Domingo, 16 de marzo de 2008 | Hoy
DEPORTES › OPINION
Por Pablo Vignone
Todo pasa. La víctima de ayer se llamaba Alvarez, como la de hace once años –en la misma zona– se llamaba Fernández. Todo pasa. Alvarez era hincha de fútbol, como seguramente el 99 por ciento de los habitantes de la Argentina lo es de un cuadro en particular, pero murió de un balazo cuando iba a ver un partido de fútbol, a causa de una agresión precipitada por las imbecilidades que suponen los enfrentamientos del fútbol como actos planificados de una guerra santa teñida de colores y manchada de sangre. La más atroz y trágica cara del fanatismo. Sin embargo, como todo pasa, la primera reacción de la Asociación del Fútbol Argentino fue subrayar que no había pruebas de que el asesinato estuviera “ligado con el fútbol” como señaló el flamante director de Medios y Comunicación de la entidad, el periodista Ernesto Cherquis Bialo, que habló en ausencia de Julio Grondona, todavía en Zurich.
Fuera por sensibilidad o por prepotencia, los hinchas de Vélez impidieron que se disputara el partido que Alvarez iba camino a ver cuando recibió el balazo mortal. Que el juez Baldassi suspendiera oficialmente el encuentro por “falta de garantías” terminó siendo una burla al sentido común. Dos horas más tarde, arrancó Banfield-Tigre. A esa hora, el secretario general de la FIFA, José Luis Meiszner, realizaba consultas telefónicas para orientar los hipotéticos movimientos de una tribu que, en ausencia de su cacique, suele permanecer inmóvil. Es obvio que un mínimo de sensibilidad habría hecho inútiles tantos llamados e inmediata la suspensión del fútbol. La muerte de Emanuel Alvarez reclamaba una decisión semejante como una imprescindible necesidad moral.
“Si tuviéramos el conocimiento absoluto de que suspendiendo el fútbol no por uno sino por diez fines de semana no se produciría ninguna muerte más, se suspendería automáticamente” pontificó, en cambio, el vocero de la AFA, presumiblemente sintetizando el punto de vista de los dirigentes que (mal) manejan el fútbol. No se trataba de suspender el fútbol para encontrar una solución. No era una decisión utilitaria la que reclamaba la hora, sino una que mostrara agallas morales, que fuera inspiradora. Sana, antes que provechosa. Especialmente teniendo en cuenta que la postura habitual de la AFA resulta sindicar a la violencia que se produce en el fútbol como generada por la situación social, algo cierto sólo en parte. Es el argumento en el cual se escudan las responsabilidades frente a la repetición de estas tragedias. Lo fue cuando murió Marcelo Cejas, el hincha de Tigre asesinado a golpes cerca de la cancha de Chicago, el año pasado.
En Italia, donde se practica el fútbol probablemente más corrompido del planeta, la muerte de un policía relacionada con un partido de fútbol, un año atrás motivó la suspensión automática de la fecha. Todo pasa.
La AFA se lamenta de que la programación del fútbol sea diagramada hoy por los organismos de seguridad, restándole poder de decisión. Esta pudo haber sido una oportunidad magnífica para retomar el protagonismo. En cambio, la entidad eligió el camino menos valiente. Menos honorable. Sigue bañándose en el descrédito. Es que todo pasa, menos la hipocresía.
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