Domingo, 30 de noviembre de 2008 | Hoy
EL MUNDO › ADELANTO DE LA NUEVA IZQUIERDA (DEBATE), EL NUEVO LIBRO DE JOSE NATANSON
Crónica, ensayo y relato de viaje, el libro recorre la economía, los cambios sociales y los claroscuros institucionales de siete gobiernos de izquierda de Sudamérica. Incluye entrevistas a referentes, de Kirchner y Lagos a Cardoso y Duhalde; de Guillermo O’Donnell a Ernesto Laclau y Bernardo Kliksberg.
Por José Natanson
¿Cuando comenzó el ascenso de la izquierda?
El 9 de noviembre de 1989, exactamente a las 18.53, Günter Schabowski, portavoz del Politburó del Partido Socialista de Alemania del Este, anunció en una conferencia de prensa la decisión del gobierno de simplificar los trámites para viajar fuera del país. “Los viajes privados al extranjero se pueden autorizar sin la presentación de un justificante o motivo de viaje”, informó.
–¿Cuándo entrará en vigor? –le preguntaron los periodistas.
Schabowski dudó unos segundos, consultó sus notas y respondió:
–Inmediatamente.
La noticia generó una estampida de alemanes orientales al puesto de control de Bornholmer Strasse, que a las once de la noche quedó completamente desbordado por una marea humana que al cabo de unas horas, con picos y palas, derrumbaría para siempre el Muro de Berlín.
En aquel momento, la mayoría de los países sudamericanos recién daba sus primeros pasos en el camino de la recuperación democrática; en otros, el ciclo neoliberal apenas comenzaba. Sin embargo, fue la caída del Muro y la implosión del bloque soviético las que crearon la oportunidad para la llegada al poder, algunos años después, de una nueva izquierda. Y esto, que parece una paradoja, tiene una explicación bastante sencilla: desaparecido el riesgo de que los gobiernos sudamericanos fueran puestos por Moscú al servicio de su estrategia planetaria, Estados Unidos distrajo su atención de su tradicional patio trasero y se embarcó en aventuras guerreras lejanas. Se abrió así un vacío de influencia en Sudamérica que habilitó un espacio de autonomía inédito y permitió un giro a la izquierda que en otro momento, en plena Guerra Fría, Washington habría bloqueado a través de la presión internacional o el golpe de Estado.
O quizá no.
Quizá todo comenzó el 4 de febrero de 1992, en Caracas, exactamente a las 10.30 de una radiante mañana de sol, cuando un militar corpulento y moreno, con la boina roja perfectamente terciada y un tono de voz firme y tranquilo, apareció ante las cámaras de televisión para instar a la rendición a sus compañeros golpistas. Hugo Chávez Frías afirmó que los objetivos que se habían propuesto para derrocar al presidente no habían podido cumplirse, pero dijo “por ahora” y dijo “asumo la responsabilidad”, y ello alcanzó para transformarlo en la nueva esperanza de Venezuela. En un minuto y doce segundos, apenas 169 palabras, Chávez generó una corriente de empatía con una sociedad angustiada por la crisis económica y dio el primer paso por un camino que seis años después concluiría con su arrollador triunfo en las elecciones. Su victoria fue un precedente fundamental para el cambio de rumbo en la región y su figura, tal vez la más potente y sin dudas la más polémica de todas de las que se ocupa este libro, se ha convertido en un imán que atrae y repele, percibido por algunos como un ejemplo de redención social y por otros como el desvío autoritario que es necesario esquivar, aunque pocos se atreven a objetar esta idea elemental: la llegada de Chávez al poder marcó el inicio de un nuevo tiempo en la región.
O quizás el comienzo no se sitúe en Caracas sino en Buenos Aires, varios años después.
El 19 de diciembre del 2001, exactamente a las 22.41 de una noche calurosa y húmeda, Fernando de la Rúa calificó de “grupos enemigos del orden que quieren sembrar la discordia y la violencia” a los desesperados habitantes de las barriadas pobres de Buenos Aires que cuatro días atrás habían comenzado a saquear supermercados y almacenes. Apenas concluyó el mensaje presidencial, sorprendentes ruidos de metal se escucharon en la ciudad: la clase media salía a las calles en ojotas y shorts, golpeando cacerolas, espumaderas y sartenes, en el inicio de un estallido de ira que concluiría con la caída del gobierno. El cacerolazo de diciembre generó un fuerte impacto en la conciencia nacional y dejó una marca que traspasaría fronteras. Si la Argentina, el primer país latinoamericano en modernizarse, el que siempre había encabezado los rankings regionales de progreso, el que más tarde había construido un sólido Estado de bienestar y el que luego logró incorporarse ágilmente, sin esfuerzo aparente, al mundo globalizado, terminaba así, en llamas y saqueado, ¿qué quedaba para el resto? Las imágenes de los caceroleros y piqueteros en las calles de la más europea de las capitales latinoamericanas se extendieron por la región como una evidencia incontrastable de que las recetas del Consenso de Washington ya no funcionaban.
Pero quizá no tenga tanto sentido buscar el momento exacto en que todo comenzó. Antes o después, en Berlín, Caracas o Buenos Aires, lo importante es que una transformación fundamental ha ocurrido.
La evidencia es abrumadora.
Si en Sudamérica vivieran 100 personas, 80 lo harían hoy bajo gobiernos de izquierda.
Si Sudamérica tuviera 100 kilómetros cuadrados de superficie, 81 pertenecerían a países gobernados por la izquierda.
Si el producto bruto sudamericano fuera de 100 dólares, 90 serían gestionados por ministros de economía de gobiernos de izquierda.
El nuevo tiempo político que vive la región, que algunos califican de giro a la izquierda y que otros, menos precisos, definen simplemente como posneoliberal, no es un accidente histórico transitorio ni un fenómeno limitado a uno o dos países, como fue la Revolución Cubana en 1959, el triunfo de Salvador Allende en 1970 o la victoria sandinista en 1979. En relativamente poco tiempo, casi toda Sudamérica dejó atrás la etapa neoliberal y eligió a líderes que proponían un camino distinto: la tesis en la que descansa este libro es que se trata de una tendencia política profunda que recorre casi toda la región y que ya asoma tan clara como el ciclo autoritario de los ’60 y ’70, la recuperación democrática de los ’80 y el neoliberalismo de los ’90. Como dijo el presidente de Ecuador, Rafael Correa, en su ceremonia de asunción, no se trata de una época de cambios, sino de un cambio de época.
Desde hace tres décadas, Chile ha dejado de ser un país latinoamericano más para convertirse en una especie de faro, una fórmula instantánea para el éxito o un horizonte al que se mira como algo dorado e inalcanzable. ¿Cómo hizo Chile para conquistar al mundo? ¿Cuál es el secreto de su éxito? Es duro decirlo, pero la respuesta es sencilla: con un temprano y feroz neoliberalismo.
En 1973, la dictadura de Augusto Pinochet emprendió una remodelación desde arriba que incluyó una transformación radical de la economía. La idea consistía en clausurar lo político como condición para instalar un nuevo modelo de crecimiento cuya esencia fue el impulso exportador. En poco tiempo, Chile diversificó sus exportaciones (además de cobre, comenzó a vender productos forestales y agrícolas) y ordenó su entorno macroecomómico con rotundos recortes fiscales, un tipo de cambio controlado y privatizaciones masivas que llegaron incluso a la seguridad social.
Pero conviene introducir algunos matices a la visión a menudo simplificada que prevalece sobre Chile. Pese a sus raíces innegablemente ortodoxas, ciertos rasgos propios marcan una diferencia crucial entre el modelo chileno y el neoliberalismo puro y duro. En principio, ni siquiera Pinochet se atrevió a privatizar la empresa estatal de cobre, Coldeco, nacionalizada bajo el gobierno de Allende, ni a desactivar la reforma agraria implementada por la Democracia Cristiana en los ’60, que redujo los latifundios y fue clave para el posterior despegue de los agronegocios. El Estado, además, cumplió un rol importante, garantizando los equilibrios macroeconómicos y un tipo de cambio competitivo primero, y estableciendo límites al ingreso de capitales después. En suma, un diseño neoliberal pero con algunas particularidades, tal como viene señalando desde hace años Ricardo Ffrench Davis, uno de los grandes referentes económicos de América latina, que me recibió una tarde nublada en su pequeña oficina del edificio de la Cepal en Santiago.
–¿El éxito económico es resultado del gobierno de Pinochet, como todos dicen?
–En parte, sólo en parte. Durante los 15 años de dictadura la economía creció 2,9 por ciento en promedio. Durante los gobiernos de la Concertación, 5,9.
–Y entonces, ¿por qué se habla tanto del éxito económico de Pinochet?
–Cuando Pinochet dio el golpe de Estado veníamos de una crisis muy profunda, una situación económica muy caótica. El contraste fue favorable. Pero además a veces prevalece una memoria de corto plazo. En el último año de Pinochet, 1989, el PBI creció casi 10 por ciento, y el año anterior también había sido muy bueno. Muchos se acuerdan de eso, más que de los años anteriores, que no fueron tan positivos. Pero bueno, también es innegable que la dictadura supo aprovechar las condiciones heredadas y tomó algunas medidas que ayudaron a generar un crecimiento sostenido una vez que se recuperó la democracia. Ahí sí puede hablarse de un verdadero éxito.
El balance de la gestión económica de la Concertación es, en efecto, muy positivo. Durante 17 años, la economía creció sostenidamente, impulsada por el incremento constante de las exportaciones y el consumo interno. El salario real aumentó 3 por ciento anual, la deuda externa se situó en alrededor del 50 por ciento del PBI, el desempleo nunca llegó al diez por ciento y la inflación nunca superó el dígito. Todo esto en simultáneo con un incremento del gasto social y una mejora progresiva de los indicadores de educación, salud y pobreza.
Pero también es verdad que el modelo chileno tiene dos grietas difíciles de cerrar, la primera de las cuales es tan profunda que parece una parte esencial del esquema y no un desvío transitorio del que sea posible retornar: el formidable impulso exportador se ha basado sobre todo en productos primarios –o elaboraciones a partir de ellos– que representan cerca del 80 por ciento de las exportaciones, de las cuales un porcentaje importante, hoy cercano al 40, sigue siendo el cobre.
Este diseño dificulta la extensión de los beneficios del crecimiento a todos los sectores sociales, expone a la economía a los ciclos externos y constituye un problema severo que prácticamente todos los analistas señalan, aunque también admite matices. Para el ex presidente Ricardo Lagos, por ejemplo, a menudo se exagera. “El argumento tiene algo de cierto, pero a veces se transforma en una caricatura –me respondió cuando lo entrevisté en su elegante despacho de Santiago–. Yo le pregunto a usted: si yo exporto almendras, pero colocadas dentro de una bolsita hermética, que a su vez va dentro de un cajita de cartón, diseñada especialmente para un hotel cinco estrellas de Europa, con el nombre y el logo del hotel, que tiene que llegar en determinado momento y en determinado volumen, ¿qué estoy exportando? ¿Almendras? ¿Qué valor tienen las almendras en ese producto? Otro ejemplo. Tengo un amigo que exportaba ostiones congelados, hasta que se dio cuenta de que era más rentable exportarlos enfriados. Eso significa que, desde que los ostiones se sacan del Pacífico hasta que se sirven en un restaurante de París o Berlín, no pueden pasar más de 30 horas. ¿Qué exporta mi amigo? ¿Ostiones? ¿O exporta know how, tiempo, eficiencia?”
Aun admitiendo, como plantea Lagos, que este problema no sea en realidad un problema, el modelo chileno exhibe una segunda grieta que nadie, ni sus defensores más empedernidos, se atrevería a desmentir. Me refiero, claro, a la desigualdad. En Chile, la distancia entre el 20 por ciento más rico y el 20 por ciento más pobre de la población es de 14 veces, aunque se reduce a 8 si se suman las inversiones en educación y salud. Son los datos de un país injusto, el más inequitativo de Sudamérica junto con Brasil, marcado por una impronta de capitalismo salvaje que asusta, con un sector de la población volcado a un consumismo feroz: los millonarios que viven en barrios como La Dehesa o Las Condes y que compran en la calle Alonso de Córdova, una especie de Rodeo Drive a la chilena, donde la tienda de ropa Hermès acaba de abrir su segundo local en Sudamérica.
No sé qué pensará el lector, pero yo me he cansado de escuchar las comparaciones entre los gobiernos de Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa y las experiencias populistas del pasado. Sin embargo, no todos piensan al populismo como ese momento maldito de estupidez de las masas. Uno de ellos es Ernesto Laclau, una de las grandes voces de la teoría política actual, pionero en la cruza de filosofía política con psicoanálisis y el investigador que más ha estudiado y trabajado la idea de populismo. Para Laclau, algunos países de la región viven, en efecto, una ruptura populista. “La condición para que se produzca una ruptura de este tipo es que haya tenido lugar una dicotomización del espacio social. Esto implica que los actores se vean a sí mismos como partícipes de uno u otro de dos campos enfrentados y que haya una construcción del sujeto pueblo.”
–¿Y cuándo ocurre esto?
–Yo distinto dos lógicas sociales: la de la diferencia y la de la equivalencia. La lógica de la diferencia es institucionalista: las demandas sociales son individualmente absorbidas por el sistema. Si solo existiera esta lógica, la política no tendría sentido y todo sería simple administración. La lógica de la equivalencia es totalmente diferente: se basa en la existencia de demandas que permanecen insatisfechas y entre las que comienza a establecerse una relación de solidaridad. Por ejemplo, gente que reclama viviendas, cuyos pedidos no son satisfechos, se articula con otros grupos que exigen empleo. En ese caso se crea una relación de equivalencia, y estas demandas heterogéneas comienzan a verse como eslabones de una identidad popular común. Cuando el sistema institucional no logra canalizar estas demandas, surgen símbolos comunes, y luego un líder que interpela a estos grupos. Ese es el origen del populismo.
–¿Esa es la ruptura popu-lista?
–Sí, cuando todo esto lleva a un cambio de régimen. Pero es importante entender que se trata de una cuestión de proporción, de en qué medida las lógicas equivalenciales prevalecen sobre las diferenciales.
–Lo que no me queda claro entonces es si el populismo es bueno o malo.
–Es que no hay una respuesta. El populismo no es un contenido específico o un programa, sino una manera de pensar las identidades sociales, un modo de articular demandas dispersas. En definitiva, una manera de construir lo político. Es una forma. Hay populismos de izquierda, de derecha, populismos fascistas y hasta comunistas, y lo que tienen en común es esta capacidad de articular diferentes demandas bajo un liderazgo fuerte que divide al campo político. Si es malo o bueno dependerá de si uno se identifica o no con los contenidos de ese populismo.
La visión de Laclau implica reconocer que, con todos sus errores y derrapes, los gobiernos de Chávez, Morales y Correa están desarrollando una estrategia de incorporación –o reincorporación– de los sectores populares al sistema político. En los tres casos, para terminar con modelos injustos y excluyentes era necesario sacudir las cosas. ¿Era posible acabar con las instituciones podridas de Venezuela sin un fuerte golpe de timón? ¿Se podía terminar con la exclusión de los indígenas bolivianos sin desatar una tormenta política? ¿Es posible desarmar un sistema oxidado sin generar una fuerte resistencia? Siguiendo a Laclau, una modificación radical del statu quo implica necesariamente un trauma.
El problema tal vez no sea éste, el momento de la ruptura, sino lo que viene después. Quizá la cuestión fundamental sea determinar si, una vez cancelado el viejo estado de cosas, se avanza hacia una democracia no sólo incluyente, sino también institucionalizada y respetuosa de la legalidad y el Estado de derecho. No es imposible, como lo demuestra la experiencia de Francia, que en 1958 encontró en Charles De Gaulle un líder carismático que gobernó con poderes casi absolutos durante unos años para después entregar una república pacificada, institucionalizada y moderna. ¿Será éste el caso de Bolivia una vez que se logre incorporar a los indígenas? Tal vez. ¿De Ecuador? Quizás. ¿Y de Venezuela? Mmmm...
¿Tiene sentido seguir hablando de la izquierda como de una entidad única y enfrentada a una supuesta derecha? Creo que sí, y que la respuesta está en un pequeño librito de Norberto Bobbio, el gran académico italiano que en 1995 zanjó milagrosamente el debate acerca de la utilidad o no de la clásica distinción. Harto de la supuesta muerte de las ideologías y la ilusión de las sociedades ambidiestras, Bobbio demostró en unas pocas páginas por qué se puede seguir hablando de izquierda y derecha. La clave, para Bobbio, reside en la posición frente la desigualdad (y podríamos agregar, para el caso latinoamericano, la pobreza). Mientras que la izquierda identifica a aquellas corrientes políticas que ponen a la desigualdad en el centro de su acción y desarrollan diferentes estrategias para reducirla, la derecha la considera inherente a la condición humana, un hecho natural que no sólo no tiene sentido combatir sino que incluso es positivo, sobre todo si es resultado del esfuerzo individual, pues funciona como un motor del progreso.
Los gobiernos analizados en este libro pueden agruparse bajo el rótulo de izquierda porque les asignan a la desigualdad y a la pobreza una prioridad máxima. Todos ellos han logrado avances en la incorporación de sectores antes excluidos, fenómeno que implica recuperar las mejores virtudes del populismo clásico y que se manifiesta de diferentes formas. La primera, la más elemental, es la incorporación al consumo (en algunos dramáticos casos, al consumo de alimentos básicos) a través de programas de transferencia de renta, aumentos salariales o subsidios. Igual de importante, y a menudo un resultado de lo anterior, es el incremento de la matrícula escolar. La cobertura de salud también se ha ampliado. Y en algunos países estos procesos llegaron junto con la incorporación política de amplios grupos que, aunque formalmente reconocidos, se encontraban excluidos de hecho: los indígenas bolivianos son el mejor ejemplo.
Por supuesto, la profunda inequidad que caracteriza a Sudamérica no ha desaparecido y los avances tienen más que ver con el acceso a alimentos, educación, salud y empleo que con una modificación drástica de las estructuras sociales. Además, sería injusto otorgar el mérito exclusivo de todas estos progresos a los gobiernos de la nueva izquierda. La historia pocas veces procede a los saltos y en muchos países, sobre todo en Chile y Brasil, los avances forman parte de tendencias que vienen de antes.
Pero la perspectiva es relacional. Como explica el sociólogo chileno Fernando Mires, una izquierda sin derecha es, además de una imposibilidad geométrica, un absurdo político. Y en este sentido mi argumento es que la nueva izquierda les asigna a la reducción de la pobreza y la lucha por la igualdad un lugar más importante que el que les otorgan sus adversarios, en un doble sentido: sus adversarios históricos (el neoliberalismo) y sus adversarios actuales (las fuerzas opositoras de cada país). El primer punto es difícil de rebatir, porque hoy ni siquiera los defensores más enconados del Consenso de Washington desmienten la fractura social que dejaron las experiencias de los ’90. El segundo es más complejo, pero también comprobable: en general, la oposición a los gobiernos aquí analizados ha elegido poner el foco en los problemas de gestión, los déficit institucionales, el populismo, la concentración de poder, el personalismo y la corrupción, pero en prácticamente ningún caso han hecho de la búsqueda de igualdad social el eje de sus campañas. El hecho de que los sectores más pobres se hayan convertido en la base política principal de estos gobiernos –la idea de que la izquierda dejó de ser patrimonio de las clases medias esclarecidas para convertirse en un fenómeno popular– confirma la esencia del argumento.
En este sentido, una de las características más notables de la nueva izquierda es que ha contribuido a bipolarizar los paisajes políticos nacionales. Si en el pasado era la adhesión o no al Consenso de Washington la que dividía las aguas, hoy son los gobiernos de izquierda los que fijan la frontera. Una realidad que algunos descalifican como una polarización excesiva que impide gestar consensos políticos, pero que también puede interpretarse como una forma de transparentar a la sociedad sus verdaderas opciones. Y aunque se trata, por supuesto, de articulaciones provisorias, que seguramente se disolverán en el mismo momento en que los gobiernos pierdan las elecciones, por el momento nos permiten decir “izquierda” sin temor a caer en pasados remotos o escenarios idealizados.
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