Domingo, 5 de abril de 2009 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
Después de arreglar los números con el resto del mundo, Obama se corrió desde Londres hasta Estrasburgo para hablar de fierros con sus aliados europeos. Tras admitir públicamente en la Cumbre del G-20 que Estados Unidos ha perdido su hegemonía, y negociar en consecuencia, había mucho para discutir en la cumbre de la OTAN.
Hacía dos semanas el presidente norteamericano prácticamente había declarado una guerra, o por lo menos había decretado que las cosas se iban a poner bastante más picantes, cuando anunció, en medio de un montón de promesas de ayuda civil y humanitaria, un aumento de tropas estadounidenses que prácticamente duplicó la presencia militar en el país asiático, de 30.000 a 55.000, contando los que falta despachar, para lanzar una ofensiva, un ataque, un “surge”, si se usa el tecnicismo de moda, para derrotar a Al Qaida, en el este de Afganistán, como si fuera una guerra convencional que termina con la captura “vivo o muerto” de Bin Laden y el rendimiento incondicional de sus lugartenientes.
Pero en Europa la guerra con Afganistán no entusiasma a nadie, salvo a los miles de manifestantes que protestaron en Baden Baden y Estrasburgo, pero sólo fueron apaleados y gasificados y detenidos en la ciudad francesa, país que preside Sarkozy. Francia y Alemania siempre estuvieron en contra de la invasión. Gran Bretaña apoyó y sigue apoyando con 8300 soldados pero a Tony Blair, Irak y Afganistán le costaron el puesto. Aun en los países que sufrieron atentados terroristas, el apoyo en Europa para la guerra en Afganistán es bajísimo.
En Estados Unidos no pasa lo mismo. Durante la campaña presidencial del año pasado, para no parecer demasiado blando, Obama había prometido un par de cosas. Para sacar a su país de Irak sin ofender a todos esos bomberos que aparecían en la televisión llorando en cada aniversario del 11/9, y para no alienar a los millones de votantes que piensan como ellos, Obama había dicho que no, que él no era un pacifista, que lo tenían confundido, que él honraba el esforzado sacrificio de las fuerzas armadas, pero que Bush se había equivocado de guerra porque Bin Laden, el que puso las bombas en las Torres Gemelas, estaba en Afganistán.
Como podía esperarse, el plan militar de Obama no fue ningún éxito, aunque los europeos pusieron su mejor cara. Rescataron que la estrategia incluía el entrenamiento de tropas afganas y una “estrategia de salida”. No era cuestión de aguarle la fiesta al tipo que la había cortado con la tortura, los secuestros, los vuelos clandestinos y toda esa historia.
Pero a la hora de comprometer las tropas que pidió Obama, los europeos se hicieron los distraídos. Brown dijo que acompañaría con un pelotón de dos mil soldados, pero la orden se demora, según el ministro de Defensa británico, porque “no hubo un pedido de la OTAN” y “la decisión aún no se ha tomado”, según contó Ed Cody en el Washington Post. Merkel ofreció algunos policías, pero para “controlar el período de campaña electoral durante el invierno”. O sea, a más tardar en agosto están de vuelta en Alemania. Berlusconi hizo más o menos lo mismo, aunque agregó 250 efectivos “permanentes” a su oferta. Los polacos, que ven en la OTAN una puerta de entrada a la Unión Europea, hicieron saber que arriba de las 1600 tropas que ya tienen allá, mandarían 300 soldados más.
Sarkozy ofreció 500 gendarmes paramilitares para entrenar a policías afganos, pero aclaró que los destinaba a las ciudades lo suficientemente pacificadas como para que el control sea transferido de la OTAN a las autoridades locales, o sea la parte más segura del país. El presidente francés había sido muy criticado cuando diez soldados franceses murieron emboscados en las afueras de Kabul el 18 de agosto del año pasado. En Francia todo lo que huela a OTAN produce rechazo. Cuando Sarkozy decidió el mes pasado que era hora de volver a integrar el comando conjunto de la alianza militar después de más de cuarenta años de autonomía, los nacionalistas se le vinieron encima. Todo eso venía pasando cuando Obama llegó a Estrasburgo.
El lobo negro sopló y sopló.
“Francia no tuvo que ser arrastrada de los pelos a pelear la guerra en Afganistán porque Francia reconoce que operando en territorio liberado Al Qaida puede lanzar ataques no sólo contra Estados Unidos sino también contra Europa”, sopló el lobo.
“Por su proximidad geográfica, Europa es más vulnerable a un ataque terrorista de Al Qaida que Estados Unidos”, volvió a soplar.
Pero esta vez los chanchitos de la OTAN habían aprendido su lección. Esta vez se quedaron en casa.
Así las cosas, Estados Unidos se quedó con la guerra. Lo que hasta ahora era un fifty-fifty de tropas norteamericanas y europeas pasó a ser un dos a uno. Los contingentes europeos se replegaron al oeste del país, la zona menos violenta, mientras los estadounidenses pelean en el sur y el oeste, donde el talibán comparte fronteras con los jefes tribales islámicos que controlan el norte de Pakistán.
Además, un escuadrón de diez mil soldados enviados por Obama a poco de asumir, en el marco de la llamada “Operación Libertad Continua”, opera en Afganistán directamente bajo mando estadounidense, por fuera de la estructura de mando de la OTAN, lista para encabezar el “surge” y relanzar la guerra como “Afganistán II: la revancha”.
Pero las segundas partes nunca fueron buenas. En octubre del 2001, con las Torres Gemelas hechas una pila de escombros, la mayoría de los gobiernos europeos había apoyado la invasión casi sin pensarlo, como si se tratara de un deber ineludible. Así nació la doctrina Bush de guerra preventiva. La OTAN, que andaba con poco trabajo desde la Guerra Fría, fue redefinida. Ya no sería una fuerza continental encargada de defender (o ampliar) su esfera de influencia, sino que actuaría como potencia extraterritorial, con iniciativa y alcance global.
Desde entonces pasaron algunas cosas. Cayó el muro de Wall Street, se puso en duda el patrón dólar, y potencias emergentes como China, India y Rusia negocian mano a mano con Estados Unidos, Europa y Japón las nuevas reglas de las finanzas globales.
El poder económico y el de las armas suelen ir de la mano. Nadie quiere ir a la guerra detrás de un país al que el resto del mundo percibe como muy debilitado. Menos que menos, detrás de un líder que parece más interesado en el básquet universitario que en el plan de ataque contra el enemigo. Durante la cumbre de la OTAN, Obama se quedaba despierto de madrugada viendo los partidos del Final Four que se transmitían en vivo desde su país. Charlie don’t surf. Bin Laden no sabe hacer volcadas.
Entre tantos partidos y juegos de guerra, bah, entre tanta cosa de hombres, Obama haría bien en escuchar un poco más a su esposa. El otro día la Primera Dama declaró en el New York Times que le molestaba que su marido critique los vestidos que ella luce. “Que se dedique a lo suyo”, dijo Michelle. “Que se ocupe del hambre en el mundo.”
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