Viernes, 19 de octubre de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
Las dos personas que resumen como ninguna otra, para mí, la Guerra Civil española son el anarquista Buenaventura Durruti y Simone Weil, la mística judeofrancesa que quería ser católica. Sus vidas se cruzaron sólo cuarenta días y apenas tuvieron trato. Nada habría cambiado si se hubieran conocido más porque fueron, en vida, demasiado viscerales los dos. El único diálogo posible entre ambos tendría que haberse dado después de muertos, y levante la mano quien sepa qué nos ocurre después de morir. Llovía cuando los enterraron, a uno en Barcelona, a la otra en Londres. Pero si se empieza por sus muertes, por la desesperante manera en que murieron los dos, no hay manera de remontarla, así que probemos por otro lado.
A Simone Weil le repugnaban las guerras. Pero en julio de 1936 descubrió que estaba participando moralmente en una, incluso contra su voluntad. Participar moralmente significaba estar pendiente de cada cosa que sucedía en aquel conflicto, anhelar la victoria de un bando y desear con igual fervor la derrota del otro. En cuanto comprendió eso, la joven Simone Weil hizo lo mismo que un sinfín de jóvenes idealistas del mundo: abandonó todo y se subió a un tren, con el propósito de sumergirse de cabeza en la Guerra Civil española. El epicentro de la guerra en agosto de 1936 era Zaragoza. Durruti había llegado marchando con su Columna hasta las puertas de la ciudad y pedía desesperadamente armas y municiones a Barcelona: sabía que podía tomar perfectamente Zaragoza. Si lo hacía, nada lo frenaría hasta Bilbao y, con las dos urbes industriales de España bajo bandera, la guerra estaba ganada. Pero desde Barcelona no le mandaban ni las ametralladoras ni los cañones que pedía: los políticos republicanos temían al fascismo, pero temían más que Durruti fuera creando comunas anarquistas en cada lugar por donde pasaba en su caótico avance: lo primero que hacía la Columna Durruti al entrar en cada pueblo era abolir el dinero, destruir todas las actas de la alcaldía, del juzgado y de catastro, quemar las iglesias y abrir las cárceles. Durruti combatía al poder como si estuviera en el siglo diecinueve, porque el poder (“los dueños de todo y sus cómplices, los curas”, en palabras de Simone Weil) seguía matando de hambre al pueblo como en el siglo diecinueve.
La central obrera que Durruti armó en Barcelona (la ciudad más industrial de España y, por eso mismo, la más proletaria también) llegó a tener más de un millón de afiliados, y casi no había comunistas en sus filas, eran todos de la hermandad anarquista: el sueño de Bakunin hecho realidad. Habían sido ellos quienes salvaron a Barcelona de caer en manos fascistas; el gobierno mismo debió agradecerles públicamente. El gobierno sabía que nadie en las filas republicanas tenía el efecto de Durruti sobre la moral colectiva. Por eso no le dieron las armas, por eso no se tomó Zaragoza, por eso lo tuvieron a Durruti esperando inútilmente hasta noviembre, cuando se le rogó que fuera a defender Madrid, y en Madrid salió mal todo lo que podía salir mal: en menos de una semana, Durruti estaba muerto y comenzaba el derrumbe republicano. Simone Weil estaba en París cuando lo supo. Se recuperaba de una fea quemadura en las piernas para poder volver a España, pero ya no era moralmente su guerra. Ya no le parecía un enfrentamiento entre los desposeídos y los todopoderosos, sino una confrontación más de potencias europeas: Rusia, Alemania, Italia, más Inglaterra y Francia en abyecto segundo plano. Durruti pensaba casi lo mismo en sus días finales: que las filas republicanas estaban infiltradas de comunistas de Moscú y que Moscú no quería ganar la guerra civil porque eso hubiera desatado una guerra mundial para la que la URSS no estaba preparada. Por eso se dijo que la bala que mató a Durruti en las calles de Madrid fue disparada por un comunista. En el departamento de París de los padres de Simone Weil, donde organizó a los ponchazos la Cuarta Internacional a fines de 1933, Trotski había hecho callar fastidiado a la joven hija de los dueños de casa decretando que los anarquistas españoles eran contrarrevolucionarios. Tres años después, esos mismos anarquistas eran acusados de trotskistas y retirados de sus puestos en la lucha, por los comunistas de Moscú que habían copado el gobierno republicano, los mismos que ya estaban tramando el asesinato de Trotski.
Lo que había desencantado a Simone Weil en su breve experiencia española fue descubrir que toda guerra sólo se hace “para conservar o aumentar los medios para hacerla” y que a eso se había reducido Europa. Antes de ir a España había interrumpido sus estudios de filosofía para probar en carne propia la naturaleza de la opresión obrera. Luego de un año “como esclava” en los talleres Renault en las afueras de París, dijo que no le quedaba sino convertirse a “la religión de los esclavos” y abrazó el cristianismo (aunque sin bautizarse: su confidente, el abate de Naurois, diría después que no estaba lista, por falta de humildad). Con ese espíritu fue a España, y volvió emocionalmente quebrada, y escribió a partir de entonces sus alucinantes libros (que se publicaron todos después de su muerte). Sus padres la arrastraron a Vichy, donde tuvieron que frenarla para que no fuese al comando de asuntos raciales a explicar por qué era un despropósito considerarla judía (hasta a ellos, que la habían educado atea, les estremecía ese rechazo de su hija a la sangre hebrea). Lograron por fin subirla en un barco que los llevó a Nueva York. Ella insistió en dormir en el suelo, ya que no podía viajar en cuarta clase. Meses después cruzó sola a Londres, donde pidió en vano a De Gaulle ser arrojada en paracaídas sobre la Francia ocupada. Víctima de tuberculosis, internada en un hospital, se negó a alimentarse para compartir el hambre que padecían sus compatriotas bajo la Ocupación. Se dejó morir por lo que hoy se conoce como anorexia mística. Fue enterrada en la sección católica del cementerio de Ashberry. Llovía a cántaros. El sacerdote que iba a oficiar la ceremonia tomó el tren equivocado desde Londres y nunca llegó.
También llovía en el funeral de Durruti en Barcelona. Quinientas mil personas esperaron en las calles el arribo de su cadáver desde Madrid. La camisa que llevaba puesta al morir, con el agujero de bala en el pecho, fue exhibida junto a la bandera anarquista y el féretro, en el enorme salón donde lo velaron. Sólo se hablaba de una cosa, en voz baja: si la bala había sido fascista o comunista. Recién después de la muerte de Franco, cuarenta años después, los testigos presenciales y los íntimos de Durruti aceptaron contar la verdad que era imposible de confesar en 1936: a Durruti se le había disparado solo el naranjero que llevaba en la mano al bajar del auto; la bala que acabó con él no había sido ni fascista ni comunista. Si hay algo esperándonos del otro lado de la muerte, puede que algún día lleguemos a saber qué se dicen uno al otro Buenaventura Durruti y Simone Weil cuando contemplan desde lejos sus propias vidas y todo lo que pasó después.
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