Domingo, 8 de enero de 2012 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
No era fácil elegir el título para estas pequeñas anotaciones. Podría haber sido: “Música y nacionalsocialismo”. Podría haber sido: “La música y el Tercer Reich”. O “La música y los nazis”. Elegimos, por fin, “La música bajo el Tercer Reich” porque señalaba una sumisión, un sometimiento de la música a lo político. Peor aún: a la tiranía. La expresiva y polivalente palabra “bajo” expresa aquí, en su modalidad de adverbio de lugar, la situación espacial de la música en esa etapa de la Historia. Estuvo, no autónoma y libre, sino bajo “algo”. Bajo el Tercer Reich. Al ser el Reich del hitlerismo, un Estado dictatorial y terrorista, ese título y esa palabra –“bajo”– indican una situación excepcional de la música. Se trata de una música instrumentada por un proyecto político, obediente a él y capaz –por motivos que deberán ser indagados– de expresarlo.
Los nazis fueron geniales en montar una escenografía para aterrorizar. De la mano de Albert Speer, se construyeron grandes edificios, estatuas anonadantes de los grandes mitos germánicos y hasta se llegó a diseñar una nueva Berlín que se desbordaría en grandes avenidas coronadas por svásticas e imágenes de soldados nacionalsocialistas que ya habrían conquistado, no sólo Europa, sino el Este frío del gran enemigo comunista, ya vencido y esclavizado. A esto se sumaba una cinematografía documental que –por medio de luces, primeros planos y travellings– atemorizara al espectador ante la grandeza de lo que estaba viendo: la expresión ceremonial del nacionalsocialismo, tarea que correspondió al enorme talento de Leni Riefensthal. En la música hubo una elección primera que no fue difícil: nada de compositores judíos, nada de música disonante o esa basura del atonalismo, coherente obra de ese “judío”, Arnold Schönberg. El caso de Schönberg ha merecido numerosos estudios. En septiembre de 1874 nace en Viena y en 1933 –más que sensatamente– emigra a Estados Unidos. Se instala –como Adorno y Horkheimer– en California. Aquí, ya sereno, sigue componiendo y cambia la grafía de su nombre, ya que le era posible escribirlo de otro modo acaso más comprensible y no necesariamente menos alemán: Schönberg. Como curiosidad, ninguno de sus biógrafos evita señalar que, como Hitler, era pintor. Algo que no tiene mayor relevancia. Es imposible ver en ese detalle apenas algo más que una casualidad. No hay nada que una a Schönberg con el alucinado autor de Mein Kampf. En California, el compositor vienés sigue desarrollando el método dodecafónico y componiendo con la serenidad espiritual que semejante tarea requiere. Entre sus mejores amigos está el que sin duda es otro genio del siglo XX, George Gershwin. Entre ambos hay dos diferencias esenciales. Schönberg compone siempre en base a su método. Gershwin (salvo en su apenas y mal valorada Segunda Rapsodia) nunca escapa de la tonalidad, pero su poder melódico es inmenso. La otra diferencia será siempre discutible pero –creo– cierta y fruto de meditaciones que todavía se evitan porque hieren. Schoenberg es el líder de “la música que el siglo XX no escuchó”. Gershwin no sólo fue escuchado y aclamado en vida y más aún luego de su muerte (como, digamos, Ravel), sino que hoy, en pleno siglo XXI, la gran pianista de jazz, la fenomenal Hiromi Uehara, lo nombra como uno de sus “compositores predilectos” (tiene pocos) y toca brillantemente la eterna Rhapsody in blue y Tengo ritmo. En algún momento abordaré la amistad entre Gershwin y Schönberg. Lo curioso (o acaso no tan curioso, pues los separaron más las elaboraciones mediocres de los críticos que sus talentos musicales) es que fueron buenos amigos. Al morir tan tempranamente Gershwin (1937),Schönberg, que recién moriría en Los Angeles un 13 de julio de 1951 (Gershwin había muerto en la misma ciudad y también en julio, el día 11), dirá: “Me parece, más allá de toda duda, que Gershwin fue un innovador. Lo que hizo con el ritmo y la armonía no es algo meramente estilístico”. Pero Gershwin no hubiera sobrevivido ni un par de horas en la Alemania nazi (aun cuando muchos jerarcas atesoraban secretamente discos con su música). Los elegidos del Reich fueron los grandes y puros de la música alemana. Ante todo, Wagner. Y luego Beethoven, Brahms, Bruckner y Richard Strauss. Pero, ¿qué gran orquesta y qué gran director se encargarían de llevarlos a los oídos de las masas y de los exigentes musicólogos de las salas de concierto?
La responsabilidad estuvo a cargo del ministro de Propaganda Joseph Goebbels. Algo que señala con claridad que –para los nazis– la música (aun la gran música y ésta sobre todo) formaba parte del aparato de propaganda. Wagner se emitía siempre que Hitler pronunciaba alguno de sus exaltantes discursos radiales. Goebbels decidió reforzar y pulir la Orquesta Filarmónica de Berlín. Que pasó a ser La Orquesta del Reich. A su frente confirmó al gran director del siglo XX en ese momento y acaso en todo el siglo: Wilhelm Furtwängler. Esta relación tensa, coinflictiva, que se inaugura entre Goebbels y Furtwängler ha sido objeto de varios libros y se ha popularizado por la obra teatral del talentoso y prolífico Ronald Harwood, Taking Sides, que hicieron en Broadway Ed Harris y Daniel Massey (en el papel de Furtwängler) y llevó al cine, en 2002, István Szabó con Harvey Keitel y el notable Stellan Skargärd que entrega un Furtwängler lleno de matices, dudas, dolores irreparables.
Pero hubo otra música bajo el nazismo. La de los campos de concentración. Y la del gueto de Varsovia. Aquí, basándose en un tema de un compositor judío soviético, Dimitri Pokrass, se creó una canción con una letra conmovedora: “Nunca digas que estás transitando el camino final/ Aunque cielos de plomo oscurezcan los días azules/ La hora que anhelamos llegará/ Nuestros pasos resonarán: ¡Estamos acá!/ Desde tierras de verdes palmeras a distantes tierras nevadas/ Llegamos con nuestro dolor, con nuestras penas/ Donde nuestra sangre ha caído/ Resurgirá nuestra fuerza, nuestro coraje/ El sol de la mañana dorará nuestro presente/ El ayer se desvanecerá con el enemigo/ Pero si el sol y el alba se demoran, como una consigna/ Pasarán de generación en generación estas palabras/ Esta canción está escrita con sangre y no con la cabeza/ No es la canción de un pájaro en libertad”. La canción termina retomando la esperanza guerrera de sus primeras estrofas: “La hora que anhelamos llegará/ Nuestros pasos resonarán: ¡Estamos acá!” Pienso que uno de los textos de esta canción, escrita en el lugar sombrío y esclavo en que fue escrita, está a la altura del Schiller de la Novena de Beethoven: “Esta canción está escrita con sangre y no con la cabeza/ No es la canción de un pájaro en libertad”. Pocas veces el ultraje, la injuria de la dignidad de los seres humanos, su devastación, fueron expresadas con tanta elocuencia. También ésa –y en un grado tal vez superlativo– fue la música del Tercer Reich, en la voz de las víctimas, de los torturados que aún se atreven a soñar con una hora en que sus pasos volverán a resonar, libres. (Consultar: Shirli Gilbert, La música en el Holocausto, Editorial Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010, edición exquisitamente cosida.)
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