Jueves, 17 de mayo de 2007 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO ¿Qué es lo que hace que un perfecto ateo lance al aire varias veces al día y en diferentes entonaciones –que van del susurro al grito pasando por el gemido– expresiones como “¡Dios mío!” o, mejor, “Diossss”? ¿Se trata de un reflejo automático? ¿De una íntima necesidad y/o expresión de deseo de creer en algo y que ese algo se manifieste de una jodida vez? ¿O tal vez de la memoria ancestral de algo que ya no está –como esos brazos y piernas cortadas que se siguen sintiendo, dicen– y cuyo recuerdo y sombra, su eco de onda expansiva, se proyecta desde los tiempos en que la Tierra estaba llena de dioses que se mezclaban y se relacionaban y hasta se apareaban con nosotros? Sólo Dios lo sabe, supongo.
DOS ¿Y qué es lo que sabemos nosotros de Dios? Leo –en la revista dominical de El País, en un muy buen artículo de Angela Boto– que poco y nada. Y que, aun así, el 98 por ciento de la población mundial insiste en atribuirle la gracia y la culpa de todo a una entidad superior a la que 50 de ese 98 por ciento insiste en llamar Dios. Leo ahí que los especialistas se han resignado a la idea de que nuestro cada vez más parcelado cerebro sea “esencialmente una máquina creyente porque no tiene otra opción” y que “la espiritualidad sea un instinto por predisposición genética” y que “uno de los papeles más importantes de los genes de Dios en la selección natural es proporcionar a los humanos un innato sentido del optimismo”. La nota cuenta, también, que se han tomado imágenes de los cerebros de monjes de distintas confesiones en el momento preciso de la meditación más profunda y que, parece, algo sucede ahí. Lo que vendría a significar que Dios no está afuera y lejos (donde se lo busca, hacia donde rezamos) sino más bien dentro nuestro. Y que en nosotros –a su imagen y semejanza pero con algún defecto de fabricación– estaría la divina voluntad de cambiar el rumbo de las cosas. Pero de ser así –y aquí está la trampa, la Catch 22 del asunto– el problema está en que Dios, fragmentado, habita dentro de seres mortales e imperfectos que lo único que hacen es esperar la llegada de un milagro externo. Y la cuestión es que –ahí afuera, desde afuera– se hace un tanto difícil creer en nosotros.
TRES Pensaba en esto los otros días cuando veía por televisión el ruego desesperado –las invocaciones a lo divino– de una madre aferrada a un osito o gatito o panterita de peluche rosa mientras pedía que, por favor, le devolvieran a su hijita de cuatro años. “In the name of God, please...”, sollozaba la mujer, la inglesa Kate McCann, a la que le habían robado a su hija Madeleine de una habitación de exclusivo resort para británicos en El Algarbe, Portugal. Kate y su marido Gerry estaban tomando algo en un bar a treinta metros de su bungalow donde dormía Madeleine y, de pronto, ventana abierta y niña desaparecida. Hoy, varios días después, los futbolistas Wayne Rooney y Christiano Ronaldo y David Beckham, los empresarios Richard Branson y Philip Green, y la escritora J. K. Rowling han hecho llamadas a la solidaridad y efectuado donaciones y... Pero en lo único en lo que cree Kate McCann es en ese juguete que aprieta, huele y usa para secarse las lágrimas. Para Kate McCann, ahora, Dios es un osito o gatito o panterita de peluche rosa.
CUATRO La posibilidad de que Dios resida en objetos cotidianos está muy bien utilizada en la serie de televisión The Lost Room. Allí –en una habitación fuera del tiempo y del espacio a la que sólo unos pocos, por azar, pueden acceder– Dios se ha repartido en objetos varios: llaves, una birome, anteojos, un ojo de vidrio, un pasaje... “Dios murió dentro de esta habitación y su esencia se repartió entre todas esas cosas”, teoriza alguien. Y hablando de series: me dicen que, en Estados Unidos, desciende el rating de 24 y sube veloz el de Héroes. Los motivos están claros: ya nadie cree en la eficiencia de los organismos de seguridad; sólo un puñado de mutantes semidivinos podrá salvar a los normales mortales Made in USA de lo que les depara un presidente que se siente un elegido de Dios. El tema es para qué fue elegido, ¿no?
CINCO Y mientras alemanes y egipcios luchan por el busto de Nefertiti, esposa del hereje faraón Akenatón, hace unas mañanas, la Rambla de Catalunya amaneció sembrada con las colosales esculturas del polaco Igor Mitoraj. Bronces enormes y rotos de dioses antiguos, de dioses divertidos y aventureros, de dioses a los que nada les gustaba más que jugar y divertirse con los humanos y, en más de una ocasión, premiarlos con la medalla envenenada de la divinidad. Ahora no. Ahora Dios elige representantes con escaso atractivo y Benedicto XVI seguramente es el Papa menos fotogénico y carismático en la historia moderna del Vaticano. Esa carita, esa sonrisita llena de dientecitos, esos bracitos extendidos para regañar a los sensuales brasileños diciéndoles que el preservativo es caca y el sexo prematrimonial es feo. Puedo entender que alguien crea en un Dios que se fue para no volver pero me cuesta imaginar que alguien deposite su fe en semejante individuo. ¿Pedirá a Benedicto XVI una bendición el ahora eclipsado Ronaldinho al frente de un Barça al que parecen haber olvidado –o estar torturando– las potencias del firmamento? ¿Esperará Paris Hilton –próxima a entrar a la cárcel, tomando lecciones de karate para defenderse de las otras presas– la intervención divina del Santo Padre? ¿Hay alguien ahí? De ser así da tres golpes porque, después de todo, el Espíritu Santo no deja de ser un fantasma, Jesús es técnicamente un zombi y toda religión funciona con los mismos mecanismos que una casa embrujada, una mansión con demasiadas habitaciones.
SEIS Ahora es de noche y camino entre las estatuas de dioses caídos y rotos rumbo al concierto en el que la divina songwriter Rickie Lee Jones presenta su álbum The Sermon on Exposition Boulevard: un ciclo de canciones sobre Jesús escritas y compuestas por una mujer que no cree en él, pero que está un poco cansada del mal uso que hacen de su persona tanto benedictinos como danbrownistas. “No creo en Jesús pero creo en estas canciones”, anuncia Rickie Lee Jones quien, junto al piano, en una silla, tiene un muñequito en el que, seguramente, sí cree. Un muñequito que, quizá, piensa ella, la ayuda a extraer de su cerebro esos sagrados himnos que canta con voz estremecida y con una banda a sus espaldas que suena más como una Velvet más Overground que Underground. Y es entonces cuando descubro, oyéndola a ella, que detrás de cierta genialidad tiene que haber, libre y forzosamente, algo misterioso, algo tan fácil de adorar. Algo de lo que no se duda, algo en lo que yo creo mientras ahí arriba Rickie Lee Jones crucifica estrofas y mira al cielo buscando y encontrando algo y, Diossssa, algo es algo, pienso.
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