Sábado, 5 de agosto de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio Verbitsky
La condena a 25 años de cárcel pronunciada ayer por un tribunal oral federal contra Julio Simón es la primera desde la anulación de las leyes de punto final y de obediencia debida, que en esa causa declaró hace cinco años a pedido del CELS el juez federal Gabriel Cavallo y confirmaron el mismo año 2001 la Cámara Federal y en 2005 la Corte Suprema de Justicia.
Esas son las fechas más recientes de un proceso de resistencia al avasallamiento dictatorial que comenzó con la propia dictadura. Su primer, tardío, fruto requirió un período de tres décadas de maduración. La denuncia de los crímenes del Estado Terrorista, clandestina dentro del país y abierta en el exterior, fue sostenida por los parientes de los detenidos-desaparecidos y los organismos defensores de los derechos humanos, y por algunas de las diezmadas organizaciones políticas en las que sólo un porcentaje de las víctimas militaba. En la intersección del afuera y el adentro deben computarse las visitas de comisiones internacionales, de abogados, de periodistas, de organismos privados y públicos de derechos humanos, invitados por sus pares argentinos, y el otorgamiento de un Premio Nobel a una víctima de y resistente contra la dictadura.
Recién cuando después de la guerra perdida contra Gran Bretaña, las fuerzas políticas, que con escasas excepciones habían sido condescendientes con la represión, se acercaron a esos resistentes solitarios. Cada uno lo hizo con sus particulares intenciones. Sin entrar en detalles, la mayoría actuó antes por conveniencia que por convicciones. Por eso, cuando el balance de costos y beneficios se tornó menos nítido, las leyes de impunidad detuvieron el avance que se había iniciado con la Conadep y proseguido con el juicio a los ex comandantes.
Después del último alzamiento y los indultos pareció que el tema había sido olvidado por la sociedad, cuyas clases medias volvieron a practicar el gratificante deporte del déme dos, mientras terminaban de destruirse las bases productivas de la que hasta 1975 había sido la sociedad más igualitaria de América latina. Pero a partir de 1995 la confesión del capitán de la Marina Adolfo Scilingo; los Juicios por la Verdad iniciados por la Cámara Federal de la Capital a iniciativa de Emilio Mignone que de a poco se extendieron por todo el país; la extradición de Erich Priebke solicitada por Italia para juzgarlo por la masacre de las Fosas Ardeatinas, y concedida por la Corte Suprema de Justicia porque los crímenes contra la humanidad no son amnistiables ni su persecución puede interrumpirse por el mero paso del tiempo; la imponente manifestación popular en la Plaza de Mayo el 24 de marzo de 1996; el proceso iniciado en Madrid por el fiscal Carlos Castresana y el juez Baltasar Garzón contra los generales argentinos; la detención en Londres del ex dictador chileno Augusto Pinochet y el inmediato arresto de Videla y Massera en la Argentina por el robo de bebés que gracias a la tenacidad de las Abuelas de Plaza de Mayo ninguna ley había perdonado; la derogación de las leyes de punto final y de obediencia debida impulsada por Alfredo Bravo y Juan Pablo Cafiero, que no consiguieron los votos necesarios para declararlas también nulas; los procesos en Francia, Italia, Alemania y Estados Unidos por crímenes cometidos en la Argentina, fueron eslabones de una cadena distinta pero mucho más consistente que la empleada por Julio Simón para atormentar a los secuestrados en los campos de concentración El Banco, El Atlético y El Olimpo, porque no hubieran podido soldarse sin la gradual pero sostenida toma de conciencia de una sociedad a la que le llevó demasiado tiempo despertar del mal sueño de la indiferencia ante la barbarie.
La causa elegida por el CELS para solicitar que la Justicia declarara nulas las leyes de impunidad, el año anterior al vigésimo quinto aniversario del golpe, la habían iniciado las Abuelas. Las absurdas leyes vigentes permitían juzgar a Simón y otro policía, Juan Antonio Del Cerro, alias Colores, por haber retenido y ocultado a Claudia Victoria Poblete, entonces de ocho meses, a quien entregaron a un coronel del Ejército y su esposa que la inscribieron como propia, pero no permitía juzgarlos por el secuestro, tortura y asesinato de sus padres, José Poblete y Gertrudis Hlaczik. Cuando ya no quedaban motivos éticos, jurídicos ni políticos, nacionales o internacionales, para que las leyes de impunidad siguieran en pie, en marzo de 2001 se derrumbaron.
No es casual que el primer condenado haya sido un suboficial de la Policía Federal como Simón, que también trabajó para los grupos de tareas del Ejército y de la Armada. Era un asesino bestial, pero también un pobre infeliz, sin amigos ni familia, que vivía en el campo de concentración y dormía sobre la mesa de torturas. En La Plata avanza al mismo tiempo el proceso contra un represor de mayor rango, pero también policía, el comisario Miguel Etchecolatz, quien tiene veleidades ideológicas y hasta ha publicado un libro reivindicativo de la dictadura. En cambio no se han iniciado aún los juicios en contra de las altas jerarquías de las tres Fuerzas Armadas que condujeron el terrorismo de Estado; apenas hay unos pocos expedientes en demorada etapa de instrucción por las responsabilidades de los hombres de negocios en cuyo beneficio se secuestró, torturó y asesinó en la Argentina dictatorial, como los principales directivos de Mercedes-Benz y Ford y es insuficiente el grado de reflexión pública acerca de la incidencia de los crímenes hasta hoy impunes de la dictadura en la devaluación de los derechos humanos en la vida cotidiana de la sociedad actual. Sólo si la sentencia de ayer se entiende como un paso más en esa imprescindible dirección podrá disiparse la incómoda sensación de que el condenado Simón (y su bien merecido castigo) sea apenas una cabeza de turco.
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