Miércoles, 27 de agosto de 2008 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
No es que al Congreso le ande faltando acción en estos días. Pero no estará nada mal que, entre otros menesteres, deba tratar tres leyes laborales que, en rápida seguidilla, le irá enviando el Ejecutivo, a instancia del Ministerio de Trabajo. La primera, ya anunciada la semana pasada, es la de trabajo a domicilio. La segunda (en mero orden de presentación) será la modificación del régimen del trabajo agrario. La tercera será la reforma del decreto ley que regula el servicio doméstico. El lector habitual de este diario lo habrá entendido con la pura mención: son colectivos de trabajadores muy desprotegidos, ocupados en actividades con amplias franjas de informalidad. Hablamos de universos importantes: es difícil consignar cifras precisas cuando hay tanto “negreo”, con esa salvedad los cálculos oficiales ponderan que los tres proyectos ampliarán la (hasta ahora) nimia protección de cerca de tres millones de personas.
Hay otra coincidencia: las reglas legales en cuestión datan de etapas históricas muy remotas u ominosas o las dos cosas.
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De Carriego a la aldea global: La ley de trabajo a domicilio, como señaló Carlos Tomada en la entrevista publicada en PáginaI12 el domingo, fue elaborada en la prehistoria del derecho laboral, en 1941. La mayor parte de los concernidos eran costureritas, como aquella que pintó un inmortal soneto de Evaristo Carriego. Algunas eran menos desafortunadas en su vida personal, profesionalmente eran un grupo muy homogéneo. Casi todas, valga la expresión, se dejaban cortar por la misma tijera. Trabajaban en su casa (“el hogar del obrero”), cobraban a destajo, respondían a organizaciones empresarias de pequeño rango, mediano como mucho. Ese universo está a años luz de la situación actual consabida y denunciada episódicamente por los medios: organizaciones enormes que conchaban por miserable paga a cientos de trabajadores desvalidos, muchos de ellos inmigrantes, y los hacinan en establecimientos que le sirven de mala morada.
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Como los castigados, pero peor: El estatuto del peón fue un hito fundante del primer peronismo, que puso en pie de guerra a las patronales “del campo”, allá por los ’40. Se trató de un sistema protectorio, que tomaba en cuenta la lógica de la actividad agropecuaria. En 1976, la dictadura decidió cortar por lo sano: resolvió emparentar a la peonada con otros trabajadores en relación de dependencia. Eso sí, como primos pobres, según maquinó José Alfredo Martínez de Hoz urdiendo una prototípica pirueta legal. Una de las primeras acciones del gobierno procesista fue reformar la Ley de Contrato de Trabajo dictada durante el gobierno peronista que la precedió. La destripó, la mutiló de modo tal de transformar un régimen de avanzada en un engendro patronalista que arrasaba con los derechos de los trabajadores. ¿Cómo se determinó después el régimen aplicable a los peones rurales? Joe lo hizo. Se tomó la ley laboral estrujada y se la rectificó a la baja, cosa de garantizar que los trabajadores rurales estuvieran por debajo aún de sus castigados compañeros de clase.
Entre otras gracias, se estipuló el trabajo de sol a sol, concediendo al patrón facultades muy vastas ampliables con demasiada laxitud.
Será interesante ver cuál será la reacción de las entidades agropecuarias cuando se dé a conocer un sistema más adecuado al siglo XXI. La prolífica retórica de la Mesa de Enlace, la de los medios que le hicieron de claque y la de sus intelectuales orgánicos abominó de esa temática. Nada dijeron en meses sobre ese otro componente del “campo”, el trabajador dependiente. Ni una frase en meses de hegemonía comunicativa. Ni siquiera un bocadillo del popular Alfredo De Angeli o de Eduardo Buzzi, que se reclama progresista pero sólo reivindica a los dueños de la tierra. La única mención que evoca este cronista, bien sincera eso sí, provino del verseo de un payador que fue ovacionado en el acto de Rosario, el Pampa Cruz. El juglar, favorito del Momo Venegas (el equívoco secretario general de los trabajadores rurales), le enmendó la plana a tantos populistas o a los laboralistas, ni qué decir a los marxistas. “Padecen las poblaciones/porque padece el patrón”, cantó y cifró. Empatía total, cero conflicto de clases o, así fuera, de intereses. Como el Tío Tom, como Don Segundo Sombra o como algunos animales domésticos, usted dirá.
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Madre hay una sola: Para no desentonar con el conjunto, el estatuto del personal doméstico es un engendro de la Revolución Libertadora, redondeando una tripleta de sistemas urdidos en regímenes de facto.
El gobierno de Néstor Kirchner mejoró la situación de las (en su gigantesca mayoría) trabajadoras, facilitando su incorporación al sistema jubilatorio. Pero las relaciones laborales siguen siendo inicuas. Las domésticas no tienen licencia por maternidad y no acceden al cobro de asignaciones familiares, entre otras pautas de sometimiento que, aseguran en Trabajo, se irán corrigiendo.
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Ojo que viene el cuco: Los cambios referidos debieron hacerse mucho tiempo atrás, son una deuda de la sociedad, el Estado y en cierta medida del movimiento obrero organizado.
Los damnificados son, preponderantemente, también víctimas de otros modos de discriminación: mujeres, personas de bajo nivel educativo, inmigrantes o migrantes internos. La injusticia viene en combo, envuelta en decisiones de regímenes autoritarios que las administraciones democráticas no se tomaron la molestia de enderezar.
Las primeras reacciones al proyecto sobre trabajo domiciliario honraron un viejo linaje: la de fulminar las mejoras a los trabajadores invocando que habrán de dañarlos. Un hipócrita rebusque paternalista vulgar de las patronales y de sus portavoces. En otros tiempos se alertaba que el aguinaldo produciría abuso en la ingesta de bebidas alcohólicas. En el siglo XXI priman la corrección política y la jerga tecnocrática, por lo que las agorerías transitan otro registro. Tanta protección, se empezó a alegar, será un búmeran, exacerbará la informalidad, llevará a la quiebra a los empleadores. La flexibilización fue exaltada en términos simétricos. En fin.
En verdad, la tutela legal es una herramienta, imprescindible pero jamás suficiente, para acortar la brecha entre distintos ciudadanos y aun entre distintos grupos de trabajadores. Todo lo que no está legislado queda implícitamente regulado a favor del más fuerte, escribió Raúl Scalabrini Ortiz, en una de las más precisas observaciones sobre las fuerzas del mercado y la necesidad de la intervención del Estado.
Empezar a pagar una deuda no equivale a cancelarla, ni mucho menos. Lo antedicho saluda la oportunidad de los cambios, no la forma en que se expresan. De hecho, se desconocen aún dos de los textos en cuestión y el difundido todavía no ha sido debatido en profundidad. El alcance de las normas, su utilidad, su cabal impacto se dilucidará cuando empiecen a discutirse en el ágora y en el energizado Parlamento donde la tripleta, auguran en Trabajo y en la Casa Rosada, terminará de recalar en septiembre.
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