Jueves, 17 de mayo de 2007 | Hoy
PSICOLOGíA › CONFERENCIAS DE JACQUES LACAN PUBLICADAS EN ESPAÑOL
En conferencias pronunciadas ante público no especializado y publicadas hoy en español, Jacques Lacan se refirió al valor de la palabra, al deseo, al pensamiento y al “agujero en la verdad” producido por la sexualidad.
Por Jacques Lacan *
Podemos preguntarnos si el ideal de un final de cura psicoanalítica es que un señor gane un poco más de plata que antes y que, en el orden de su vida sexual, se agregue, a la asistencia moderada que demanda a su compañera conyugal, la de su secretaria. En general, se considera que ésta es una muy buena salida cuando el tipo estaba un poco hasta la coronilla de problemas por ese motivo, ya sea que haya tenido simplemente una vida infernal o que haya sufrido algunas de esas pequeñas inhibiciones que pueden ocurrir en diversos niveles, oficina, trabajo, e incluso en la cama, ¿por qué no?
Cuando todo esto se levantó, cuando el yo está fuerte y tranquilo, cuando el sexo ha hecho las paces con el superyó, como se dice, y el ello ya no pica demasiado, pues bien, la cosa funciona. La sexualidad allí es completamente secundaria.
Mi querido amigo Franz Alexander –porque era un amigo, y no era tonto, pero, como vivía en Norteamérica, respondía a las órdenes– ha llegado a decir que, en suma, había que considerar la sexualidad como una actividad excedente. Entiéndase, cuando se hizo todo bien, se pagaron regularmente los impuestos, entonces, el remanente es lo que le toca a lo sexual.
Debe de haber habido un error para que la cosa llegue hasta ese punto. Si no, uno no se explicaría verdaderamente la enorme apertura teórica que se necesitó para que el psicoanálisis se instale e incluso asiente decentemente sus cuarteles en el mundo, y después inaugure esta extravagante moda terapéutica. ¿Por qué tantos discursos para llegar a eso? Debe de haber, pese a todo, algo que no funciona. Tal vez habría que buscar otra cosa.
Se podría pensar en primer lugar que debe de haber habido una razón para que la sexualidad haya asumido una vez la función de la verdad; aunque más no fuera una vez, justamente fue sólo una vez. Después de todo, la sexualidad no es algo tan inaceptable. Y además, si la asumió una vez, la conserva.
Lo que está en juego se encuentra verdaderamente al alcance de la mano, al alcance en todo caso del psicoanalista, que da testimonio de ello cuando habla de algo serio y no de sus resultados terapéuticos. Y lo que está al alcance de la mano es que la sexualidad agujerea la verdad.
La sexualidad es justamente el terreno, si puedo decirlo así, en que no se sabe con qué pie bailar a propósito de lo que es verdad. Y respecto de la relación sexual siempre se plantea la cuestión de lo que verdaderamente se hace, no diré cuando se le dice a alguien un “te amo”, porque todo el mundo sabe que es una declaración tramposa, sino cuando se tiene con ese alguien un lazo sexual, cuando la cosa tiene una continuación, cuando asume la forma de lo que se llama un acto.
Un acto no es simplemente algo que les sale así, una descarga motriz, como dice gustosamente y muy a menudo la teoría analítica; aun cuando, con la ayuda de cierto número de artificios, de diversas facilidades, o incluso del establecimiento de cierta promiscuidad, se llega a hacer del acto sexual algo que no tiene más importancia, como se dice, que beber un vaso de agua.
No es verdad, y lo percibimos rápidamente, porque ocurre que se bebe un vaso de agua y después se tiene un cólico. La cuestión no es evidente por razones que obedecen a la esencia de la cosa, es decir que uno se pregunta en esta relación, cuando se es un hombre por ejemplo, si se es verdaderamente un hombre, o para una mujer, si se es verdaderamente una mujer. No sólo se lo pregunta el partenaire, sino cada uno, uno mismo se lo pregunta, y esto cuenta para todo el mundo, cuenta de inmediato.
Entonces cuando hablo de un agujero en la verdad no es, por supuesto, una metáfora grosera, no es un agujero en la chaqueta, es el aspecto negativo que aparece en lo que atañe a lo sexual, justamente, por su incapacidad para revelarse. De esto se trata en un análisis.
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No sólo el hombre nace en el lenguaje, exactamente como nace en el mundo, sino que nace por el lenguaje.
Aparentemente, antes que yo nunca nadie concedió la menor importancia al hecho de que en los primeros libros de Freud, los libros fundamentales sobre los sueños, sobre lo que se llama la psicopatología de la vida cotidiana, sobre el chiste, se encuentra un factor común, salido de los traspiés de la palabra, de los agujeros en el discurso, de los juegos de palabras, de los retruécanos y de los equívocos. Esto confirma las primeras interpretaciones y los descubrimientos inaugurales de lo que está en juego en la experiencia psicoanalítica, en el campo que ésta determina.
Abran en cualquier página La interpretación de los sueños y verán que sólo se habla de asuntos de palabras. Freud se refiere al tema de tal manera que percibirán escritas con todas las letras las leyes de estructura que Ferdinand de Saussure difundió a través del mundo. El no fue, por otra parte, su primer inventor, aunque sí ha sido su ferviente transmisor, para constituir lo más sólido que se hace hoy bajo la rúbrica de la lingüística.
Un sueño en Freud no es una naturaleza que sueña, un arquetipo que se agita, una matriz del mundo, un sueño divino, el corazón del alma. Freud habla de éste como de cierto nudo, de una red asociativa de formas verbales analizadas y que se recortan como tales, no por lo que éstas significan sino por una especie de homonimia. Cuando una misma palabra vuelva a encontrarse en tres entrecruzamientos de ideas que se le ocurren al sujeto, ustedes se darán cuenta de que lo importante es esa palabra y no otra cosa. Cuando han encontrado la palabra que concentra en torno de ella la mayor cantidad de filamentos de este micelio, saben que allí está el centro de gravedad escondido del deseo en juego. Para decirlo todo, es ese punto del que hablaba hace un momento, ese punto-núcleo que agujerea el discurso.
Si me entrego a esta prosopopeya, es simplemente para volver sensible lo que digo a los que aún no lo habían escuchado.
Cuando me expreso diciendo que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, es para intentar devolver su verdadera función a todo lo que se estructura bajo la égida freudiana, y esto ya nos permite entrever un paso.
Porque hay lenguaje, como todos pueden percatarse, hay verdad.
¿En nombre de qué lo que se manifiesta como pulsación viviente, lo que puede pasar a un nivel tan vegetativo como se quiera, o al nivel más elaborado en lo gestual, sería más verdadero que el resto? La dimensión de la verdad no está en ningún lugar mientras sólo se trata de la lucha biológica. ¿Qué agrega una ostentación en el animal, aun cuando nosotros introduzcamos la dimensión de que apunta a engañar al adversario? Es tan verdadera como cualquier otra, puesto que justamente se trata de obtener un resultado real, a saber, apresar al otro. La verdad sólo comienza a instalarse a partir del momento en que hay lenguaje. Si el inconsciente no fuera lenguaje, no habría ningún tipo de privilegio, de interés en lo que se puede llamar, en el sentido freudiano, el inconsciente.
En primer lugar, si el inconsciente no fuera lenguaje, no habría inconsciente en el sentido freudiano. ¿Habría lo inconsciente? Pues bien, sí, lo inconsciente, de acuerdo, hablemos de esto. También esta mesa es inconsciente.
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La función del sujeto en el lenguaje es una función doble.
Está el sujeto que es el sujeto del enunciado, y que resulta bastante fácil localizar. Yo quiere decir este que está hablando efectivamente en el momento en que digo yo. Pero el sujeto no es siempre el sujeto del enunciado, porque no todos los enunciados contienen yo. Aun cuando no hay yo, aun cuando dicen “llueve”, hay un sujeto de la enunciación, hay un sujeto aunque ya no sea perceptible en la frase.
Todo esto permite representar muchas cosas. El sujeto que nos interesa, sujeto no en la medida en que hace el discurso, sino en que está hecho por el discurso, e incluso está atrapado en él, es el sujeto de la enunciación.
Puedo entonces darles una fórmula que expongo como una de las primordiales. Es una definición de lo que se llama “elemento” en el lenguaje. Siempre se lo llamó “elemento”, incluso en griego. Los estoicos lo llamaron “significante”. Yo enuncio que lo que lo distingue del signo es que “el significante es lo que representa al sujeto para otro significante”, no para otro sujeto.
Todo lo que pienso hacer esta noche es intentar interesarlos un poco. No pienso hacer más que desafiarlos y decirles: “Intenten hacerlo funcionar”. Lo fundamental es que esto necesita la admisión formal, topológica –poco importa saber dónde anida–, de cierto cuadro, si ustedes quieren, que llamaremos “cuadro A”. A veces en el vecindario se lo llama incluso “Otro”, cuando se sabe lo que cuento, Otro [Autre] también con A mayúscula. Para poder orientarse en cuanto al funcionamiento del sujeto, hay que definir este Otro como el lugar de la palabra. No es desde donde la palabra se emite, sino donde cobra su valor de palabra, es decir, donde ésta inaugura la dimensión de la verdad, lo cual es absolutamente indispensable para hacer funcionar lo que está en juego.
Rápidamente se percibe que, por todo tipo de razones, esto no puede funcionar por sí solo. La razón principal es que suele ocurrir que este Otro del que les hablo esté representado por un ser vivo real al que ustedes tienen por ejemplo cosas para demandarle, aunque esto no es forzosamente así. Basta con que sea ese al que ustedes le digan algo como “Quiera Dios que...”, cualquier cosa, y que empleen el optativo, o incluso el subjuntivo. Pues bien, este lugar de verdad adquiere una dimensión completamente distinta, como se percibe en el único enunciado que acabo de decirles.
Nos introducimos de este modo en la referencia a una verdad muy especial, que es la del deseo. Nunca se llevó muy lejos la lógica del deseo, que no está en indicativo.
Se comenzaron cosas llamadas “lógicas modales”, pero nunca se avanzó mucho más, sin duda porque no se percibió que el registro del deseo ha de constituirse necesariamente en el nivel del cuadro A, en otras palabras, que el deseo es siempre lo que se inscribe como consecuencia de la articulación del lenguaje en el nivel del Otro.
El deseo del hombre, he dicho un día en el que hacía falta que me hiciera entender –¿por qué no habría dicho “hombre”?, en fin, no es verdaderamente la palabra indicada–, el deseo a secas es siempre el deseo del Otro, lo que significa que, en suma, siempre estamos demandando al Otro su deseo.
Lo que les estoy diciendo es completamente manejable, no es incomprensible. Cuando salgan de aquí percibirán de inmediato que es verdad. Basta simplemente pensar en ello y formularlo así. Y además deben saber que tales fórmulas son muy prácticas porque se las puede invertir.
Un sujeto cuyo deseo es que el Otro le demande –es simple, se invierte, se da vuelta–, pues bien, les da la definición del neurótico. Fíjense qué práctico puede ser para orientarse. Sólo que hay que prestar mucha atención. No se hace de un día para otro.
Pueden ir más lejos y percibir al mismo tiempo por qué se pudo comparar al religioso con el neurótico.
El religioso no es en absoluto neurótico, es religioso. Pero se le parece porque también hace estratagemas en torno de lo que es el deseo del Otro. Sólo que como es un Otro que no existe puesto que se trata de Dios, hay que darse a sí mismo una prueba. Entonces se simula que él demanda algo, por ejemplo, víctimas. Por eso se confunde esto fácilmente con la actitud del neurótico, en particular, obsesivo. Y es que se asemeja enormemente a todas las técnicas de las ceremonias sacrificiales.
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El género “conferencia” supone ese postulado que está en el principio mismo del nombre Universidad: hay un universo, un universo del discurso, se entiende. Es decir que el discurso habría logrado durante siglos constituir un orden lo suficientemente establecido para que todo se distribuya en compartimientos, en sectores que no habría más que estudiar en forma separada, y cada uno sólo tendría para aportar su piedrita a un mosaico cuyos marcos ya estarían lo suficientemente establecidos porque ya se habría trabajado bastante para eso.
El más simple examen de la historia contradice la idea de que las capas que se han asentado en el curso de la historia con el escalonamiento de los siglos constituirían experiencias que se suman y que al mismo tiempo pueden reunirse para formar esta Universidad; Universidad de letras Universitas litterarum, está en el principio de la organización de la enseñanza que lleva este nombre.
Les ruego que no entiendan por esta palabra, “historia”, lo que les enseñan con el nombre de “historia de la filosofía” o de cualquier otra cosa, que es una chapucería que intenta darles la ilusión de que las diversas etapas del pensamiento se engendran una a la otra. El menor examen prueba que no es en absoluto así, y que todo ha procedido, por el contrario, por ruptura, por una sucesión de pruebas y comienzos, que han dado cada vez la ilusión de que se podía influir sobre una totalidad.
El resultado es que basta con ir a cualquier tienda de libros antiguos y tomar cualquier libro de la época del Renacimiento. Abranlo, léanlo verdaderamente, se darán cuenta de que ya no encontrarán siquiera el hilo conductor de las tres cuartas partes de las cosas que les preocupaban y les parecían esenciales. En cambio, lo que a ustedes puede parecerles una evidencia se engendró en cierta época que, aunque no fue hace veinte, treinta, cincuenta años, no se remonta más allá de Descartes.
Es que a partir de Descartes ocurrieron ciertas cosas pese a todo notables, en particular la inauguración de nuestra propia ciencia, una ciencia a la que distingue una eficacia bastante sobrecogedora porque interviene hasta en lo más cotidiano de la vida de cada uno. Pero, a decir verdad, quizá sea esto lo que la diferencia de los saberes precedentes, que siempre se ejercieron de manera más esotérica, quiero decir, que eran el supuesto privilegio de unos pocos.
En cuanto a nosotros, estamos inmersos en los resultados de esta ciencia. La más mínima cosa que está ahí, y hasta los raros asientitos en los que se sientan, son verdaderamente consecuencia de ésta. Antes se hacían asientos de cuatro patas como sólidos animales, debían parecerse a animales. Ahora adquieren un aspecto levemente mecánico. ¿Ustedes no se acostumbran? Por supuesto, les faltan los asientos antiguos.
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El trabajo de los filósofos nos había dejado suponer que el pensamiento es un acto transparente para sí mismo, que un pensamiento que se sabe pensar es el criterio último, la esencia del pensamiento. Todo eso de lo que habíamos creído que teníamos que purificarnos, liberarnos, para aislar el proceso del pensamiento, a saber, nuestras pasiones, nuestros deseos, nuestras angustias, hasta nuestros cólicos, nuestros miedos, nuestras locuras, todo eso parecía ser testigo en nosotros de la intrusión de lo que Descartes llama el cuerpo, porque, en la cima de esta purificación del pensamiento, está el hecho de que no podemos comprender de ninguna manera que el pensamiento sea divisible. Todo vendría de la perturbación que provocan las pasiones en el funcionamiento de los órganos. Tal es el punto al que se llega al término de una tradición filosófica.
Por el contrario, Freud, haciéndonos retroceder, nos indica que es en el nivel de nuestras relaciones con el pensamiento donde hay que buscar el resorte de toda una tendencia, singularmente acrecentada, parece, en el contexto de nuestra civilización, de gobernar a través de la prevalencia, el crecimiento del pensamiento de alguna manera encarnado en los brain-trusts, como se dice. El pensamiento está desde siempre encarnado, y esto es aún sensible para nosotros en lo que consideramos lo más caduco, lo más inasimilable, el desecho, en el nivel de ciertos desfallecimientos que sólo parecen deberse a la función del déficit. En otras palabras, eso piensa en un nivel donde no se aprehende en absoluto a sí mismo como pensamiento.
Esto tiene mayor alcance. Si eso piensa en un nivel en el que no se aprehende a sí mismo, es porque no quiere de ninguna manera aprehenderse. Sin duda prefiere desprenderse de sí mismo aunque sea pensado. Más aún, no recibe en absoluto gustoso las observaciones que pudieran venir de afuera a incitar a lo que piensa a reaprehenderse como pensamiento. Esto es el descubrimiento del inconsciente.
Este descubrimiento se hizo en una época en la que nada era menos discutible que la superioridad del pensamiento. En particular, gente a la que se llamaba en ciertos registros los nobles descendientes de los griegos y los romanos, civilizados, se consideraban hombres finalmente llegados al estadio de su pensamiento positivo y daban un crédito que la historia nos mostró excesivo al progreso del espíritu humano.
El mérito de Freud fue percibir que hacía falta juzgar esto de otro modo, y mucho antes que la historia nos hubiera en efecto llamado a más modestia. Esta nos mostró lo que palpamos todos los días desde tal y tal fecha, a saber, que no hay ninguna suerte de área privilegiada en el campo humano definido como el de las personas provistas del poder singular de manejar el lenguaje. Civilizados o no, son capaces de los mismos impulsos colectivos, de los mismos furores. Siempre han permanecido en un nivel que no hay motivos para calificar como más alto o más bajo, como afectivo, pasional o pretendidamente intelectual, o desarrollado, como se dice. Todos tienen a su alcance exactamente las mismas elecciones, que pueden traducirse en los mismos éxitos y las mismas aberraciones.
El mensaje que lleva Freud no discrepa seguramente en nada de todo lo que nos ha ocurrido desde su época, y que es capaz de inspirarnos puntos de vista más modestos sobre la perspectiva del progreso del pensamiento.
Freud no discrepa en nada, sigue allí con su mensaje, que es quizá tanto más fuerte en su incidencia cuanto que permanece aún en el estado más cerrado, más enigmático, incluso si se logró mantenerlo a flote gracias a cierto nivel de vulgarización. En ese nivel en que el ser humano es un pensamiento que, felizmente, tiene en su seno la secreta advertencia de que se ignora a sí mismo, la gente siente que hay en el mensaje freudiano algo precioso, alienado sin duda, pero nosotros sabemos que estamos ligados a esta alienación, porque es nuestra propia alienación.
* Fragmentos de Mi enseñanza, de reciente aparición (ed. Paidós), integrado por conferencias pronunciadas en 1967 y 1968.
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