El precalentamiento fue insoportable, así que, ¿qué decir ahora que ya empezó? Nos sumergimos en oleadas de testosterona blanquiceleste, aunque habrá que admitir que muchas chicas, sobre todo las menores de treinta, han saltado la valla y parecen comprender y experimentar, ellas sí, lo que nosotros no: la vibra fútbol.

Somos miles (¿cuántos seremos?) los que nos quedamos afuera de la fiesta, y no nos arriman ni un canapé. Cuanto más apabullan con información a todas luces irrelevante (¿qué música se escucha en Togo?, ¿tienen sexo los jugadores de Brasil?, ¿cuántos jugadores de Costa de Marfil viven en Costa de Marfil?, ¿qué clima hay en Serbia?, ¿y en Montenegro?), más suspiramos, más nos hiperventilamos.

Y eso que Argentina todavía no empezó ni a perder como el peor de todos ni a ganar como el mejor de todos. Madre mía. Con sólo imaginar la efervescencia colectiva y la inclinación general hacia la depresión más brusca o la felicidad extrema, uno desea dormirse hasta julio y que le avisen.

El Mundial exacerba la bipolaridad argenta, la subraya. Los millones de directores técnicos al paso, intercambiando críticas o elogios, son una dosis intragable para cualquiera con poca tolerancia al monólogo al dope. A ninguno le interesa escuchar lo que el que tiene enfrente dice, cada cual quiere expresarse futbolísticamente, dar lo que tiene para dar, es decir: órdenes. El deseo secreto de todos los futboleros es armar el equipo, no integrarlo. Armar el puzzle que los condena y los rescata. Si las cosas van bien, ellos habrían hecho exactamente lo mismo que Pekerman. Si las cosas van mal, teníamos a los mejores, pero no los supimos aprovechar.

Los hartos del Mundial acaso devengamos hinchas silvestres cuando juegue Argentina, pero el caso es que el pack Mundial, con su parafernalia y su música épica, recién empieza y ya pudre.

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