Domingo, 16 de marzo de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
El actual intento de Kirchner por reorganizar el Partido Justicialista obliga a recorrer su historia para responder la pregunta obligada: ¿qué partido para qué peronismo?
Por Nicolás Casullo
¿Sirven las historias para seguir pensándonos como comunidad? ¿O todo se reduce a la novedad de la noticia? Respecto a la reorganización del Partido Justicialista que emprendió el kirchnerismo, poco se ha reflexionado sobre el complejo significado que tuvo en el peronismo esta relación con su propio organismo partidario. Cómo se pensó por ejemplo está relación en 1946, en 1955, durante la extensa resistencia, o en el tiempo camporista del ‘73. Relación clave y a la vez fallida (en aquel pasado previo a nuestro último cuarto de siglo) frente a la siempre reverenciada dimensión del movimiento nacional.
El partido que vuelve a la primera plana de los diarios al calor de las actividades diarias de Néstor Kirchner tiene un largo atrás polémico. Con debates cruciales sobre sus quilates en distintas encrucijadas, que no son para nada sin embargo un “tiempo que ha sido”. Como toda tradición, o memoria, resultan “astillas del pasado” de una crónica que hoy se hacen presentes de manera invisible. Que hablan desde sus fantasmas danzando por detrás, con 60 años de teorías y ensambles laboristas, populistas, sindicalistas, reformistas o revolucionarios que pensaron, desde 1945, qué partido para qué peronismo.
Pero no hay tiempos argentinos iguales entre sí. El justicialismo es hijo hoy de un presente donde la cuestión del partido asume características inéditas, en cuanto a necesidades y formas representativas para una democracia asentada nacionalmente. Y en un Occidente que discute, post siglo XX, esto mismo: qué nuevos dispositivos de masas para la política y sus crisis.
Ahora comienzan a leerse solicitadas, documentos y correos electrónicos de militantes y sectores sobre el Partido Justicialista, textos que hablan de “derechas”, “izquierdas”, adentro y afuera, puestos y luchas, militantes y jetones, renovación, retroceso o modernización, aliados y convidados de piedra, organigrama cerrado o espacio popular abierto. Como si aquella extensa historia del “partido” removiese su esqueleto, intentando alcanzar ahora la figura que le piden los nuevos vientos.
Del lado periodístico sobre “el asunto PJ” prima hoy la noticia como boom anecdótico, como información bastante iletrada al respecto, comentarios opositores de descrédito, a lo que se suma el habitual silencio kirchnerista en cuanto a no fecundar políticamente sus propias operatorias para un mundo medio que suele rechazar, por opaco, casi todo obrar “peronista”, y para una época en general que adolece de un profundo déficit narrativo en cuanto a desconsiderar contenidos y sentidos de la política.
Sobre fondo de la relación Secretaría de Trabajo-sindicatos, y de la jornada de octubre del ‘45, se constituyó la fuerza política que triunfará en las elecciones presidenciales de febrero de 1946. Perón alentó y dio forma, a dedo limpio y en 10 semanas, la reunión del bisoño Partido Laborista, la Cruzada Renovadora del Radicalismo que nucleaba sectores críticos de la última década radical, el Forjismo proveniente del yrigoyenismo antiimperialista que se disolvió en las entrañas de la nueva criatura política, grupos independientes del socialismo y candidatos de la Alianza Libertadora Nacionalista.
Este tinglado “partidario” pasará a ser un arma electoral menor, para Perón, en relación al vigor del movimiento nacional que el líder pensó en sedes fabriles sindicalizadas y en las calles repetidas de octubre. La disparidad se hará notar inmediatamente desde el mismo criterio de Perón, en lo que hace a su idea de relación entre clase obrera y política. Pese al éxito en las urnas, el caudillo rechazó un laborismo a la usanza inglesa (partido sindical) para apostar a un movimiento social y político que trascendiese “la politiquería partidaria” infeccionando al obrero (Perón dixit). Un modelo democrático popular abierto abajo, bajo cuadrícula esencialmente sociogremial.
El peronismo post-electoral va a apuntar a una horma de corte vertical en su mando, pero ampliamente inclusora de bases sociales diversas (no clasista). Perón llama a disolver los nucleamientos políticos que conformaron el triunfo del ‘46, y ya para diciembre de 1947 funda el Partido Justicialista con sus obedientes “ramas”, no con sus “alas” diversas. Criatura que devendrá peronismo a secas. El Movimiento será la organización histórica.
Enfrentar al conjunto de todos los partidos políticos de derecha a izquierda (Unión Democrática) con un dispositivo armado entre gallos y medianoche en 60 días, gestó una genética peronista desde donde se leyeron ideológicamente las cosas de la siguiente manera: 1) Su historia provenía “de afuera” del sistema democrático liberal, historia que en pleno 1945 fue ilegitimada por dichas “instituciones de la patria”, tildándola de fascista, nazi, totalitaria, o una suerte de acarreo “anarco-comunismo” lumpen. En este extremo clima de confrontación el partido licuó su significado. 2) En la natividad peronista real lo partidario fue una ausencia total. Luego, desde la matriz movimientista-populista posterior, fue apenas una parte fragilizada de un “todo gobernante” que partió culturalmente al país en dos. El partido de diputados y senadores no pudo dar cuenta ni representar ese dato mayor que rebasaba lo institucional. 3) El partido ocupó una suerte de “no lugar” en la década de gobierno, en tanto instancia que el propio peronismo desconsideraba como extrasindical, esto es: pseudotrabajadora, improvisada, más bien “inorgánica”, una existencia sin nervadura, de la que el líder y Evita no daban cuenta de su existencia en las concentraciones de la plaza.
Cuando el peronismo es derrocado en 1955 ya había instalado su liturgia y su forma de ser, donde el PJ jugó de manera secundaria y hasta patética como un simple “engorde” de afiliación pasiva. Perón y las masas trabajadoras eran a esa altura la historia peronista. Junto a eso, una administración de gobierno jaqueada, un partido inocuo, y un inmenso mundo pequeñoburgués urbano antiperonista que derrotó –en la cotidiana batalla cultural y política de entonces– al 62 por ciento de los votos obtenidos por Perón en 1952. Ahí había fallado, básicamente, el partido “interclases” como universo de mayores pluralidades inclusoras.
Para John W. Cooke en ese oscuro ‘55 se da “un Perón insustituible”, y un mundo político partidario burocratizado “espectador”, “aplaudidor del líder”, “cortesano”, dice. Un partido que no resuelve “ningún problema sino que plantea que no hay problemas”, aclara Cooke. Y sentencia: “Faltó un aparato político en que se plantease la nueva marcha”. Dicho aparato no estuvo en los desvelos de nadie como corazón de una política en democracia. Ni Perón ni Evita ni los sindicatos imaginaron un peronismo devenido partido a la usanza clásica liberal, sino una fuerza descamisada contra un histórico andamiaje dominante. El mismo Cooke había sido llamado tardíamente a reorganizar infructuosamente el PJ de Capital poco antes de la caída. Ya en ese ‘55 Cooke comienza a exponer lo que sería esta dramática peronista de un partido poco real, casi “pintado”.
Desde ese 1955 el nuevo fondo de escena histórico, para el movimiento popular, pasó a ser la misma Plaza de Mayo, pero ahora no festiva sino bombardeada con 350 asesinados. Luego vino la derrota. El exilio de Perón y de centenares de cuadros políticos, los fusilamientos de José León Suárez y Campo de Mayo, miles de presos, sindicatos intervenidos y toda actividad partidaria prohibida. Esto abre un tiempo tan inesperado e inédito para el peronismo como lo había sido el repentino post-Octubre del ‘45. Su democratismo popular dejó de formar parte de “la República” democrática castrense.
En los 18 años restantes el peronismo en el llano, el de la resistencia, sellará a fuego valores y lecturas indelebles sobre sí mismo y sus formas organizativas partidarias. Su espejo decisivo será esa edad heroica y utópica en pos del regreso de una “felicidad perdida”. En ese largo interregno la problemática del partido entrará en un eclipse acentuado.
Un Perón, radicalizado, piensa o acepta las ideas de una guerra integral, comandos de lucha clandestinos, golpear y negociar sindicalmente, organigramas armados, sabotajes terroristas e incipientes experiencias guerrilleras. El peronismo prohibido había entrado en otra sintonía estratégica, también en la cabeza de sus activistas: la meta fue la huelga general revolucionaria, la de la insurrección popular a labrar. Lo que transformó al partido en el espacio olvidado, o en un simple artilugio del movimiento nacional para elecciones que nunca llegarían.
“El Consejo superior del Partido Justicialista ha dejado de existir”, informa por carta Cooke a Perón en 1957, a la vez que detalla la lucha de la resistencia y la dudosa opacidad de los dirigentes políticos. “Todos los acuerdistas, derrotistas y pacificadores son como bosta de paloma”, le contesta Perón ese año refiriéndose a la mayor parte de la actividad de los políticos oficiales. Poco más tarde los Leloir, Bramuglia, Saadi, Gelsi y otros apañarán los partidos neoperonistas acuerdistas, que reciben contradictoriamente la venia y a la vez la crítica del caudillo en lejanía.
Recuerda en una entrevista el militante Gustavo Rearte esas disputas en 1959: “el sindicalismo era lucha y caño; los del partido, una cueva de burgueses”. Comenta por esa fecha Cooke: “Los figurones del partido lo acusan a usted, General, de que nunca organizó el peronismo desde el gobierno y tampoco lo hará ahora, que son maniobras de distracción suyas”. A lo que Perón responde: “La verdadera fuerza del peronismo está en el campo de los trabajadores”, y agrega: “Es decir, en todas partes”.
Ya para 1964 Cooke, pensando en una vanguardia peronista revolucionaria, le escribe al General desde La Habana: “Solo por rutina puede pensarse que el peronismo pueda estructurarse democráticamente y en forma orgánica por los medios clásicos de los otros partidos”. Perón parece acordar con esa idea, y al tiempo le comenta de manera indiscernible: “El peronismo surgió contra todos los partidos e hizo saltar para siempre el esquema de partidos”.
El desemboque de esa edad represiva se da a fines de 1972 con el regreso de Perón al país, el armado del Frejuli, y el congreso partidario en el Hotel Savoy que elige la candidatura de Cámpora por decisión del líder, quien hace de su propio cuerpo la representación casi sacra del “PJ”, con el único visto bueno que le importaba: la CGT.
Para marzo de 1973 opinaba la revista Envido, impregnada de la atmósfera de JP y Montoneros: “El proceso de liberación debe enfrentar aquellas variantes que le piden al peronismo su reconversión en un gigantesco y dormido partido ‘centro izquierdista’, pletórico de un inocuo reformismo”. En esos mismos días argumentaba frente al periodismo el general Sánchez de Bustamante, comandante del Primer Cuerpo de Ejército: “¿Cómo anhela este comandante que se exprese el movimiento de masas? Como Partido Justicialista, sujeto a reglas expuestas en el estatuto de todos los partidos. ¿Será posible esto? Dudo mucho, el peronismo se presentó siempre con ingredientes de nítida fisonomía marxista que llama a preocupación a los hombres de armas y de orden”.
Consultado en Madrid por una agencia de noticias italiana poco antes de su regreso definitivo al país, el general Perón explicaba escuetamente en un párrafo, que había que tomar principalmente en cuenta a “las socialdemocracias escandinavas” como “partidos populares de avanzada y bienestar”, los cuales se “habían organizado a partir de los grandes problemas del presente y el futuro de la humanidad”.
Un extenso tiempo argentino se cerraría pocos años después (1976) de manera infausta, aglomerando en sus sótanos esta turbulenta biografía de un partido que hoy vuelve a remover la política nacional.
Sin epopeyas de octubre por detrás, con seis décadas de vida, actuando en absoluta libertad ahora durante un cuarto de siglo democrático, y siendo gobierno, por primera vez el PJ asume un inusual protagonismo como tema central ordenador de un Todo peronista histórico.
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