Domingo, 18 de noviembre de 2012 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Alfredo Zaiat
El G-20 reúne a las economías avanzadas y emergentes más importantes del mundo, y está integrado por 19 países miembros y la Unión Europea que, en conjunto, representan cerca del 90 por ciento del PBI mundial, el 80 por ciento del comercio global y dos tercios de la población total. Entre sus objetivos se encuentran la coordinación de políticas para lograr la estabilidad económica mundial y el crecimiento sostenible; la promoción de regulaciones financieras que permitan disminuir el riesgo y prevenir nuevas crisis; y la reingeniería de la arquitectura financiera internacional. Desde que estalló la crisis, en 2008, hubo siete cumbres de presidentes; la última en junio pasado, en México. La próxima será en septiembre de 2013 o, en San Petersburgo, Rusia. Por resultados, con la economía de Estados Unidos estancada y la Eurozona en recesión, el G-20 no ha podido mostrar avances sustanciales para superar la crisis, aunque también puede especularse con que la situación de la economía mundial hubiese sido peor sin su intervención. De todos modos, cinco años es tiempo suficiente para evaluar si los países latinoamericanos no están en condiciones de diseñar estrategias defensivas propias. Además de medidas contracíclicas aplicadas por cada uno en forma independiente para amortiguar los costos de la crisis, y de esperar que las potencias decidan abandonar la estrategia autodestructiva de austeridad, la región tiene la posibilidad de concretar un salto cualitativo de cooperación entre sus países miembro para enfrentar un escenario económico internacional complicado sin signos de recuperación firme.
La debacle europea (para evitar el default de la deuda y el euro han declarado un default sociolaboral) y las dificultades de la economía estadounidense para retomar un sendero de crecimiento estable definen un panorama mundial de mayores incertidumbres a las ya tradicionales. La región demostró en estos años que tiene fortalezas macroeconómicas y que puede diseñar con éxito políticas monetarias y fiscales contracíclicas para amortiguar los efectos de golpes externos adversos. Expuso una posición macroeconómica holgada en comparación de las sucesivas crisis recurrentes que había vivido desde principios de la década del ‘80, presentando tres características comunes: superávit sostenido en la cuenta corriente del balance de pagos, reducción del coeficiente de endeudamiento en relación al PBI, y elevado stock de reservas internacionales en los bancos centrales. Hasta ahora, América latina ha probado que ya no es tan vulnerable a las variaciones de las condiciones económicas internacionales. Esa estrategia resultó efectiva ante la emergencia en 2009 y 2012, pero tiene límites y más aún cuando se prolonga la crisis en las potencias.
Los espacios de cooperación y complementación comercial, económica y financiera de la región no se han desarrollado con la intensidad que demanda la situación internacional. Por caso, existe un paso cansino en la revisión y modernización de las instituciones multilaterales de pagos y de crédito con que cuenta la región. Se repite lo mismo en el desarrollo del Banco del Sur y en el fondo latinoamericano de reservas. En definitiva, no se ha aprovechado la coyuntura para acelerar el diseño de una estructura financiera regional para adaptarse a los cambios en los flujos comerciales y financieros mundiales, como lo han hecho los países asiáticos sin abandonar los organismos multilaterales conocidos.
Avanzar en la integración financiera requiere de una mayor coordinación macroeconómica entre los países, tarea que ha sido muy limitada en estos años. Los gobiernos progresistas de la región –en la definición más amplia– han expuesto restricciones en ese aspecto durante estos años. Los próximos se presentan como claves para superar la desconfianza o la presunción de que cada uno por separado podrá quedar mejor parado en esta crisis global. La morosidad para construir una estructura financiera latinoamericana expresa debilidad en la capacidad de traducir en los hechos los consistentes discursos y la voluntad política de integración de los líderes de la región. A fines de este mes, en la conferencia anual de la UIA, se presentará un atractivo escenario para verificar la capacidad de avanzar en acuerdos concretos cuando se encuentren las presidentas Cristina Fernández de Kirchner y Dilma Rousseff.
El mundo desarrollado bajo el dominio de las finanzas globales no ofrecerá respuestas a las aspiraciones de desarrollo expresado por los gobiernos latinoamericanos. Más bien, hoy es un elemento perturbador de la estabilidad. En un documento de hace dos años del Grupo de Trabajo de Integración Financiera, en el marco de la Unión Suramericana de Naciones (Unasur), se planteó una agenda de núcleos de consenso básicos, definidos por los siguientes temas:
- Desarrollar un sistema multilateral de pagos asentado en el uso de las monedas locales para concentrar la mayor parte del volumen de transacciones comerciales intraregionales. Para ello proponía revisar el sistema de pago incluido en el convenio Aladi, el de Argentina y Brasil implementado en septiembre de 2008 y el Sistema Unitario de Compensación Regional (Sucre) integrado por países del ALBA (Bolivia, Cuba, Ecuador, Venezuela y Nicaragua). Esos mecanismos monetarios surgen por la necesidad de la región de adaptarse a la crisis internacional y a la incertidumbre respecto del futuro del dólar como moneda de reserva. Es lo mismo que está impulsando China con socios comerciales relevantes, como Rusia y Japón.
- Coordinar los fondos financieros disponibles en condiciones más ventajosas, en plazos y tasas de interés, que las ofrecidas por el mercado para ser aplicado a proyectos de desarrollo, infraestructura e integración regional. En ese sentido, siete países participan del Banco del Sur con el objetivo de profundizar el crédito de fomento. Por ahora, esa entidad poco ha avanzado en ese propósito más allá de cuestiones normativas y formales.
- Implementar un mecanismo de coordinación de reservas disponibles, que pudiera ser utilizado para estabilizar desequilibrios transitorios en la balanza de pago de países de la Unasur. El objetivo sería ampliar la capacidad de intervención de los bancos centrales locales frente a ataques especulativos contra la propia moneda. Poco y nada se ha avanzado en este punto. La experiencia asiática aquí también es una referencia importante para superar obstáculos.
- Impulsar un mercado regional de capitales para canalizar los excedentes de ahorro y las demandas de inversión, en especial en infraestructura.
El diseño de una estructura financiera regional, junto a una mayor integración productiva e incremento del comercio intra regional, constituyen la oportunidad de aprovechar el actual contexto político latinoamericano. Ese salto cualitativo establecería las bases para consolidar un enfoque estratégico de desarrollo regional en un mundo con las potencias centrales sumergidas en una crisis de desenlace incierto.
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