Sábado, 5 de agosto de 2006 | Hoy
Por Sandra Russo
Después de la caída de las Torres Gemelas la cobertura periodística fue limpia. Estuvo limpia de sangre y de cuerpos deshechos. La inercia del poder hizo que esa parte del horror adquiriera, en las mentes de millones de personas, la forma que su propia noción del horror quisiera darle. El poder no mostraba su talón de Aquiles. Lo cubría con el manto piadoso del recato.
Cuando Estados Unidos invadió Afganistán primero y más tarde Irak, lo que antes había sido la guerra láser del Golfo se convirtió en una pesadillesca galería fotográfica, porque Estados Unidos ya no pudo tener bajo control a todos los medios que cubrían los hechos. Y así pudieron verse los cuerpos destrozados de los civiles que en uno y otro lado cayeron bajo el fuego norteamericano.
Las invasiones a Afganistán y a Irak, por otra parte, fueron el comienzo de una naturalización aberrante: los bombardeos a blancos civiles, que deberían haber sembrado el mundo entero de escándalo y de reclamos, fueron lentamente incorporándose a las mentes contemporáneas como un detalle más de las nuevas guerras. La ONU emitió sus comunicados y eso fue todo. Y nadie se agitó de más por esos cuerpos oscuros y pobremente vestidos que yacían inermes y ya sin gritos en la garganta.
Y sin que nadie lo propusiera, lo formulara, lo defendiera o lo denostara, el ítem “bombardeos a blancos civiles” pasó a ser un mal menor en la eufemística lucha por la libertad occidental. Pero no era un mal menor, ni un error, ni un exceso, sino una parte constitutiva de la épica terrorista que desplegaron primero las fuerzas armadas norteamericanas y ahora las israelíes.
Unos y otros especulan con esos errores que pueden repetirse en cualquier momento. No parecen equivocados cuando desatan su furia sobre ciudadanos y ciudadanas de todas las edades que no tienen nada que ver ni con la eufemística lucha por la libertad occidental ni con ningún flagelo que amenace a nadie, sino más bien lo contrario. Son ellos las víctimas del flagelo del hambre y de la violencia de ambas partes. Esto es viejo como Occidente: la diáfana, civilizada táctica occidental para combatir el terrorismo consiste nada más que en actuar de un modo terrorista, vulnerando estados, pactos, convenciones, y demostrándole al enemigo una impune capacidad para provocar bajas entre la población civil.
Ahora Israel cometió otro de estos cínicos errores, y bombardeó una aldea libanesa. Mató a decenas de niños refugiados. ¿Cuál es el Dios que aprueba eso? ¿Cuál es el valor que se puede alegar defender matando niños refugiados? ¿Por qué habría que creer que el Estado de Israel defiende algo más elevado o mejor que lo que defiende el Hezbolá? ¿Qué diferencia a unos y a otros?
Lo que está pasando en el Líbano no tiene ni el recato ni la elegancia fúnebre que Estados Unidos se reservó para sí y tomó la forma del Ground Cero. Estos cuerpos musulmanes pueden verse en todo su abismal dolor. El hombre sostiene el cuerpo muerto de una niña, acaso de unos cuatro o cinco años. El hombre grita. La carga en brazos y grita. Es el infierno mismo el que está atrás. Y el que está adelante. Y el que está en sus brazos. No hay nada, nada, nada que excuse a nadie de semejante crimen.
Los cuerpos musulmanes, que fueron también vistos en peripecias de torturas y humillaciones a cargo de las tropas norteamericanas, son cuerpos visibles, números que cobran forma y muerte pero que no tienen historias. No hay historias de esos cuerpos. No se llaman Lucy ni llegaron de Michigan ni tienen una madre que protesta frente a la Casa Blanca ni álbum de fotos personales que los medios reproducirán. Una característica de Occidente es otorgarles historia a los cuerpos de sus miembros. Los cuerpos musulmanes son ahistóricos. Parecen todos iguales, y este niño que murió hoy se parece al que murió ayer y al que morirá mañana. Nunca sabremos sus nombres ni cómo pasaban la mañana en sus aldeas, ni cuántos hermanos tenían ni cuándo cumplían años. No sabremos la coloratura de sus voces ni cuáles eran sus juegos preferidos. Son parte de la población sacrificable por la que Occidente considera que una disculpa está bien, bastante bien.
Y no hay disculpa posible. El mal no tiene bando. El mal es eso.
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