Miércoles, 21 de junio de 2006 | Hoy
Por Eva Giberti
Los títulos son diferentes, según sea el periódico que edite la información, pero el hecho es siempre idéntico a sí mismo: mujer violada en la calle o en un ascensor o en la escalera de un consorcio.
¿Aumentó la proporción de violadores? Esta pregunta sólo puede aproximar alguna respuesta estadísticamente aceptable según de qué institución provenga, ya que sólo se registran aquellas historias que han sido denunciadas. La denuncia: ésa es la clave.
Históricamente –siglos XVIII y XIX en Europa– denunciar significaba demoler la honra de la víctima. Se sostenía: “No habrá varón que quiera casarse con ella. Mejor no decir nada y esconder lo sucedido”.
En la actualidad, las denuncias avanzan gracias a la lucidez de las víctimas, muchas de las cuales recurren a las comisarías y testimonian lo ocurrido más allá del temor que aún conduce a desconfiar de los uniformados que habrán de recibirla. Sin embargo, algunas modalidades han comenzado a cambiar en ese territorio, merced al sostenido esfuerzo de los profesionales que asumen la necesidad de un cambio imprescindible acerca de lo que significa violar y cuál es el trato que una víctima necesita. Cambio que es preciso instalar en diversas áreas, aun en las impensadas.
Para ilustrar estas áreas en las que la modificación de los pensamientos es tardía recuerdo la respuesta que dio un juez penal ante mi reclamo: “Si lo mando a la cárcel lo primero que hacen sus compañeros es violarlo, porque ésa es la ley de los pabellones: violar al violador, porque se lo considera un delincuente de segunda clase. Como yo sé qué le va a suceder...”.
Conmovedora preocupación de Su Señoría apuntando a la integridad sexual del violador. Interés patriótico por la defensa de los derechos del victimario.
Esta argumentación persiste enmascarada en otros procedimientos que en oportunidades demoran judicialmente el éxito de la denuncia.
Por ejemplo, para disminuir la responsabilidad del violador: “La chica, ¿era virgen o ya había tenido experiencias sexuales?”, como si la diferencia aminorase el abuso de poder que toda violación define.
No alcanza con denunciar, es preciso mantener la denuncia contra todo procedimiento que, en busca de equidad jurídica, conduzca a silenciar o postergar la investigación del episodio. Si no se procede de este modo, los violadores –que como sabemos suelen ser reincidentes– comprobarán la eficacia de su impunidad, máxime en un país donde todavía se discute si el denominado “sexo oral” –cuyo correcto nombre latino es fellatio, felación– constituye violación.
Considerar que felación obligada no es violación implica una notoria ideologización de las funciones corporales. La omisión de la boca como zona erógena temprana, descripta por las corrientes psicoanalíticas y culturalmente asumida como tal, es un conocimiento que no forma parte del diseño de la violación como ataque a la integridad sexual del sujeto.
Se supone que sólo ano y vagina –asociados con las prácticas sexuales– constituyen orificios que pueden ser violentados por la imposición del avance peneano. Se ignora aquello que se entiende actualmente por sexualidad y por sexo, instancias que ya no se definen exclusivamente por su soporte corporal. Aun si pensáramos según los orificios del cuerpo como sustento anatómico, la penetración del pene en la boca de la víctima bajo amenaza de muerte o de golpes, nos pondría frente a una evidencia insoslayable al comparar orificios violentados; evidencia que surge al reconocer que la boca es la zona de emisión de las palabras, es decir, el ámbito del lenguaje vocal, el orificio que, compartido con las especies animales, se diferencia de ellas merced a su función parlante. A la que recurrimos cuando se trata de simbolizar mediante el lenguaje, o sea, cuando somos menos animales.
La felación constituye una violencia sexual proporcionada por quien es físicamente más fuerte o está armado o dispone de un poder inapelable, y viola la identidad humana de la víctima, viola un segmento fundamental en el proceso de humanización, aquel que constituye el recinto de las palabras.
Si a dicha violencia extrema se añade la emisión espermática del delincuente –culminación parcial de su ejercicio de poder– la mucosa de la cavidad bucal de la víctima se impregna con un contenido inundante que garantiza la condición de violada, dado que la fellatio, en el canon de la violación, incluye ese final y no sólo la intempestiva penetración.
Desconocer el “sexo oral” como paradigma de una violación puede asociarse con quienes buscan, sistemáticamente, la culpa de las víctimas en el delito, cuando ella es una mujer. Se recurre a una negación “eficiente”: la mujer pronuncia las palabras mentirosas destinadas a perjudicar a ese hombre. O sea, la boca constituye –en las mujeres– una zona descalificada por definición. Imponerle una fellatio recrea en ella un orificio que debe ser útil para aquello que no sea hablar. Luego, no puede considerarse agravio a la integridad sexual, puesto que en primer término y según algunos criterios jurídicos, la boca no forma parte de “lo sexual” del sujeto y, en segundo término, si se trata de la boca de una mujer no olvidemos que ella, en el Paraíso, la utilizó para comer el fruto prohibido, o sea para pecar.
Si una mujer recurre a la denuncia, como es su derecho y su responsabilidad como ciudadana, exigiéndole al Estado que localice al violador, tendrá que remitirse a una violación prolijamente clasificada en el meridiano corporal que corresponda. De lo contrario, esta mujer violada no habrá padecido violación porque la selección legal de los orificios de su cuerpo solamente legitima dos alternativas.
Toda legitimación conduce a la creación de una norma, tal como Weber lo planteara, si bien corresponde distinguir entre la perspectiva de quien observa –los juristas– y los actores –las víctimas– es decir, entre la creación de normas y la descripción de los hechos, a cargo de las personas violadas.
Cuando nos encontramos ante mecanismos normativos se transparenta el mundo de valores culturalmente reconocidos por parte de quienes legitiman, es decir, desembocan en la redacción de leyes, ajenas a la descripción de quienes han sido vulneradas en su integridad sexual.
Ese mundo de valores legitimados –el privilegiado por la ley que no considera violación a la fellatio– es el que conduce a sospechar de las víctimas, va a limitar la búsqueda de los violadores y a renegar de la integridad sexual que compromete la totalidad del cuerpo del sujeto.
Cualquiera sea la índole de la violación, la consigna es denunciar. Acumulando denuncias y descripciones del delincuente es como se llega a detenerlos, ya que repiten sus procedimientos, habitualmente dentro del mismo barrio. Pero habrá que recordar que si el cuerpo ha sido violado por felación, o sea silenciando el grito, por ahora los violadores no son tales, sino deportistas del abuso.
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