Domingo, 16 de marzo de 2008 | Hoy
EL MUNDO › 7 PREGUNTAS Y 7 RESPUESTAS SOBRE EL CHILE DE
Tercera nota sobre las nuevas izquierdas en Latinoamérica.
Por José Natanson
En 1973, la dictadura de Augusto Pinochet se propuso remodelar de un sablazo la economía chilena mediante un modelo de crecimiento hacia afuera que excluyera cualquier recuerdo del socialismo de Salvador Allende. En poco tiempo, Chile diversificó sus exportaciones, realizó rotundos recortes fiscales y encaró privatizaciones masivas. Tres años antes que Argentina, que inició el giro neoliberal en 1976, y que Estados Unidos y Gran Bretaña, que tuvieron que esperar hasta los ’80 para la revolución conservadora, Chile avanzaba hacia el mundo dorado de la sociedad de mercado.
Sin embargo, pese a sus raíces innegablemente ortodoxas, ciertos rasgos propios marcan una diferencia crucial entre el modelo chileno y el neoliberalismo puro y duro. En principio, ni siquiera Pinochet se atrevió a privatizar Codelco, la empresa nacional de cobre, ni a desarmar la reforma agraria implementada por la Democracia Cristiana en los ’60, que acabó con los latifundios y fue clave para el posterior despegue de los agronegocios. El Estado, además, cumplió un rol importante, garantizando un tipo de cambio competitivo primero, y estableciendo límites al ingreso de capitales después.
En 1990, cuando Pinochet finalmente dejó el poder, algunos especularon con un cambio económico, pero los cuatro presidentes de la Concertación –los democratacristianos Patricio Aylwin y Eduardo Frei y los socialistas Ricardo Lagos y Michelle Bachelet– decidieron no modificar la esencia del modelo, asentado en un manejo macroeconómico riguroso, sin déficit fiscal ni inflación, una presión impositiva bajísima (18 por ciento) y una estructura fiscal regresiva (los impuestos al consumo afectan incluso a los productos más básicos, como la leche y el pan, mientras que el impuesto a la renta es muy reducido). Todo esto en el marco de leyes laborales hiperflexibles, con una de las tasas de sindicalización más bajas de la región (menos del diez por ciento) y servicios públicos carísimos.
El mercado tiene pocos límites en Chile. El año pasado, por ejemplo, Bachelet impulsó una reforma del sistema de seguridad social, una de las joyas del modelo e inspiración de transformaciones similares en varios países, que en teoría era excelente pero que arrastraba el pequeño detalle de que estaba dejando sin cobertura a... la mitad de la población. El nuevo diseño incluye una “jubilación solidaria” para quienes no aportaron los años suficientes, pero ni los sectores más progresistas de la Concertación se animaron a poner en duda el corazón del sistema, basado en el aporte individual, sin presencia del Estado.
Durante los 15 años de Pinochet Chile creció, en promedio, apenas 2,9 por ciento, según datos de la Cepal. Pese a ello, la idea del éxito económico de la dictadura se encuentra muy extendida. “Esto se explica por el contraste con el último tiempo de Allende, que fue muy caótico. Además, en los últimos dos años de Pinochet el PBI creció casi 10 por ciento. Muchos se acuerdan de eso, más que del balance general, que no es bueno”, me dijo Ricardo Ffrench Davis, uno de los economistas más reconocidos de Chile, en una entrevista en la sede de la Cepal en Santiago.
Si durante la dictadura el crecimiento fue de 2,9, en los 17 años de la Concertación promedió casi el doble (5,9), con un incremento del salario real del 3 por ciento anual, el desempleo siempre debajo del 10 por ciento y la inflación controlada. Ahí sí puede hablarse de un verdadero éxito económico, una de cuyas claves fue la diversificación de los destinos de las exportaciones, que se dirigen hacia todo el mundo pero cada vez más hacia Asia. Para ello fue fundamental la firma de tratados de libre comercio con veinte países, desde Estados Unidos y China hasta Nueva Zelandia y México, lo cual permitió que algunas empresas chilenas se transformaran en grandes multinacionales, como puede comprobar cualquier argentino que compre en Falabella o viaje por LAN.
Todo esto convirtió a Chile en el país latinoamericano que más crece y, aún más importante, el único que lo hace de manera sostenida. “La diferencia fundamental es que mucho, poco o poquísimo, Chile crece siempre. Siempre. Esa es la clave de su éxito”, me dijo el jefe de Gabinete argentino, Alberto Fernández, durante una pausa de un seminario organizado en el 2005 para debatir las estrategias económicas de los gobiernos del Cono Sur.
Hay dos grietas difíciles de cerrar. La primera es la primarización de la estructura económica. Quienes suelen cuestionar a Venezuela por su petrodependencia deberían prestar atención a este dato: hoy, con el precio de los minerales por las nubes, el cobre representa el 45 por ciento de las exportaciones de Chile. Del resto, un 30 por ciento son otros productos primarios o elaboraciones a partir de ellos. Esta es la base de un modelo que, aunque garantiza alto crecimiento, dificulta la extensión de sus beneficios a todos los sectores sociales, pues la industrias exportadoras son en general enclaves que generan escasos puestos de trabajo.
Pero la crítica también admite matices, como me dijo el ex presidente Ricardo Lagos cuando lo entrevisté en Santiago. “El argumento tiene algo de cierto, pero suele exagerarse. Yo le pregunto a usted: si yo exporto un producto primario, por ejemplo almendras, pero colocadas dentro de una bolsita hermética, que a su vez va dentro de un cajita de cartón especial, diseñada especialmente para un hotel cinco estrellas de Europa, con el nombre y el logo del hotel, que tiene que llegar en determinado momento y en determinado volumen. ¿Qué estoy exportando? ¿Almendras? ¿Qué valor tienen las almendras en ese producto?” Lagos agregó otro ejemplo. “Tengo un amigo que exportaba ostiones congelados, hasta que se dio cuenta de que era más rentable exportarlos enfriados. Eso significa que, desde que los ostiones se sacan del Pacífico hasta que se sirven en un restaurante de París, Nueva York o Berlín, no pueden pasar más de 30 horas. ¿Qué exporta mi amigo? ¿Ostiones? ¿O exporta know how, tiempo, eficiencia?”
Pero aun admitiendo que la primarización de la estructura económica no es para tanto, hay una segunda grieta imposible de ocultar: la desigualdad. En Chile, la distancia entre el 20 por ciento más rico y el 20 por ciento más pobre de la población es de 14 veces. En sus cuatro gobiernos, la Concertación implementó una serie de programas sociales orientados a combatir la pobreza y, al mismo tiempo, mejorar la distribución del ingreso. Lo primero fue posible; lo segundo no. Cuando le planteé el tema, Lagos me dijo que, si se suman las inversiones en educación y salud, la distancia se reduce de 14 a 8. Es cierto, pero también es verdad que sigue siendo superior a la de Argentina, Venezuela o Perú.
El éxito económico de Chile se explica por una serie de características particulares. Es un país de talla intermedia, que contaba con una buena dotación de capital humano antes del golpe de Pinochet, con un Estado relativamente eficiente, donde el cobre funciona como fuente permanente de divisas y que además tiene ciertos rasgos geográficos particulares: por ejemplo, es un país muy limpio desde el punto de vista fitosanitario, casi una isla por la cordillera y el mar. Además, últimamente se ha beneficiado de su ubicación sobre el Pacífico, que le permite aprovechar la creciente demanda asiática, tanto para la exportación de sus productos como para la salida de las exportaciones de Argentina y Brasil. Como Venecia en el siglo XIII, Chile se consolida como puente entre Oriente y Occidente.
Por eso, aunque por supuesto tiene aspectos muy positivos, el modelo chileno no es exportable al resto de la región. “Se ha puesto a Chile como modelo y nosotros hemos dejado que nos utilicen para eso. Yo siempre digo que somos los mejores alumnos de la clase, pero que no somos los mejores compañeros”, me dijo Carlos Ominami, ex ministro de Economía y actual senador socialista, cuando le pregunté por el tema. “A mí me pasa –-continuó Ominami– que vienen de algunos países africanos y nos dicen: ‘Nosotros hicimos lo mismo que ustedes y no funcionó’. Y por supuesto, ¿cómo va a funcionar si son países completamente diferentes? ¿Qué tiene que ver Chile con Africa?”
El tema es resbaladizo, pero si partimos del supuesto de que la principal misión de la izquierda es combatir la pobreza, entonces la respuesta no es tan difícil. En 1989, en el último año de la dictadura de Pinochet, pese al exitoso modelo económico (o como resultado de él), la pobreza había trepado al 45 por ciento. Hoy se ubica en 13,2, el porcentaje más bajo de América latina, con una tasa de indigencia de 3,2, casi casi la de un país desarrollado.
Esto fue posible gracias al crecimiento económico sostenido, la extensión de los servicios sociales desde el inicio de los gobiernos de la Concertación y la implementación del Plan Chile Solidario, creado por Lagos y profundizado luego por Bachelet, que consiste en una transferencia de dinero a las familias más pobres a cambio de una serie de contraprestaciones, desde llevar a los chicos al médico hasta sacar en carnet de identidad.
Los progresos son innegables, pero no deberían ocultar las asignaturas pendientes: las políticas sociales, aunque sirvieron para atacar la pobreza y la indigencia, parecen incapaces de enfrentar otros problemas, más complejos, como la precariedad del trabajo, en general mal pago y sobrexplotado, o las crecientes demandas de una clase media baja que no logra incorporarse a un boom de consumo que ha alcanzado niveles obscenos. “Hay dos agendas sociales: la de la pobreza, en la que hemos sido bastante exitosos, y la de la desigualdad, en la que tenemos que seguir trabajando”, me dijo Luis Maira, embajador de Chile en la Argentina, cuando le pedí una evaluación de los progresos sociales de la Concertación.
Caso único en el mundo, Chile no cambió su marco institucional con el fin de la dictadura y siguió rigiéndose por la Constitución de Pinochet, que incluía una serie de cláusulas que limitaban el margen de acción de los presidentes democráticos, que no podían designar a los jefes militares ni intervenir en la política de defensa y que además sufrían un bloqueo legislativo permanente de los “senadores institucionales”, un puñado de carcamanes designados por Pinochet como legisladores vitalicios. Este sistema de democracia atenuada retrasó absurdamente ciertas reformas elementales: Chile, pese a su modernidad económica, fue el último país del Hemisferio Occidental (a excepción de Malta) en aprobar la ley de divorcio.
Esto recién comenzó a cambiar en 1998, cuando Pinochet fue detenido en Londres y se conocieron sus millonarias cuentas secretas, revelación que a un sector de la sociedad chilena escandalizó más que los crímenes cometidos por su gobierno. Se creó así un cierto clima de destape, un poco como el de la España pos-Franco, que permitió el surgimiento de nuevas manifestaciones culturales, como la irreverente revista The Clinic, y hasta el cierre del Comité de Censura, que estaba integrado por policías y militares y que ya no pudo impedir la exhibición de La última tentación de Cristo. Finalmente, tras un larguísimo trámite parlamentario, Lagos logró la aprobación de una serie de reformas que eliminaron los últimos resabios autoritarios de la Constitución.
Michelle Bachelet asumió el gobierno con la promesa de mezclar continuidad (del modelo económico) y cambio (de los aspectos más negativos del modelo, en especial la desigualdad social). Su condición de mujer le permitió a la Concertación proyectar una imagen renovada sin arriesgar su esencia. Sin embargo, al poco tiempo comenzaron a surgir una serie de problemas imprevistos: las protestas estudiantes, las manifestaciones indígenas y el caos del Transatiago, el fallido intento de reorganización del transporte de la capital.
La popularidad de Bachelet ha caído a menos del 40 por ciento. Pese a ello, sería un error pronosticar el final de la Concertación. En principio, dos de los candidatos más populares para las elecciones presidenciales del 2010 –el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, y el mismo Lagos– pertenecen a la coalición. Pero hay un factor más estructural. Desde la recuperación democrática, la sociedad chilena ha estado divida en dos bloques, continuidad del voto por el Sí o por el No a Pinochet en el plebiscito de 1988. Aquella vieja división, pese a los intentos de Sebastián Piñeira de construir una derecha más democrática, prevalece hasta hoy. Tal vez la muerte de Pinochet cambie las cosas, pero mientras la frontera política esencial siga siendo ésa, la Concertación tiene buenas chances de mantenerse en el poder.
La semana próxima: 7 preguntas y 7 respuestas sobre el Ecuador de Rafael Correa.
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