Viernes, 30 de agosto de 2013 | Hoy
Por Juan Forn
Rainer Maria Rilke siempre quiso vivir en Rusia, lo supo desde que pisó Moscú por primera vez, en 1897, cuando tenía veintiún años y aún no era para el mundo el poeta supremo que llegaría a ser (para los rusos que lo conocieron en ese viaje sólo era el atentísimo acompañante de la voluble Lou-Andreas Salomé). Volvió dos veces más en los cinco años siguientes y buscó en vano un mecenas que se hiciera cargo de sus espartanos gastos (entre los que se negaron estaba Suvorin, el magnate de la prensa que apadrinaba a Chéjov). El plan nunca funcionó. Cuando surgió la posibilidad de instalarse en París como secretario de Rodin, el curso de su vida adoptó la dirección que todos conocemos: se convirtió en el poeta en estado puro, el poeta errante que no lograba encontrar su casa en ninguna parte. Su amor por Rusia se volvió pura añoranza, la misma que habrían de padecer los rusos que abandonaron en oleadas su país desde 1905 en adelante. Hasta que les fue perdiendo el rastro, Rilke envió ejemplares de cada libro que publicaba a los rusos que habían sido gentiles con él allá, en particular al pintor Leonid Ossipovich Pasternak (que lo había llevado a conocer a Tolstoi).
Con la Revolución, la familia Pasternak se dividió: Leonid, su esposa y sus hijas mujeres se fueron a Berlín; el único hijo varón se quedó en Moscú. A comienzos de 1926, Rilke ya era un recuerdo más de lo perdido para Leonid y su familia, lo daban por largamente muerto cuando leyeron en un diario berlinés que el poeta se aprestaba a cumplir cincuenta años en Suiza, honrado desde todos los rincones de Europa. Leonid le escribió una carta (“¡Celebrado poeta, está usted vivo! ¿Me recuerda?”), a la que Rilke contestó que no sólo se acordaba, sino que recientemente había leído en una revista unos poemas singularmente interesantes, traducidos del ruso, de un joven valor llamado Boris Pasternak. Todo lo que Rilke amaba de Rusia estaba en esos versos y le daba especial emoción que quien los hubiera escrito fuera aquel muchachito de nueve años que en 1899 los había acompañado a Yasnaia Poliana, a ver al conde Tolstoi.
Leonid le mandó la carta de Rilke a su hijo a la URSS. Boris recibió y leyó esa carta el mismo día en que llegó a sus manos una copia de “El Poema del Fin”, escrito en el exilio por una poeta de su edad llamada Martina Tsvietáieva, que se lo mandaba a través de gente de su confianza. Pasternak idolatraba a Rilke, se regía poéticamente por él. Y venía sintiendo una empatía cada vez mayor hacia aquella mujer que en Rusia le era indiferente, pero de la que se había ido enamorando por los poemas que le mandaba desde Francia, y que en aquel poema en particular llegaba hasta donde él no había sido capaz de llegar. Pasó la noche en vela, electrificado, y al amanecer saltó de la cama y se puso a escribir dos cartas que dudo que otro poeta en el mundo hubiera sido capaz de escribir. Aunque la información llegara tarde y muchas veces deformada en el camino, los que estaban en Rusia mal que mal sabían qué hacían y cómo la estaban pasando aquellos que se habían ido. Pasternak sabía que Tsvietáieva estaba más sola que nadie en el destierro. Los emigrados la detestaban y en la URSS no la leían por emigrada. Pasternak moría por los libros que Rilke ofrecía mandarle, pero sabía que Tsvietáieva los necesitaba más. De manera que le pidió a Rilke que los mandara a Francia, a la poeta Marina Tsvietáieva, que merecía más que ninguna otra persona en el mundo estar en diálogo con él (“Yo sólo querría que ella pueda vivir algo semejante a la alegría que, gracias a usted, se ha adueñado de mí. Permítame considerar el envío de esos libros como su respuesta a mi carta”). Rilke cumplió con el pedido. Los libros eran los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, imagínense. Tsvietáieva creyó desfallecer, se entregó a una correspondencia febril con Rilke, de la que nada dijo a Pasternak, aunque él le escribía desde Moscú: “Quiere que lo visitemos en Suiza. Nos espera, ¿comprendes? Debemos estar juntos. El lo dice”.
A Rilke, en cambio, Tsvietáieva le escribía: “Escucha, Rainer, para que lo sepas de entrada. Boris te regaló a mí y en cuanto te recibí quise tenerte para mí sola. No amo ni respeto el amor, la bajeza suprema del amor. No quiero ir a verte, no quiero querer. ¿Qué espero de ti? Nada. Todo. El permiso para elevar la mirada hacia ti cada instante de mi vida”. Rilke se estaba muriendo. Ocultaba a todos su enfermedad, porque ningún médico sabía darle nombre (resultó ser una rara forma de leucemia). A duras penas había resistido los fastos de su cincuentenario, sabía que con las insuperables Elegías de Duino había concluido su obra, se estaba yendo del mundo ya cuando apareció Tsvietáieva en su vida, con su desbocada alma rusa regida por el amor hacia lo inapresable (“No vivo en mi boca, quien me besa no me alcanza”). A pesar de que ya había dado por concluida su obra, Rilke reunió fuerzas para escribir una última elegía, se la dedicó a Tsvietáieva y después se murió, en los últimos días de diciembre de 1926. Tsvietáieva le escribe a Pasternak: “Ha muerto Rilke. Vinieron a invitarme a una fiesta de año nuevo y me dieron la noticia. Eres el primero a quien escribo este año que comienza. Oh, Boris, hemos quedado huérfanos, nunca iremos a verlo. Ese lugar no existe más”. Pero no le dijo una palabra de la elegía.
Pasternak recién la leyó en 1959, cuando el hijo de Tsvietáieva se la mostró. Tsvietáieva había vuelto a la URSS con sus hijos después de que se supiera que su marido trabajaba para la policía secreta soviética. Cuando empezó la guerra, fue evacuada junto a su hijo a la región de Elábuga (su marido y su hija mayor estaban en los gulag, su hijita menor había muerto de hambre en el orfanato donde la obligaron a dejarla). Un día en Elábuga le dijo a su hijo: “Mur, los estorbos en el camino habría que eliminarlos”. El le contestó: “No estaría mal pensarlo”, y se fue a dar una vuelta. Cuando volvió, encontró a su madre ahorcada con el cinturón con el que cerraba su única valija. Mur había ido a pedirle a Pasternak que lo ayudara a averiguar dónde habían sepultado a su madre y recuperar sus restos. Lo único que recuperaron fue esa valija con el poema manuscrito de Rilke adentro. Los especialistas rilkeanos no saben adónde poner esa elegía rusa. Los hijos de Pasternak, en cambio, que juntaron todas las cartas de su padre, de Tsvietáieva y Rilke en un libro, pusieron aquella elegía al final, junto con el poema que Tsvietáieva empezó a escribir creyendo que era sobre Pasternak y para Pasternak, y luego descubrió que era sobre Rilke y para Rilke, a lo largo de aquel verano de 1926. El poema se llama “Carta de Año Nuevo”. Al terminarlo, Tsvietáieva se lo envió a Pasternak, junto con estas líneas: “Tú para mí y yo para ti nos volvimos poco a poco el amigo con quien quejarse: me duele la herida, me quema la herida. Me eres tan necesario como el precipicio para tener a dónde lanzar la piedra sin oír el fondo. Pero no tenemos más que palabras. Estamos condenados a ellas”.
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