Domingo, 5 de junio de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González *
Días pasados escuché, en el salón Borges de la Biblioteca Nacional, a un hombre que presentaba un discreto atildamiento y una dicción que exhibía una gran fuerza autocontenida. Acostumbrado a ser claro, segmentaba continuamente su exposición en diversos apartados; 1, 2, 3... Hay en esta actitud algo del matemático que es, y también algo tenue de su formación dialéctica. Sin embargo, este atisbo pedagógico que indicaba la comunión entre dialéctica y matemáticas nunca obstaculizaba el señorío de una exposición política de gran originalidad. Ese hombre era el vicepresidente de Bolivia, Alvaro García Linera. Parecía cansado, era de noche y decía no haber almorzado, pero lo poseía el espíritu del orador. García Linera es un expositor que goza del momento único en que se recrea el público por medio de un discurso complejo y a la vez de sorprendente incidencia colectiva. El vicepresidente teoriza sin aplicar ideas previas a los hechos. Frasea como frente a una clase que de pronto se torna asamblea o plaza pública. Las ideas son las que surgen de las propias referencias con que se cargan los hechos, no exteriores a ellos. En todo momento la vicisitud histórica boliviana brota de los poros de sus dichos. Se pronunció por la idea de una contradicción incesante, en la que nunca se cierran las tensiones, que así acaban siendo creativas. La búsqueda de un punto donde la tensión se muestra plena de producción histórica –punto decisivo y difícil, que exige un trabajo interno de reacomodamiento de nuestras miradas tradicionales–, pasa a ser la definición misma de la política.
¿Cómo serían esas contradicciones incesantes? ¿Las tenemos en cuenta no-sotros en nuestros debates? El expositor fue sabio. Primero fue elaborando todos los temas que vendrían a ser las capas culturales superpuestas en la historia boliviana. Las comunidades indígenas y la nación; la concentración del poder y su difusión en zonas que lo desconcentran o descomprimen; la industrialización y el resguardo de la naturaleza; la acción colectiva en todas sus múltiples transfiguraciones y “Evo como figura inescindible del colectivo en acción”. Ahora bien, éstas y otras son contradicciones, tensiones. ¿Cómo se procede con ellas? Una tentación sería inevitable, la de considerar que las contradicciones son portadoras de costos para su resolución. Y cuando se resuelven, aparecen “síntesis superadoras” confirmadas por la materialidad o la verdad de la historia. No, pero en la versión de García Linera, las cosas no son así. Donde sería fácil encontrar todo realizado luego de que se ejerciera el trámite conflictivo, siempre habrá irresolución, siempre habrá una vacante o una disponibilidad sin consumarse.
La definición del hombre político que de aquí emerge es la del que está siempre frente a un abismo, resolviendo agónicamente y dejando siempre aberturas, vacíos. Me pareció asombroso, y así se lo dije a García Linera, que un proceso político tan original como el boliviano, hubiera descubierto una forma figurativa tan decisiva para la condición del político: el que siempre está ante la decisión y la inconclusión. No son situaciones tan diferentes a las que aquí vivimos, aunque no se lo haya dicho de esta forma. El vicepresidente boliviano lo dice con un idioma inusual. El es un académico. ¿Pero qué significa esto? En el discurso que le escuchamos rondan las citas de Marx, Lenin, Mao. ¿Qué nos dicen esas citas? Por un lado, que estamos ante un expositor de formación marxista, que se desempeña muy adecuadamente entre las páginas de los Manuscritos de 1844 o la discusión con José Aricó sobre el célebre artículo de Marx denostando a Bolívar, tema sobre el cual en su libro, Potencia plebeya, García Linera toma una posición atrevida, volviendo a los criterios de aquel Marx sobre las imposibilidades del Estado y la debilidad de la sociedad civil. Pero por otro lado, las citas más ortodoxas están hechas (creí notar) no como un recurso a la autoridad, a la fijeza de un aforismo o a un dictamen de observancia literal. Parecían rememoraciones de un pasado, frases honrosamente sueltas de otra época a la que miramos con la nostalgia que le concedemos a nuestra adolescencia, a nuestra toma de partido en los momentos que parecía fácil anudar cualquier texto a la realidad.
Buena parte de lo que hoy parece la vida política, sería el arte de seleccionar no sólo las “citas sobrevivientes” de otros procesos históricos, sino el modo implícito de advertirnos cómo las usamos. Si como forma de autoridad, como partes de una ciencia que rige a la política, como emblemas que dan lustre al orador, o como lo que verdaderamente importa, como elemento sugerente de lo que fuimos, de lo que leímos y ponemos ahora sobre la mesa como un guiño amistoso hacia las tantas pérdidas, fracasos y recomposiciones que todo vivir impone o se impone. En ese sentido, la cita de Sartre me pareció contener más destellos de actualidad. Recordó García Linera la cuestión del Otro como presencia amenazante, síntoma de mortalidad, pero también indicio para aprender a fusionar lo disperso, crear grupos, comunidades. Una cita alusiva de la Crítica de la razón dialéctica, los viejos tomos sartreanos ya no visitados por la actualidad política, que reaparecen en el vicepresidente boliviano en forma lateral. La cita alusiva es la verdadera cita y en algunos casos la verdadera representación de lo que es un discurso cabal, no un sistema de axiomas sino una alusión condescendiente a lo que creímos y a lo que se desprende de lo que creímos en estos tiempos que anuncian su poder cancelatorio frente a las bibliografías que parecían eternas.
Potencia plebeya, el libro de García Linera, contiene la influencia de lecturas mucho más contemporáneas que muchas de las evocaciones de décadas pasadas. Vemos en él un avatar contemporáneo del spinozismo, una visión que acaso remite a Toni Negri en la interpretación del Manifiesto comunista, una influencia menos que difusa de los “estudios culturales” o “estudios subalternos” a la manera de las más movedizas academias del hemisferio norte –que en la Argentina nunca acabaron de instalarse– y persistentes homenajes a Pierre Bourdieu, quizás el último gran sociólogo occidental. Como manjar adicional, la atención hacia un denominado “momento robespierreano”, que implica una relectura de las crisis y refundación de los estados. Destellos jacobinos en la política boliviana, neocomunitarismo y filosofía de las revoluciones, que buscaban los herederos del pensar filosófico en los movimientos sociales. García Linera retoma el modo de escribir, de citar y problematizar a las sociedades arcaicas y modernas de José Carlos Mariátegui. Siete décadas después, el Georges Sorel del peruano es el Bourdieu del boliviano.
La sociedad nacional argentina y sus estilos sindicales, universitarios y comunicacionales, no hicieron posible los vasos comunicantes entre el movimiento social y las tesis académicas que retoman lecturas de las revoluciones pasadas (Franz Fanon leído por los “poscolonialistas”). En nuestro caso, quizá con razón, no los consideramos imprescindibles. Por un lado, porque serían justas las críticas que se escuchan entre nosotros a esos estilos académicos que surgen de sociedades maduras que piensan con nostalgia la revolución (ver el gran escrito de Casullo sobre “La revolución como pasado”, en su libro póstumo Las cuestiones) pero quieren refugiarla en post estudios de lo que no fue. Por otro lado, porque el mundo intelectual argentino, aunque contiene en reductos calificados a todas estas bibliografías, no tuvo la posibilidad de que el movimiento social masivo (verbigracia, el sindicalismo real argentino) abriera sus puertas a estas elaboraciones. Ya había adquirido los blasones duraderos que hasta hoy lo caracterizan, lo que en un aspecto ofrece una atinada fórmula de prevención contra las adquisiciones provenientes del modo de producción académico mundial, en otro aspecto no impide que se reconozcan las dificultades.
¿Cuáles serían ellas? La desconfianza fácilmente reconocible en los ambientes políticos argentinos, incluyendo especialmente a los de cuño popular, para enfrentarse con fuentes cognoscitivas provenientes del espíritu universal de transformación. En el siglo XIX se dijo que el movimiento obrero alemán sería el heredero de la filosofía alemana. No ocurrió así, pero esa esperanza fracasada siempre está latente en cuanto a los movimientos sociales, indigenistas, nacional-democráticos, sindical-reformistas, agrario-igualitaristas, para que recojan en su seno un pensar de época, con todas las traducciones que se le deban a la circunstancia nacional que les sea singular.
García Linera, inspirado por la situación boliviana –que en su infinita conjugación de planos étnicos, sociales y nacionales siempre fue más receptiva que la nuestra para recibir primicias conceptuales de todo el orbe–, habla sin los reparos que en nuestro caso surgen de la espesa malla de tradiciones políticas nacionales encarnadas en la vida social real. No nos quejamos de ellas. Al contrario, aprendimos a actuar en sus almacenamientos y subsuelos. Pero si se respirase en el horizonte una atmósfera en la que asoman diversos estereotipos, hay que hacer la pregunta sobre la necesidad de que las fuentes universales del conocimiento, a veces con ese nombre, a veces con sus transcripciones locales, actúen entre nosotros. Somos autonomistas culturales, sabemos bien protegernos de tilinguerías y colonialismos pedagógicos. Pero qué daríamos para que en nuestra agenda de debates apareciera la definición de la política como el sentimiento de tensión que nunca cesa, el estremecimiento abismal de que siempre hay que elegir entre fuerzas contrapuestas y que esa inconclusión dramática es finalmente el ambiente que preside las grandes construcciones de la historia.
* Director de la Biblioteca Nacional.
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