Domingo, 22 de febrero de 2015 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Para Adolfo Aristarain
Hará un mes, por ahí, no menos, no más, y me llega un mail de mi hija Virginia. Dice: perfil terminó de perder la chaveta! :) a ver papi si todavía te llaman a declarar jajjjj. http://www.perfil.com/policia/Una-pelicula-argentina-muestra-como-hacer-pasar-el-homicidio-de-un-testigo-por-suicidio-20150125-0056.html Presuroso, con el soterrado temor de verme ya en el banquito de los acusados (recuerdo a Kafka, su enseñanza esencial: cualquiera en cualquier momento puede estar en el grupo de los perseguidos, cito de memoria), clickeo en busca del site que Virginia me ha indicado. Ahí aparece lo siguiente: “Una película argentina muestra cómo hacer pasar por suicidio el homicidio de un testigo. En Los últimos días de una víctima, un sicario asesina a un testigo que complica al poder y debía declarar al día siguiente a las 15.00 horas”. (Perfil, 25 de enero de 2015). Aclaremos un par de cosas: ni la película que hicimos con Adolfo Aristarain ni la novela en que se basó (mi primera novela, editada en noviembre de 1979 por Colihue-Hachette) se llaman Los últimos... etc. sino Ultimos días de la víctima. En cuanto al estilo: es bastante feo (y sólo se explica por el apuro que arrasa en las redacciones) poner la palabra “suicidio”, un artículo y enseguida la palabra “homicidio”. Si alguien busca la belleza de una rima debe escribir poemas, pero no prosa. La prosa no rima. Es de malos escritores incurrir en eso que llamamos cacofonías. La nota de Perfil continúa: “En (Los) últimos días de la víctima, un sicario asesina a un testigo que complica al poder y debía declarar al día siguiente a las 15.00 horas. En medio de las dudas e interrogantes por la muerte del fiscal federal Alberto Nisman, una escena de la película (Los) últimos días de la víctima (1982) de Adolfo Aristarain explica claramente cómo es el trabajo de los asesinos a sueldo para ‘crear suicidios’ y hay varios que le encuentran similitudes con el caso Nisman”. No voy a señalar otros errores gramaticales. Ya está: la nota está mal escrita, mal corregida y todo larga un perfume hediondo similar a las pestilencias de las redes cloacales anónimas, impunes, mentirosas. No digo “mentirosas” no porque no digan la verdad. Una, al menos, dicen: la del que escribió el texto. Pero esa “verdad” es “mentirosa” porque es anónima y, al serlo, es impune.
No lo llamé a Aristarain para no incomodarlo con esa versión arrojada al lodo de las infinitas, incesantes versiones sobre el caso Nisman. No sé si alguien mató a Nisman. Tampoco sé si se suicidó. Menos aún si “lo suicidaron”. Tengo “mi” versión. Como casi todo el mundo. Pero no interesa aquí. Sería una más. Interesa, creo, la relación entre una novela de noviembre de 1979, una película cuyo guión se escribió entre noviembre y diciembre de 1981 y se estrenó en abril de 1982 y una muerte que acaece en el ardoroso (políticamente, institucionalmente sobre todo) enero de 2015: al siglo siguiente. El protagonista de mi novela y el de la película, cuyo screenplay escribió Adolfo Aristarain con una colaboración que, para mi honor, él solicitó a la productora Aries, llevaba por nombre Raúl y por apellido Mendizábal. Raúl Mendizábal, asesino a sueldo exquisito, infalible, carísimo. Tan bueno, que requiere tres adjetivos para calificarlo con cierto rigor. Sigo con la nota de Perfil: “Protagonizada por Federico Luppi y Soledad Silveyra, la película basada en la novela homónima de José Pablo Feinmann muestra una clara escena de cómo un sicario realiza un homicidio y prepara la escena de manera tal que parezca que un hombre se quitó la vida. El argumento sigue los pasos de un asesino a sueldo que trabaja para importantes sectores del poder quienes le señalan diferentes víctimas”.
Raúl Mendizábal sale a luz (como dije) en noviembre de 1979. Argentina era un país sofocado, sometido a un control militar que segaba vidas hasta el exceso, y patrullado por asesinos de todo tipo. Me pareció (una vez decidido a elevar la cabeza, siempre con cautela porque cabeza que se elevaba, cabeza que desaparecía) posible recurrir a los mecanismos de la novela policial negra en que el contract killer es una figura insoslayable. Los lectores que descifraran la analogía sabrían que Raúl Mendizábal era un hombre secreto al servicio del poder. Durante ese año, el poder era el régimen de Videla. El texto planta, aquí y allá, diversos, inequívocos significantes que nos revelan la intención del autor, de qué está hablando, a qué se refiere. Durante un estado de terror el poder es Uno. La verdad es una. El poder se ha encargado de eliminar o sofocar a todos los otros. Eso es una dictadura: un régimen feroz en que el enunciador es Uno, en que lo Múltiple ha desaparecido. De aquí que, en 1979, hablar del poder era hablar de Videla y el régimen militar. En todo caso, los poderes se dirimían dentro de esa corporación.
En la novela, el hombre que mata Mendizábal en la bañadera se llama Morelli, en el film Ravenna. Cito la novela: “Volvió a mirar las fotos de Morelli, sobre todo aquella en que cruzaba la calle, mirando hacia atrás con temor, escapando de algo que ignoraba, pero que sabía, con pavorosa certeza, que tenía que ver con su muerte (...) ¿Qué había quedado en él del temor de ese hombre? (...) ¿Quién recordaba hoy a Morelli, quién sufría por su muerte o quién mantenía intacto su odio? Mendizábal no lo sabía, no podía saberlo. De toda esa historia, de su mejor trabajo quizá, le quedaban apenas un par de imágenes cada vez más lejanas: un hombre cruzando una calle, un hombre leyendo un diario, un hombre desnudo, cayendo pesadamente contra el piso de un baño, muerto” (Ultimos días de la víctima, Legasa, Buenos Aires, 1987, p. 97. Hay ediciones más recientes). Ya en la primera reunión con Adolfo decidimos empezar la película con uno de los asesinatos de Mendizábal. Elegimos el que acabo de narrar. Pasó al guión del siguiente modo que se conservó en el film: el señor Ravenna, señalado como responsable de la quiebra de la Cooperativa Nuevo Mundo, escapa al asedio de los periodistas y regresa a su piso. Ahí lo espera Mendizábal. Se le presenta, revólver en mano, y le dice: Mendizábal: “Tranquilo, señor Ravenna. No le va a pasar nada”. Ravenna: “¿Qué quiere? ¿Cómo entró?”. Mendizábal: “Con la llave. La guita, Ravenna”. Ravenna se resiste. Mendizábal lo noquea con la culata del revólver. Abre cuadro y vemos a Ravenna metido en una bañera. Mendizábal se ha puesto unos guantes de goma, como si fuera un cirujano. Ravenna: “A mí no me van a joder así nomás. En cuanto empiece a hablar se va a caer hasta el Obelisco. Si te digo quiénes están metidos no me lo vas a creer. ¿Para qué me metiste acá? No me digas que sos raro, flaco (...) Decime que no, no puede ser...”. Ravenna no consigue completar la frase. Mendizábal le ha colocado el caño del revólver en la sien. Dispara sin vacilar. La mitad opuesta de la cabeza de Ravenna revienta contra los azulejos blancos (...) Mendizábal sale del baño. Coloca su navaja en el pestillo de la puerta y la cierra. Al quitar la hoja la traba corre. La puerta queda cerrada por dentro. (El guión de Ultimos días... está publicado en mi libro Escritos para el cine, Punto Sur, Buenos Aires, 1988, p. 27. Nunca se reeditó. Aconsejo ver la gran película de Aristarain. Una de las dos o tres mejores del cine argentino. Hoy, su rigor, la maestría con que expresó en imágenes el sofocamiento de la novela, estremece. Un grande. Uno de los pocos y verdaderos grandes.)
Dije que no sé ni puedo saber si alguien mató a Nisman. Para eso está la Justicia. Pero la verdad de la Justicia será una más, la de quienes la manejan, la de quienes la tienen dominada o comprada. No hay una verdad, hay una lucha de verdades. Si hubiera un Dios en el que todos creyeran podría existir la Verdad en tanto la Verdad como lo Uno. En tanto verdad revelada. Esto ocurrió durante la Edad Media y se fortaleció por medio de la Inquisición. Hoy, la verdad es de este mundo, citando a Foucault. Que lo sea significa que hay una lucha por la verdad. “Solamente en esas relaciones de lucha y poder, en la manera en que las cosas se oponen entre sí, en la manera en que se odian entre sí los hombres, luchan, procuran dominarse unos a otros, quieren establecer relaciones de poder unos sobre otros, comprendemos en qué consiste el conocimiento” (Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Siglo XXI, Buenos Aires, p. 28). Pero esta modalidad del análisis no pertenece solamente (como plantea Foucault) a la política, sino a la filosofía política.
Todos emiten su verdad sobre el caso Nisman. De aquí el afán de los monopolios mediáticos por poseer la totalidad del mercado de la información. Si hay una sola voz que informa habrá una sola verdad. La del poseedor de los medios. Esa única voz tendrá el poder del Dios medieval. Será la revelada por una Iglesia en la que todos creen: la Iglesia del poder mediático. Pero éste es otro tema. Acaso el de este texto haya sido expresar la magia de la realidad. Borges solía decir: “A la realidad le gustan las simetrías”. También se dice: “La realidad imita al arte”. ¿No es fascinante que algunos o muchos lean la muerte de Nisman en una película de 1982? ¿Mendizábal mató a Nisman entonces? ¿Lo mató hace treinta y tres años? Nunca me gustan los comentarios que pululan en la red del anonimato y la impunidad. No los leo. A veces, cedo y les arrojo una mirada. Esta vez –al fin– no me arrepentí. Debajo de la hoy célebre primera escena de Ultimos días de la víctima, uno de los comentarios (en lugar de agraviarme en la modalidad de lo soez) decía: “El señor Feinmann nunca destiñe”. Gracias. Le aseguro que el señor Aristarain (filme o no filme, y ya filmará) tampoco.
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