Domingo, 3 de octubre de 2010 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Alfredo Zaiat
La aprobación en el Senado de la denominada ley de glaciares que preserva el recurso natural de agua dulce ubicado en la Cordillera de los Andes y que, en forma indirecta, se involucra sobre el impacto medioambiental de la minería a cielo abierto ha sido un importante avance en el reconocimiento de derechos. Se ha convertido en una de las primeras leyes a nivel mundial que establece que el agua es un derecho humano, como lo habían resuelto las Naciones Unidas con el voto de 122 países. El senador Daniel Filmus recordó en su intervención de la madrugada del jueves en el recinto que esa propuesta fue impulsada en ese organismo internacional por Bolivia, con el objetivo de cuidar, preservar y garantizar el agua. En la versión taquigráfica del discurso de Filmus se lee que “sólo el 2,5 por ciento del agua es utilizable, y el 70 por ciento de ese 2,5 por ciento está en las zonas glaciares y periglaciares”. Las organizaciones sociales que lucharon por esa ley esperan la rápida promulgación y reglamentación, quedando en estado de alerta por la amenaza de las mineras de iniciar juicios por lo que consideran una afectación de derechos adquiridos. La intensa controversia sobre esa ley, precipitado por un inoportuno y mal explicado veto presidencial a una anterior casi igual a la aprobada, instaló con fuerza el debate sobre la minería a cielo abierto. En esta fecunda etapa de discusión sobre la preservación de los glaciares como reserva de agua dulce esa actividad económica quedó cuestionada, pero sólo por su impacto medioambiental. A partir de ahora resulta necesario abordar otros aspectos de esa producción como parte del sendero de desarrollo económico nacional.
El tipo de explotación de recursos naturales, su destino y la forma de apropiación de sus rentas extraordinarias son cuestiones claves en el desarrollo. Del mismo modo que la tierra forma parte del bien común de toda la sociedad, los minerales ocultos que contiene la cordillera también son riquezas que forman parte del patrimonio colectivo. Esto implica que las observaciones críticas a la intervención de las multinacionales en esas actividades no deberían tener diferencias porque el patrón extractivo es idéntico. Por ese motivo pierde densidad argumentativa, aunque no mediática, y expresa una contradicción excesiva cuando se apunta a la Barrick Gold y a la vez se apoya a representantes del modelo sojero nacido de las entrañas de Monsanto. En clave medioambiental, el cianuro y el glifosato aplicados sin controles y en forma desaprensiva provocan daños irreparables. Y en términos económicos, la necesidad de avanzar sobre la renta minera es tan relevante como convalidar la captura social a través del Estado de la renta sojera mediante retenciones. Concentrar las críticas en el paradigma de producción de la actividad minera ocultando el de la sojera, que en magnitud de recursos es más importante, refleja un comportamiento político sugestivo.
El actual modelo minero fue estructurado legalmente en la década del noventa con el acuerdo federal minero, con el Código Minero y con la reforma constitucional del ’94, que en su artículo 124 dispone que le corresponde a las provincias el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio. Esto último ha provocado un desquicio difícil de reparar en la administración nacional e integral de recursos naturales (petróleo y minería). Gaspar Tolón, economista de la Universidad de General Sarmiento, explicó en una columna de opinión publicada en este diario que “la propiedad provincial de los yacimientos implica, además del derecho exclusivo sobre las regalías, la atribución para cada provincia de disponer marcos regulatorios, esquemas impositivos y autoridades de aplicación para la legislación (incluida la ambiental), todo ello restringido además fuertemente por las disposiciones del código de minería reformado y el acuerdo federal minero, concebidos con una laxitud agresivamente seductora hacia la inversión extranjera directa”.
Ese marco legal permitió constituir lo que se denomina una “economía de enclave”: ingresan capitales del exterior para explotar ricos yacimientos mineros, realizan millonarias inversiones, pagan una muy baja proporción de impuestos en relación a su giro (por ejemplo, están exentos del impuesto al cheque, a los combustibles), tienen estabilidad fiscal por treinta años, gozan de un régimen de importación sin aranceles, cuentan con subsidios a la electricidad y, además, casi la totalidad de las exportaciones no tienen que liquidarlas en la plaza local. Las regalías abonadas a las provincias son bajísimas (de 2,5 a 4,0 por ciento en boca de mina), pero a la vez esos recursos son muy importantes para las finanzas de esos gobiernos. Esta dependencia fiscal explica la defensa vigorosa que legisladores y gobernadores de provincias mineras realizan de esa actividad.
Una “economía de enclave” cuando se agota el recurso natural es abandonada con profundas consecuencias sociales, laborales y ambientales. Ese patrón extractivo de desarrollo se transforma cuando se avanza en la elaboración local de las materias primas obtenidas. En el caso de la minería sería la etapa de procesamiento en refinerías. Esto exige fuertes inversiones que requiere de trabajo de calidad porque se necesitan ingenieros, técnicos, la construcción de plantas fabriles.
Saldado el debate sobre la protección de los glaciares, legislación ambiental restrictiva para preservar el derecho de agua dulce que ahora debe probar ser efectiva en el terreno, se necesita avanzar en el lugar que las industrias extractivas ocupan en un proceso de desarrollo, que supone la incorporación de tecnología y creación de empleo de calidad. La explotación minera está teniendo una importante corriente inversora hacia la inversión debido a la creciente demanda proveniente de Asia, con China como principal comprador. En esa hoy dinámica virtuosa por la afluencia de capitales y el crecimiento de las exportaciones de materias primas sin elaborar se transita un camino similar al conocido cuando la potencia hegemónica era Gran Bretaña. Ese riesgo es mencionado en la última edición del “Panorama de la inserción internacional de América latina y el Caribe” de la Cepal que advierte que “es particularmente importante evitar que el creciente comercio entre ambas regiones reproduzca y refuerce un patrón de comercio de tipo centro-periferia en que Asia (y China en particular) aparecería como un nuevo centro y los países de la región como la nueva periferia”.
Romper con ese destino implica aprovechar el actual momento económico internacional para construir los eslabonamientos necesarios entre recursos naturales, manufacturas y servicios. Incentivar así la innovación en cada uno articulándolos en torno de conglomerados productivos, incorporando a las pequeñas y medianas empresas, de modo que el impulso exportador refuerce la capacidad de arrastre sobre el resto de la economía y que los resultados de ese crecimiento se distribuyan con mayor igualdad. Ese es el gran desafío de la actividad minera, como de las otras industrias extractivas, pensada para el desarrollo nacional y no como un gran negocio para las multinacionales, que en el caso de la mineras se dedican a extraer el oro y otros metales y cuando se acabe se retirarán dejando la cordillera agotada a las comunidades.
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