Domingo, 29 de marzo de 2009 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
La impresión desde Estados Unidos es que Obama está en todos lados. En la tele, en el cable, en los diarios y en Internet. Esta semana apareció en ESPN, en el talkshow de Jay Leno, en dos foros ciudadanos de California transmitidos en vivo para todo el país, en una reunión con su gabinete económico, en una conferencia de prensa desde la Casa Blanca, en un mensaje grabado para el pueblo iraní, en el tradicional magazine periodístico de la cadena CBS 60 Minutes, en un chat con cientos de miles de internautas.
Sus ministros y colaboradores, en cambio, no dan entrevistas y sólo aparecen cuando los cita el Congreso, o en las fotos de los anuncios del presidente, parados o sentados detrás de él.
La excepción es Michelle Obama, la única figura del oficialismo acaso tan popular como su marido, que en la semana apareció sembrando una huerta de frutas y verduras con chicos carenciados en los jardines de la Casa Blanca, y recorriendo las escuelas más pobres de Washington para contarle a los alumnos que ella también salió de una escuela pública en un barrio bravo, y que todo es posible si no se pierde la fe.
El resto es todo Obama. Obama por acá, Obama por allá, Obama hasta en la sopa. Hasta cuando no está, está, porque todos hablan de él. Y cuando no hablan de él también está porque su presencia cambió la percepción del tema racial, y eso se nota en los más insignificantes intercambios de la rutina diaria. En el avión a Atlanta pasaron dos películas. Una era de un futbolista negro que triunfaba contra el racismo, y la otra de una nena blanca criada por una familia de negros que triunfaban contra el racismo. El museo presidencial que Disney tiene en Orlando está siendo refaccionado, dice el cartel, “para reflejar la presencia del nuevo presidente de los Estados Unidos”. Todo así.
Y después está la crisis, que angustia y asusta a los estadounidenses, tan bien resumida en ese otro relato, el del escándalo de los bonos millonarios con los que se premiaron los ejecutivos de la mega aseguradora AIG, después de fundirla, y después de que Bush la rescatara a cambio del 80 por ciento del paquete accionario.
Y ahí aparece otra vez Obama, explicando a cada rato y con mucha claridad qué es lo que quiere hacer, como si su sola presencia garantizara que se puede salir del embrollo, como si toda la crisis pudiera resumirse en un problema de confianza que se arregla dando la cara.
Si el tipo puede hablar de básquet, si puede contar chistes en lo de Leno, si puede dar la cara en un foro ciudadano, corbata roja, camisa arremangada, micrófono en mano, si puede contestar preguntas por Internet, entonces la cosa no debe estar tan mal.
Las circunstancias lo ayudaron. Fue una semana movida como montaña rusa. A puro vértigo, bruscas subidas y repentinas bajadas, variedad, vueltas impensadas.
Arrancó como por un tobogán, con el escándalo AIG. Funcionarios de su Departamento del Tesoro habían presionado al jefe del Comité de Finanzas del Senado, Chris Dodd, para que borre de la ley de rescate la prohibición de pagar bonos con el dinero del rescate. Obama salió a decir que el responsable era él y no quedó muy bien parado.
“Muchas veces, cuando me llegan los problemas. mi única opción es entre una solución mala y una solución pésima”, se justificó Obama en 60 Minutes, donde tuvo que reconfirmar a su ministro Tim Gaithner ante los insistentes pedidos por su cabeza. “Las soluciones fáciles se toman más abajo en la cadena de comida. Y todas la reuniones que tengo involucran decisiones difíciles. Si no, no hago la reunión.”
Pero el daño ya estaba hecho y los periodistas destacados en el Capitolio olían sangre. “No veo cómo Obama va a pasar un paquete de rescates para los bancos con este clima en el Congreso”, se relamía el corresponsal de la cadena ABC.
Así las cosas, Obama apretó las muelas, se agarró del manubrio y mandó para adelante, como si la inercia de la caída le hubiera dado un nuevo impulso. Al día siguiente presentó, con Gaithner a su lado, el nuevo rescate bancario. Fue un éxito. Wall Street aplaudió hasta quemarse las manos porque el plan seguía su esquema preferido: el Estado garantizaba las pérdidas, pero si había ganancias se las quedaban ellos. Los republicanos en el Congreso chochos, y los soldados demócratas aliviados y contentos porque el trencito no se había descarrilado.
No more activos tóxicos. Obama otra vez en la cima. Gaithner anuncia regulaciones para poner en caja a sus amigos de Wall Street. Conferencia de prensa de Obama. ¡Hay buenas noticias! Las casas embargadas a causa del crash inmobiliario se están empezando a mover. Se reactiva la demanda de bienes durables. Sube Wall Street. Gaithner archiconfirmadísimo. Los expertos ahora se preguntan al aire si no estará empezando la recuperación económica. AIG cambia de nombre. Lehman Brothers muestra una planilla de 100 mil millones de dólares y hace saber que quiere devolver los diez mil millones que le dieron en el rescate. Avanzan los Tar Heels de Carolina del Norte, elegidos por el presidente para ganar el torneo de básquet.
De repente otra caída. Las malas noticias llegan de afuera. China quiere que el dólar deje de ser la moneda de referencia y propone reemplazarla con valores del FMI. Rusia y Brasil dicen que China tiene razón. Lula le critica el déficit estadounidense porque sabe que lo termina financiando el resto del mundo. Cae Wall Street, cortando una racha alcista de apenas dos días. Los ayatolas hacen saber que no les gustó el mensaje, ya que prefieren acciones concretas, por ejemplo que se dejen de joder con su programa nuclear, ya que ellos no quieren fabricar ninguna bomba.
Sobre final del viaje en montaña rusa llega la chatura. El discurso presidencial del viernes sobre Afganistán no mueve el amperímetro. “¿Quién hubiera imaginado hace un año que Irak sería la menor de mis preocupaciones?”, había dicho Obama en 60 Minutes. Parece que el relato de la caza de Bin Laden escondido en la cueva ya empieza a aburrir también. Los grandes banqueros van a la Casa Blanca. ¿Para dar explicaciones? Qué importa. En estos días, para el estadounidense medio, los grandes banqueros son la peste.
Así termina el viaje Obama, casi en el mismo lugar donde lo empezó. Con su índice de popularidad igual que al principio de la semana, cerca del ochenta por ciento. Con el presupuesto sin aprobar en el Congreso, con el desempleo que sigue subiendo, con la reforma del sistema de seguridad social y la ley migratoria esperando su turno, con la reunión del G-20 a la vuelta de la esquina.
En el mismo lugar, pero con toda la adrenalina y la experiencia de haber viajado, solo y con los ojos bien abiertos, en el carrusel más vertiginoso de todo el parque temático.
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