Domingo, 17 de agosto de 2008 | Hoy
Por José Natanson
La construcción de una enorme clase media baja es una de las grandes conquistas sociales del kirchnerismo. Se trata de un sector amplio y heterogéneo pero frágil como una orquídea, que vive en constante peligro: las turbulencias financieras de la última semana –y la posibilidad de que deriven en restricciones presupuestarias–, la subestimación del impacto social que genera la inflación y un eventual repliegue del Estado, por más mínimo que sea, pueden golpear duramente este grupo social hipervulnerable, al que el Gobierno debería proteger como uno sus grandes capitales políticos.
Las clases sociales no son ya, contra lo que piensan los marxistas rústicos, actores monolíticos, sino universos variopintos en los que conviven diferentes trayectorias y experiencias. La clase media baja es ese amplio grupo de personas que no pueden ser calificadas de pobres en el sentido clásico pero que tampoco forman parte de los estratos más altos de la clase media: pequeños comerciantes suburbanos, cuentapropistas de calificación media tipo plomeros o gasistas, empleados industriales con convenio, trabajadores con ingresos bajos pero sistemáticos, empleados de los rangos más bajos en el sector servicios...
Este enorme sector, que representa entre un 15 y 20 por ciento del total de la población, ha mejorado su situación de manera notable en los últimos años. En algunos casos se trata de integrantes de la clase media –los nuevos pobres– que habían caído en la pobreza durante la crisis y que lograron recuperarse muy trabajosamente; en otros, ciudadanos pobres beneficiados por el crecimiento económico.
Desde luego, es difícil decir cuántas familias lograron salir de la pobreza para incorporarse a los segmentos inferiores de la clase media, pero tal vez alcance con decir que la pobreza, tras alcanzar su máximo histórico del 54 por ciento en el segundo semestre del 2002, se situaba en un 20,6 por ciento en mayo del 2008, según los últimos datos del Indec, aunque las mediciones privadas construidas en base a otros índices de inflación la ubican entre un 30 y un 35 por ciento.
En cualquier caso, es innegable que la clase media baja ha crecido significativamente en los últimos cinco años. En un informe difundido en noviembre del 2007, la Consultora Sel, que dirige Ernesto Kritz, sostuvo que “la clase media baja es el colectivo social más beneficiado por el crecimiento del ingreso real”.
La ampliación de la clase media baja es un fenómeno en buena medida regional, resultado del buen momento económico que atraviesan casi todos los países de América latina, de las políticas activas desarrolladas por los gobiernos de izquierda y –todo hay que decirlo– de la reducción de la inflación gracias a las reformas neoliberales de los ’90. En una nota publicada el año pasado, la revista británica The Economist, insospechada de afiliación kirchnerista, definió a “la clase media emergente” como un grupo social que surgió “casi de la noche a la mañana” y que constituye la mejor muestra de la nueva prosperidad de la región.
Veamos si no lo que ocurre en la antigua Belindia. Entre el 2002 y fines del 2008, según datos del Instituto de Políticas Económicas Aplicadas, tres millones de brasileños se incorporaron a la “clase media emergente”. Por primera vez en la historia, la clase media brasileña es hoy mayoría: 51,84 por ciento según las últimas mediciones, lo que explica en buena medida la enorme popularidad de Lula. Algo similar viene ocurriendo en Chile, de manera más lenta pero sostenida desde hace ya dos décadas, y situaciones parecidas se ven en Uruguay e incluso en Venezuela.
Es fácil comprobar esta tendencia si uno mira con atención. El mejor indicio es la mutiplicación de los negocios orientados a los sectores de bajos ingresos. Algunos, como los supermercados Dia, Leader Price y Wal Mart, se han desarrollado mucho en la Argentina. También se ve en el incremento de las ventas de electrodomésticos, materiales para la construcción y bienes para el hogar. Como se trata de individuos racionales que calculan y miden costos, los integrantes de este segmento social saben que el momento de comprar bienes relativamente caros –una forma de ahorro– es justamente éste, antes de que una nueva crisis asome en el horizonte. Y como vivimos en un mundo capitalista, los empresarios han reparado –obviamente mucho antes que los sociólogos– en la potencialidad de este nuevo sujeto económico: en una entrevista publicada en la revista brasileña Isto É, el gerente de Nestlé en Brasil anunció un nuevo plan de negocios para los sectores de renta baja en base a la idea de que se trata de personas que –por los costos del transporte y la inseguridad– prefieren comprar cerca de sus casas. La clave de la nueva estrategia consiste en asegurar una distribución amplia en las zonas populares.
Hasta el crédito llega a las nuevas clases medias bajas. Un fenómeno que casi no se ve en la Capital Federal pero que hace furor en el interior del país son las tarjetas de crédito para personas no bancarizadas. En Córdoba, Tarjeta Naranja y Provencred concentran el 60 por ciento del mercado, superando largamente a las grandes tarjetas internacionales. La clave de este crecimiento fue la alianza con cadenas locales de supermercados de bajos precios, los planes para pagar en cuotas sin anticipo ni interés y –antes y después de la crisis del 2001– la opción de cancelar los consumos con bonos. En un paso más allá, Provencred anunció líneas de créditos personales a personas no bancarizadas con ingresos de 1200 pesos.
A pesar de su crecimiento, su mayor capacidad de consumo y su renovada vitalidad, la clase media baja es un sector muy vulnerable a los ciclos económicos, al que cualquier mala noticia puede acercar al borde del abismo.
Tal vez el mayor riesgo sea la inflación. La semana pasada, la difusión del nuevo índice del Indec confirmó que la estrategia del Gobierno sigue siendo soslayar el problema. Como suele ocurrir, la cuestión es cómo se la enfoca. En los últimos días, los grandes medios han difundido las quejas de los industriales de la UIA por la pérdida de competitividad derivada del alza de precios, aunque en realidad el peso argentino –como puede comprobar cualquier argentino que se dé una vueltita por Florianópolis– sigue bastante devaluado, y en todo caso las críticas de los empresarios revelan más el quejumbroso espíritu antischumpeteriano de nuestra burguesía que un verdadero problema económico. El impacto más grave de la inflación no es económico sino social: como se ha dicho hasta el cansancio, cada punto estira la línea de pobreza y empuja a más familias de clase media baja a esta situación.
La evolución del empleo complica el cuadro. Durante los primeros años de recuperación económica, la elasticidad empleo-producto (la capacidad de la economía de crear trabajo por cada punto de crecimiento) fue muy alta, lo que permitió bajar la desocupación de un 21,5 por ciento en el 2002 a un 7,5 en el segundo trimestre del año pasado. Sin embargo, esta relación virtuosa podría haber llegado a su fin, en buena medida por el agotamiento de la estrategia de aprovechar la capacidad ociosa, según estiman Luis Beccaria, Valeria Esquivel y Roxana Maurizio en un artículo publicado en el número 178 de Desarrollo Económico.
Pero no se trata sólo de un problema de costo de vida, salarios y empleo. Contra lo que afirman los neoliberales que en el pasado criticaban los Planes Trabajar y que hoy, por esas cosas de la vida, defienden las transferencias de renta como forma de subsidiar la demanda (en realidad, una vía indirecta que han encontrado para cuestionar los subsidios), la pobreza no está vinculada solo al ingreso. El Estado juega un rol fundamental. La clase media baja es, junto a los “pobres puros”, el sector que más depende de la acción estatal. Si los excluidos viven desenganchados del sistema público, salvo quizá por algún plan social, y si las clases medias-altas y altas se limitan a exigir seguridad y –sobre todo en Buenos Aires– ofertas culturales, el último renglón de la clase media depende del Estado como del agua: manda a sus hijos a la escuela pública, se atiende en la obra social o el hospital, viaja apretujada en el colectivo y el tren.
Una eventual desinversión en salud y educación (áreas que dependen casi totalmente de las provincias, cuyas necesidades de financiamiento son cada vez mayores) o un recorte de los subsidios, combinados con el impacto de la inflación y el deterioro de la relación empleo-producto, conforman un cóctel peligrosísimo. La clase media baja ya ha empezado a sentirlo. Y es una lástima: se trata de un sector con pocas reservas que en los últimos años había logrado subir uno o dos tramos de la escala social y que –si no prima la convicción de que al menos se imponga la racionalidad– constituye uno de los pilares políticos más sólidos del Gobierno. Sería insensato arriesgarlo simplemente para no dar el brazo a torcer.
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