza su armonía bajo la dirección del maestro Néstor Andrenacci, quien anunciaba al público cada tema que el coro abordaría. Cuando lo hizo con esa encantadora canción que dice: Sal de ahí, chivita, chivita/ Sal de ahí/ De ese lugar, confesó a la audiencia que, pese a habérselo preguntado varias veces, nunca había averiguado de dónde tenía que salir la chivita.
En seguida vino el plato fuerte. Conozco a Federico Jusid desde que era un niñito que jugaba con mis dos hijas. Conozco a Juan José, su papá cineasta, desde tiempos muy lejanos, algunas veces (allá por 1967) solíamos cruzarnos por la Facultad de Filosofía y Letras, en 1969 jugamos al fútbol en un potrero de la Costanera y vi con entusiasmo varias de sus películas: Tute Cabrero y No toquen a la nena son dos joyas. Tiene otras, pero esas dos estarán en mí para siempre. Por esa época, los críticos, sabios en todo tiempo y lugar, gustaban decirle: “Tu película es ingenuamente marxista, pero no está mal”. Al presumir saber –ellos– más que Gramsci o Althusser de filosofía marxista, se permitían decirle a Juancho “ingenuo” en esa disciplina. No era así: Tute Cabrero fue una de las mejores óperas primas de nuestro cine. Algo que tal vez no descubrimos el día del estreno, pero que fue tomando consistencia, fuerza, con el paso del tiempo y con la visión horrorizada de “otras” óperas primas. Federico no salió cineasta como su papá ni escenógrafo como su tía Margarita. Salió músico. Y muy bueno. Eso nos permitió la inevitable cargada: “¡Al fin un talento en la familia!”. Juancho y Margarita se rieron mucho. (Después, no sé. Pero en serio: fue un chiste. Muy en el estilo de los de Juancho además. Siempre creo que nos hemos expresado nuestro profundo cariño y mutua admiración entre puñaladas. Son estilos.) Vuelvo a Federico. Estrenó en Argentina su Tango-Rhapsody. Alguna noticia tenía de este intento. Hace unos años di en Clásica y Moderna una charla sobre Casta de malditos, el gran film-noir de Kubrick. Juancho se apareció por ahí y antes de la charla me contó qué hacía Federico en ese momento en París con un grupo de músicos. Estudiaban y tocaban la Rhapsody in blue de George Gershwin. Es decir, Federico preparaba su Tango-Rhapsody. La pieza se extiende casi por veinte minutos, está muy bien orquestada y es para dos pianos. La parte pianística está llena de exigencias, de pasajes a lo Liszt (que Gershwin también utilizaba), razón por la cual reclama de los pianistas pirotecnia jazzística, con toques de tristeza que ya provienen del blue o del tango. Que son dos géneros hermanados hondamente. Nadie ignora que el tango es triste. Nadie ignora que Discépolo, en una hermosa definición, arriesgó: “El tango es un sentimiento triste que se baila”. “Blue”, por otra parte, significa “tristeza”. Es la tristeza de una raza oprimida. Que, en el caso de Gershwin, se une a otra: los judíos. Días atrás, con mi mujer, escuchábamos el aria de Porgy and Bess: Bess you is my woman now. Siempre que la escucho le comento que Alberto Favero, al tocarla una vez en Clásica y Moderna, respondió a los aplausos del público levantando la partitura, exhibiéndola: “Esto hay que aplaudir”. Al pasar por mi mesa –sabe que soy un gershwiniano de alma, que vine al mundo cantando “Summertime”– se detuvo y preguntó: “¿Cómo hizo? ¿De dónde sacó esto? ¿De dónde lo sacó?”. Mi compañera dio con la respuesta: “Es el mejor Puccini pasado por el dolor de los negros y los judíos”.
La Tango-Rhapsody de Federico Jusid contó –esa jornada de ese lunes de mayo–, en los dos pianos que exige su partitura, lo mejor que podría haber soñado. Porque ante un piano se sentó Karin Lechner y ante el otro Sergio Tiempo. Karin y Sergio son dos grandes pianistas y el dúo que han consolidado no debe tolerar comparación con ningún otro. A mediados de los ’80, las hermanas Katia y Marielle Labèque alcanzaron un éxito arrasador con un disco dedicado a la música de George Gershwin. La versión del Concierto en fa mayor era satánica. Sobre todo el tercer movimiento, un rondó-tocatta en que las dos parecieran incendiar sus pianos. Leonard Bernstein las bendijo adaptando para dos pianos la Suite de West Side Story y las Labèque también llegaron hasta los límites de esa partitura. Pero el presente es de Karin y de Sergio. Nacieron en una familia musical. Hasta Martín Tiempo pianotea sus aires de jazz si se sienta a un piano. Martín fue un perdurable amigo de Martha Argerich; podría decirse que se acompañaron a lo largo de la vida. En un libro del periodista Olivier Bellamy sobre Argerich (acaba de aparecer en castellano) se los ve a Martín y a Martha, muy jóvenes, sentados en una escalinata, miran a la cámara y saben que tienen la vida por delante. (El libro de Bellamy es banal y apenas si consigue penetrar en algunas de las sendas secretas de Argerich, en sus laberintos recónditos, clandestinos, e indagar, ahí, las claves esquivas del genio, sus condiciones de posibilidad.) Lyl Tiempo, mujer de Martín (los dos padres de Sergio; Lyl de Karin), también fue cercana amiga de Argerich y la acompañó en algunos de los momentos más difíciles de su vida. Lyl es el alma pianística del grupo familiar. Hija de Antonio De Raco, formó, a su vez, a Sergio, a Karin y a Natasha, que a los ocho años tocó el N 1 de Beethoven en el Teatro Colón. Se trata, en suma, de una dinastía de pianistas. Karin y Sergio, además de formar el dúo que deslumbró con el Tango-Rhapsody de Federico, suelen actuar como solistas. Sergio, acusado siempre de pirotécnico, se ha moderado, se ha pulido con los años y su musicalidad es ahora excepcional. De Karin me envió Lyl un CD de un concierto que dio en Islandia: el Concierto en fa mayor de Gershwin. Demoré en escucharlo. Cuando lo hice me deslumbró. Se lo dije y me envió un mail. Decía: “Al principio me pareció extraño. No es la música que acostumbro a tocar. Después me pareció hermoso. Después me enamoró”. Además Karin tiene grabados los dos conciertos para piano de Brahms, poco transitados por la familia y misteriosamente eludidos por la gran Martha. En suma, la ejecución que ofrecieron Karin y Sergio de la obra de Jusid fue deliciosa. Hasta hicieron bromas. Jugaron a pelearse, a rivalizar. Karin, de vestido rojo, corrió desde su piano hasta el de Sergio y puso sus manos y antebrazos sobre las cuerdas para impedirle tocar. Luego, cada vez que el virtuosismo la arrojaba hacia las partes agudas del teclado fingía caerse del taburete. Después volvía, con todo, con el gran Sergio, a sacarle lustre, un sonido hermoso a la Tango-Rhapsody (más rhapsody que tango, aunque no faltan los acordes fuelleros en la orquesta que llegan hasta sonar como el célebre pasaje martellato de La consagración de la primavera). Por fin, Alejo Pérez y la Orquesta Juvenil del Bicentenario dieron a su audiencia una pujante interpretación de la gran obra de Modest Mussorgsky, Cuadros de una exposición, orquestada por Maurice Ravel, que, entre otras importantes cosas, nació para esa tarea. Sólo nos resta ovacionarlos a todos desde esta platea, ovacionarlos otra vez y pedirle al joven autor de la Tango-Rhapsody: Otra, Federico.
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