Miércoles, 21 de junio de 2006 | Hoy
EL PAíS › COMENZO EL JUICIO ORAL CONTRA EL REPRESOR MIGUEL ETCHECOLATZ
El ex director de Investigaciones de la Policía Bonaerense está acusado de cinco asesinatos y siete secuestros. Ayer se sentó en el banquillo, pero se negó a declarar. Dijo que únicamente aceptará ser juzgado por un tribunal militar.
Por Laura Vales
El 24 de noviembre del ’76, un bombardeo de cuatro horas a una casa de la calle 30 mantuvo despierta a toda La Plata. Al frente del operativo del Ejército, la Policía Bonaerense y la Armada estaba el comisario Miguel Etchecolatz. Tenía entonces cuarenta y siete años y ya era conocido como la mano derecha de Ramón Camps. Su blanco de esa noche era la vivienda de Daniel Mariani, un economista de veintiocho años; de su mujer, Diana Teruggi (26) y de la hija de ambos, Clara Anahí, de dos meses. En el lugar funcionaba oculta una imprenta montonera, aunque con la apariencia de una fábrica de conejo en escabeche. Bajo el ataque del grupo paramilitar, la casa fue acribillada hasta que las paredes quedaron negras por la pólvora de los disparos y el humo de las bombas. Menos Mariani, que ese día estaba ausente, los adultos que estaban dentro –tres hombres y Diana– fueron muertos. Diana intentó huir por el patio del fondo con su niña en brazos, pero fue ametrallada. Cayó junto a un limonero, protegiendo con su cuerpo el de la beba. Se sabe que un policía se llevó viva a Clara Anahí; su abuela Chicha todavía la busca. En el lugar quedaron solamente cuatro cuerpos carbonizados por una última bomba de fósforo. Para borrar todo dato que vinculase a Clara Anahí con sus orígenes, su madre fue ingresada a la morgue como NN; después sería asesinada su obstetra. La muerte de Diana es uno de los ocho casos por los que ayer comenzó a ser juzgado Etchecolatz, en el primer proceso oral y público contra un represor luego de ser anuladas la obediencia debida y el punto final.
Vestido de traje oscuro, con un rosario de cuentas blancas entre las manos sujetas por esposas, Etchecolatz fue conducido a la sala de audiencias por dos guardias del Servicio Penitenciario. El comisario tiene ahora 77 años; se lo ve flaco como un alambre. Su abogado alegó que está enfermo y por eso no concurrirá a las próximas jornadas. Como para corroborarlo, Etchecolatz pidió tres veces retirarse del recinto “para recibir asistencia”, la primera de ellas cuando en la sala se detallaba la muerte de Diana en aquel patio.
El juicio se hace en el Salón Dorado de la Municipalidad de La Plata, elegido porque entra más público que en el edificio de los tribunales. El lugar tiene su ornato: ventanas con vitraux, el techo decorado y una primera fila de sillas rojas en las que se sentaron las Madres de Plaza de Mayo. En la sala se reunieron más de quinientas personas.
Se estima que las audiencias durarán tres meses, para las cuales hay citados 133 testigos. Etchecolatz pidió que se llamara a declarar solamente a tres: Italo Luder y los ex presidentes María Estela Martínez de Perón y Raúl Alfonsín, los dos primeros por el decreto en el que se ordenó el aniquilamiento de la subversión.
Como todo proceso oral, se abrió con la lectura de la acusación. El comisario debe responder por cinco asesinatos y siete secuestros y torturas: el homicidio de Diana Teruggi, la privación ilegal de la libertad, torturas y homicidio de Patricia Dell’Orto y su marido Ambrosio De Marco, las muertes de dos estudiantes que colaboraban con la Cruz Roja, Nora Formiga y Elena Arce, como así también de su amiga Margarita Delgado. Finalmente, es juzgado por el secuestro y las torturas a dos sobrevivientes, Nilda Eloy y Jorge López.
Aunque no pudo entrar porque está citada como testigo para mañana, Nilda estuvo en la puerta de la sala. Su testimonio es una de las pruebas clave del caso, porque ella, secuestrada a los 19 años, tuvo a Etchecolatz frente a sí en dos oportunidades (ver aparte). Nilda contó por primera vez su historia en el Juicio por la Verdad de La Plata; por entonces no había posibilidad legal de condenar a los represores, pero los datos brindados entonces sirvieron finalmente para abrir este proceso. En 1999 el camarista Leopoldo Schiffrin presentó con ellos una denuncia penal a unjuzgado de primera instancia. Y anuladas las leyes de la impunidad, se llegó a este punto.
Etchecolatz se negó a declarar. En el banquillo de los acusados, una vez sentado frente a los jueces, todos los signos de debilidad mostrados por el comisario se borraron. Dijo que sólo aceptará ser juzgado por un tribunal militar. Y sólo dio sus datos personales.
–¿Edad? –preguntó el presidente del tribunal.
–Setenta y siete años.
–¿Profesión?
(“Asesino”, le gritan desde el público.)
–Policía retirado.
–¿Ingresos?
–Cobro un sueldo como policía retirado.
–¿Estudios cursados?
–Segundo año del secundario.
–Es mi deber informarle de los cargos por los que está acusado –señala el presidente.
–Debo confesar algo: a raíz de un atentado terrorista de los idealistas tengo afectados los tímpanos –replica Etchecolatz, por los abucheos.
El presidente del tribunal levanta la voz al borde del grito:
–Se lo acusa de ser coautor del homicidio calificado... ¿me escucha bien?
–Sí, pero no voy a declarar. Con el debido respeto, a estas causas corresponde la jurisdicción militar.
La audiencia cerró con un pequeño incidente: uno de los abogados querellantes planteó que el comisario tiene en su casa un revólver 9 milímetros, lo que es un peligro para su propia vida y la de terceros, por lo que pidió que mientras se sustancia el juicio se lo lleve a una cárcel. “Al revólver lo desarmaron entre mi mujer y mi suegra, y además me lo escondieron”, sostuvo el acusado.
El ex comisario había sido condenado, en 1986, a 23 años de prisión, pero quedó amparado por la ley de obediencia debida. En marzo del 2004, tuvo una sentencia de siete años –que luego la Cámara de Casación redujo a tres– por el robo del bebé de una pareja desaparecida en uno de los centros clandestinos de detención bajo su mando. Por esta causa, está beneficiado con la prisión domiciliaria.
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